28 de septiembre de 2007

Sangre de drago

Humberto -el guía (durante tres días) en la selva amazónica ecuatoriana- era un experto conocedor de plantas. Se paraba con frecuencia y, con paciencia, explicaba las características y anécdotas entorno a cualquiera de sus múltiples variedades vegetales. Era un placer oírle describir cada una de las plantas que cruzábamos en los paseos matinales por aquellos parajes selváticos. Pero había un árbol que era “su” estrella: el sangre de drago.
Y decía: “Es un excelente cicatrizante y des-inflamante y especial para el tratamiento de las ulceras estomacales, gastroduodenales, también inflamación dérmica y reumatismo, y cura el acné. Eleva las defensas del cuerpo, y se aplica en el tratamiento de gastritis crónicas, cirrosis al hígado, cicatrizante, analgésico en heridas internas,…
Existe gran variedad de estos árboles en varias zonas selváticas de otros continentes (en África), y aunque todos pertenecen a distintas familias botánicas, presentan características comunes. Una de las más importantes, es el color “sangre” de su savia. Humberto hizo un pequeño corte en la corteza del que tenía cerca de su cabaña y lentamente fue brotando una savia roja y sanguinolenta (ver fotografía).
El drago o sangre de drago ha sido también motivo de veneración por parte de las primitivas tribus donde se asentaban, confiriéndole propiedades no solo curativas sino también "mágicas".

¿El ayahuasca que me dio el chaman a probar llevaría savia de drago?

25 de septiembre de 2007

A mi la gente y la tele-basura.....

“Yo poseo un discurso humanitario pero la gente no me cae nada bien”. Esta frase estaba hace unas semanas en un chiste publicado por El País a la misma altura que otra que decía “yo me la doy de cultísimo y solo veo tele-basura”. Ambas frases, creo yo, tienen ese puntito contradictorio que el género humano posee desde que es género humano. Me apunto a la primera pero desprecio la segunda.
Pero mientras me estoy apuntado a una y despreciando otra, me surge la duda de qué resultaría de esta otra combinación arbitraria: “Yo poseo un discurso humanitario pero sólo veo tele-basura” o “yo me la doy de cultísimo pero la gente no me cae nada bien”. Ahora me apuntaría a la segunda y despreciaría la primera.
Y en este “ahora me apunto”, “ahora desprecio”, que yo hago con tanta ligereza, tiene que ver la tele-basura. No me gusta. Pero mi actitud es tan vehemente que he llegado a pensar que tampoco me gusta la gente que ve tele-basura, y lo podría aún extender más, pues llego a incluir programas que sin tener que ver con ella, cumplen los parámetros de ser populacheros, que no popular, y que los convierten en verdaderos sospechosos, es decir, supuestos programas tele-basura.
Hace unos días Rosa Montero iniciaba una de sus columnas “Ya se sabe que regresar de las vacaciones es siempre cosa dura, pero este año yo he pasado un terror de pánico….”, al comprobar -añado yo- al regreso de Perú, o de cualquier otro viaje, que las televisiones siguen enfrascadas en programas insufribles, vomitivos, populacheros, que atacan la inteligencia humana con una desfachatez-de-libro.
¡Que les den!

21 de septiembre de 2007

Feliz cumpleaños (?)


En la imaginaria ciudad de Qobus había una torre -de barro y arcilla toda ella- tan grande, tan magnífica y tan placentera de mirar que todos los hombres y mujeres de la ciudad decían que por ella no pasaba el tiempo. Habían nacido, mamado y crecido con ella. Con ella dieron sus primeros pasos de niños juguetones, a su lado se dieron tempranos y adolescentes besos, y después -ya crecidos- al despertar del diario sueño, la miraban a lo lejos por la puerta entreabierta de su vivienda.
A las 7 de la mañana daba su sombra a la casa de mi amiga Sarí; a las 10 a Vahid; a las 12, con el sol casi en la vertical, su sombra apenas cubría las espaldas del vagabundo Samarcanda que se apoyaba en ella para recordar sus viajes a lugares míticos y de ensueño; por la tarde, a las 5, rozaba la casa de la familia Beg. A mi casa le tocaba a las 6 -con el sol casi adormilado- pero yo, por la mañana, visitaba a Sarí y Vahid; a mediodía, me acercaba a charlar con el vagabundo que me contaba historias del país de Ulug, y por la tarde (a las 5) visitaba a los Beg.

(Dedicado a quien me lee, sin faltar un solo día).

18 de septiembre de 2007

La religiosidad del Ganges

Cuando este mochilero vio hace unos días esta diapositiva entre sus recuerdos de la India, en su primer viaje allá por 1986 (¡qué viejo es el desgraciao!), se le vino a la cabeza aquel emotivo instante. Entonces, lo encuadró en el visor de su cámara -sin pensar en el balanceo de la piragua en que se encontraba- y apretó el pulsador justo en el momento más religioso, casi de éxtasis, de esta mujer hindú metida hasta la cintura en aguas del río Ganges (ver fotografía). Ella bajaba lentamente, escalón a escalón, y cuando llegó a la orilla no paró ni dudó un instante. Sus pies contactaron con las aguas y siguió avanzando hasta que el sagrado líquido la llegaba a las pantorrillas. Comenzó a batirlo con sus manos, en un intento de limpiar algo que se veía lleno de inmundicias. Su postura orante apareció justo cuando la captó la instantánea.
Quien no haya visto un amanecer en los ghat (escalinatas) del río sagrado, en Benarés (India), difícilmente puede entender el escalofrío, el estremecimiento interior que le produce a este viajero insatisfecho recordar esa forma de despertar al día y elevar el sol en el horizonte, con susurros de religiosidad y silencio, de paz.
Eso era lo que se respiraba: paz.
Pero también se olía y escuchaba la muerte.
No olvide el lector que el deseo más profundo de todo hindú es trasladar, mediante el fuego, su alma al nirvana, y eso lo consigue mediante los rituales de las cremaciones. Allí, a la orilla del río sagrado, presentes cualquier amanecer.
Y al ver la diapositiva, a lo lejos y al trasluz, como todos han visto este ingenio infrautilizado y medianamente caduco, este viajero también se estremeció. Aquel día de septiembre de hace muchos, muchos años se emocionó; ahora, quiere compartir sentimientos, sensaciones y experiencias.

¡Va por vosotros!.

15 de septiembre de 2007

Las respuestas

Soy viajero, pero mi auténtica pasión es tocarle los huevos a los machos de las gacelas 'thomson' cuando se están apareando con los hembras”. ¿A que todos hemos sentido alguna vez que los habituales preguntones merecen una respuesta de este tipo?.
Este viajero insatisfecho lo ha sentido, pero ¿lo ha contestado así?. No. No, pero en cuántas y cuántas ocasiones tuvo oportunidad de hacerlo.
No lo hizo, pero quiere contar en esta bitácora que le hubiera gustado hacerlo.
Sobre todo en Iberoamérica, donde la facilidad del idioma resulta propicio para encomendarse a la mala educación cuando el pesado de turno aborda con preguntas innecesarias, obvias y simplonas. Entiendan los iberoamericanos que no es un ataque personal, un ataque como pueblo (al que estima de verdad), pues este estúpido artículo que surge de las entrañas no va dirigido a ellos. Va para gente simpática (que quiere saber), para la gente extrañada (que quiere conocer), para la gente curiosa (que quiere curiosear),…., pero que se acerca en el instante más inoportuno -la culpa no la tienen ellos- a preguntar.
Durante un largo viaje, a veces la soledad es necesaria y casi motivo de subsistencia. En ese momento de relajación, aparece el impertinente de turno para sacar del ensimismamiento al mochilero. Ahí. Entonces, surge la respuesta -ésta u otra por el estilo- de la que se ha hablado en esta entrada.

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13 de septiembre de 2007

Una sugerencia


Ahora, mis ratos muertos, mis ratos libres se los dedico a dos kilos de papel. Si. Sí, eso es lo que pesa aproximadamente el libro “Hacia los confines del mundo”, de Harry Thompson, Son 823 páginas dedicadas a reconstruir el apasionante viaje de Charles Darwin en el Beagle para confirmar sus teorías.
En el suplemento “Babelia” de El País hablan así de él: “Es un fresco impresionante que comprende el tiempo transcurrido entre 1828 y 1865. El libro, como no podría ser de otra manera, es extenso, pero en cada una de sus 823 páginas está la mejor letra para establecer una conexión intensa con el espíritu de una época: esa impronta del hombre blanco colonizador, tirano y paternalista. Pero sobre todo está la gran amistad y la gran confrontación entre dos personalidades distintas y muy inteligentes a los que el viaje transformó (se refiere a Charles Darwin y al capitán Robert FitzRoy). Fue en el Beagle donde Darwin dejó morir su idea de ser clérigo y donde esbozó la teoría moderna de la evolución”.
Alguno de vosotros se imaginará a este viajero delante de su desordenada mesa, llena de papeles y cachivaches, bajo un flexo roto, mesándose su destartalada barba y perilla, leyendo este libraco con cierta ansiedad y stress. Pues es verdad, ya que leerlo acostado en la cama, uno de los lugares favoritos, descentra el interés y, su peso, desvía al lector.
Así termina la crítica literaria en “Babelia”: “Hacia los confines del mundo es un libro memorable que ustedes no pueden perderse”.
Para los que no sean lectores de libros de viaje, creo yo, sería una buena manera de iniciar una afición bonita, ensoñadora, refrescante, relajante y, por qué no decirlo, culta. No es un consejo (nunca los doy), es una sugerencia.

11 de septiembre de 2007

Acepto la provocación (VI, ......... y último)

Y un día, cuando este viajero insatisfecho se incorporó de la hamaca al amanecer, vio un conglomerado de árboles, tupidos, a tiro de piedra del barco que llevaba navegando ya cinco días desde Manaos. Pegó un salto y se agarró a la baranda con medio cuerpo fuera, sorprendido y alucinado de tener la orilla tan cerca. El barco seguía su lento avance. Tuc-tuc-tuc,….. tuc-tuc.
Había comenzado a navegar por uno de los miles de canales en los que se bifurca el grandioso río, en su bestial andadura hacia el océano, con ganas de iniciar esa tremenda lucha de aguas, aún sabiendo de antemano que iba a perder en la batalla.
El terrible océano no perdona.
Desde allí hasta Belem, la selva se intercalaba con pequeñas chozas míseras y solitarias, pequeños poblados tísicos a la orilla, diminutas parcelas trabajadas, y robadas a la selva, y extraños cantos de pajarracos voladores que rompían el monótono sonido -máquina, diría- de aquella reliquia fluvial. Era un verdadero placer circular con la selva a ambos lados, cercana, miserable, silenciosa, mortífera, ruidosa, primitiva, pero bella, al fin y al cabo.
Belem, poco después de su fundación -antaño- se convirtió en centro de exportación de cacao y especias del Amazonas pero, también, de tráfico de esclavos indios. Esta actividad causó verdaderos estragos en la población indígena hasta tal punto que la corona portuguesa tuvo que promulgar un decreto según el cual a cada blanco que se casase con una india le serían entregados “un hacha, un par de tijeras, tela, ropa, dos vacas y dos sacos de semilla”.
Este mochilero, reconvertido por unos días en navegante de agua dulce, se la encontró, varios siglos después, no sabe si de fiestas o de elecciones, o de todo a la vez.
Así es Brasil y, sobre todo, así son sus gentes.
Así es el Amazonas, así son sus miserias y sus grandezas,…… Y así se lo ha contado este viajero insatisfecho.

9 de septiembre de 2007

Acepto la provocación (V): La india tapuiçu

La arribada del barco a ciudad de Santarém fue a una hora ideal. A media mañana. Una mañana que, por cierto, despertó más fría de lo habitual, con una cierta niebla rasante que se metía entre las hamacas tanto ocupadas como vacías. Desde dos horas antes hubo movimientos múltiples en el segundo piso del barco: organización de enseres, descuelgue de hamacas, recolocación del espacio que quedaba libre y charlas apresuradas de conocidos que se quedaban en la ciudad con otros que continuaban hacia Belem.
El libro-guía de bolsillo, entre otras cosas, decía que “aunque es la tercera ciudad más grande del Amazonas y ha obtenido considerables beneficios de la reciente fiebre del oro del interior, Santarém parece un lugar pequeño y adormecido”. Y lo parecía, sobre todo adormecido. Sólo una veintena de personas en el muelle, algunas con ganas de subir.
Este viajero insatisfecho esperaba a que el “autobús fluvial” (iba muy lento como con miedo a embarrancar) dejara el tuc….-tuc….-tuc, y se inmovilizara en el muelle, para darse un paseo por los alrededores y conocer un poco el villorrio amazónico. Pero la parada fue tan breve que sólo le dio tiempo a darse una mini-vuelta y comprar dos chucherías necesarias. Al subir, y ante la puerta de uno de los cuatro camarotes que poseía el barco, vio una linda mujer, o mejor una jovencísima niña, o mejor las dos cosas a la vez, como si fuera una india tapuiçu, o al menos así se imaginaba este viajero a las indias e indios que poblaron esta zona cuando llegaron los jesuitas en el siglo XVII. Ojos oscuros, piel oscura, cabello negro y unos pechos tan bien formados que le quitaban “todo el hierro” a su cuerpo casi infantil. Era, por decir algo breve, un regalo para la vista.

Más tarde, ya anochecido, y el barco en medio de las aguas que regaban el territorio de los antiguos y nuevos pobladores, presenciaría las entradas y salidas de varios hombres en el camarote, y oiría las risas y pequeños grititos (a ratos perdidos entre ecos de la noche, tuc-tuc-tuc…tuc-tuc) en el interior del habitáculo de la imaginaria india tapuiçu.


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6 de septiembre de 2007

Acepto la provocación (IV): Las comidas


Para hablar del momento de la comida (desayuno, almuerzo y cena) en aquel barco que descendía el Amazonas (durante 5 días), este viajero insatisfecho ha tenido que lanzar una moneda al aire para decidir en qué tono contarlo. ¿Era un instante chancero? ¿era simpático? ¿o, tal vez, era insufrible y odioso?.
Fue una sorpresa la primera llamada al ágape que se escuchó cuando ya había comenzado la travesía, recién salidos de Manaos. Un silbato en la boca del ayudante de cocina, con la energía de un árbitro cuando pita un penalti, alertó al pasaje de que el momento del condumio había llegado. Fue como molestar a un panal de abejas cuando, atareadas, dedican su preciso tiempo a fabricar miel. Saltos rápidos de las hamacas, pequeñas carrerillas para salir de entre ellas, movimientos ágiles, y caras gráciles y vivarachas.
Este viajero despistado, tuc-tuc, tuc-tuc, pensativo, reflexivo -diría- centrado en ponerse en situación y conocer el terreno que iba a pisar durante los días siguientes, casi pierde la oportunidad de acercarse al plato. Le salvó, no el silbato como ocurre en algunos partidos, sino un segundo turno ya establecido por la gran cantidad de pasaje.
La cocina-cuartelillo se encontraba en algo parecido a lo que llamaría la bodega. Allí, en una mesa maltrecha y casi negra de la humedad tan frecuente en la ribera amazónica, todos encontraban cazo, tenedor y cuchara para hacer acopio del arroz seco con pollo (la mayoría de los días), papas caldosas y pollo (otro día), papas secas y pescado (otro día más), que luego agradecería el buche, si había suerte de llegar los primeros.
Como ritual oriental, o algo seriamente establecido, luego tocaba hacer cola ante los retretes, sin olvidarse del rollo de papel higiénico si las necesidades eran mayores. Un agujero en el suelo de la bodega, en el que había que intentar atinar, era el oficial modo de evacuar lo ingerido con anterioridad.

Una vez completados los pasos, a esperar al siguiente toque de silbato y encomendarse a Dios para que en el próximo turno las cosas vinieran mejor dadas. Lo guarda en su “morral-mental” como algo lleno de incomodidades pero divertido, distinto y con cierto aire exótico-cutre.


Copyright © By Blas F.Tomé 2007

3 de septiembre de 2007

Acepto la provocación (III): El día a día


¿Cómo contarlo para que no parezca todo tan encantador y de ensueño?.
Este viajero insatisfecho lo va a intentar.
No sé cómo el lector se imagina vivir cinco días en un barco (trayecto de Manaos a Belem) que, en realidad, es un “autobús-de-agua”, donde el espacio es realmente mínimo, casi un hueco de compromiso, adquirido éste después de haber abonado al patrón el importe del pasaje.
Este viajero-mequetrefe navegaba él solo como tal, el resto del pasaje era gente local de la zona, que ante la falta de carreteras utiliza este medio como único recurso. El día a día en un barco del Amazonas permite encontrarse con todo tipo de incomodidades, superadas eso sí con una alegría viajera que te desborda desde que amanece hasta que la hamaca recoge el cuerpo destrozado.
Y siendo sincero, este viajero tiene que reconocer que la hamaca, en sí, acoge un cuerpo harto de estar tumbado al sol. Pero aún así el sueño aparece con la tranquilidad del silencio (tuc-tuc-tuc,…tuc-tuc). Eso sí, roto en varias ocasiones por los niños que se despiertan llorando, por los no-tan-niños que, insomnes, juegan sus partidas de cartas que acompañan con el puñetazo en la mesa cuando el acaloramiento del juego así lo precisa, o por los que, al viajar sin hamaca, buscan una libre para utilizarla mientras puedan.
Y si el sueño, en este caso, no acoge al viajero-mochilero en su seno, tiene la oportunidad -sin pedirla- de escuchar las noticias en portugués (idioma que no domina) por la radio del vecino desvelado, sufrir los ronquidos por estribor y las toses a babor. Más que dormir en un barco que surca el Amazonas lo que se hace es permanecer en un duermevela, recibiendo golpes o empujones del que duerme al lado, inevitables al cambiar de postura en la vecina hamaca.
Si cuando el sol despunta en la lejana ribera, que se supone selvática, este viajero no hubiese conseguido pasar del duermevela, sabía que sus tumbadas al sol, a lo largo de todo un día, solucionarían ese mínimo contratiempo.
Y vuelta a empezar.
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