Monasterio mozárabe de San Miguel de Escalada
La reciente visita a San Miguel de Escalada (León) se
enmarcaba dentro de la celebración de las fiestas populares del terruño. Una
visita sujeta a su pasión por estar ahí. San Antonio, el patrón, se celebraba este
año -convertido ello ya en tradición- unos días después en este pueblo leonés.
Eran tres días de fiesta, bailes, de música danzona, litronas y alcohol, de
entregas de trofeos (II Concurso de Relato Corto) pero, también, de largos
paseos y caminatas al sol. De ello quiere hablar el viajero insatisfecho, que recorrió a ratos sueltos sus campos
aledaños, llenos de recuerdos, zapatos rotos y sabor.
Amapolas
Y se encontró con las cuestas, picachos y laderas llenas de flores blancas,
rasantes al suelo recién regado por las lluvias primaverales, este año tan
frecuentes; o flores violáceas que se estiraban un poco más que las anteriores
pero tenían el mismo sentimiento grupal; también algunos -muchos- azulejos,
cuyos pétalos estirados y abundantes semejaban redondos cepillos de color. Ah,
y los espliegos, azulados y brillantes como tomillos verdosos. O amarillas
flores, algunas ya marchitas como las ‘ilagas’ (aulagas), otras, en su
esplendor, como los odiados ‘pispájaros’ (no miréis, no viene en la RAE); o
rojas, como las siempre presentes amapolas. ¿Recordáis?: “Fraile, monja o
pipirimonja”. Amapolas en los ribazos; amapolas en las fincas de barbecho, y
amapolas también entre el cereal sembrado, en avanzada maduración. O los
‘engordagochos’, de difícil catalogación, por no decir de los escobizos.
Porque las plantas son, eran y serán como una biblioteca, con sus órdenes,
sus clasificaciones y sus géneros. Y hablando de biblioteca, una se inauguraba
ese fin de semana gracias al empeño de una asociación cultural, ‘Priorato de
Escalada’. Un centro de cultura y lectura de difícil futuro ¿quién leerá esos
libros que el tiempo llenará de polvo?. Tal vez, la ilusión de los encargados
de formarla, documentarla, catalogarla traspase ese futuro incierto.
Los ribazos (ribones) llenos de mielgas, algunos; tomillos, te de monte, achicorias, hierbas
aromáticas e ilagas (aulagas). Ribazos verdes que alegraban el corazón del que
los traspasaba y saltaba; los ribazos que, empinados hacia arriba, servían de
división. Todos eran admirados por este paseante sin rumbo, bajo aquel tremendo
sol.
También de color violáceo eran las flores que conformaban las ‘lenguas de
gato’. Las había por millares. Como millares de plantas de hinojo, tan escasos
en el recuerdo de este personaje terruñero que disfrutaba haciendo fotos de sus
rosetones amarillos y tiesos como cirios eclesiales. Ah, y recordaba, en su
ensimismamiento, las ‘alzameriendas’, que saldrían al finalizar el verano.
Pero al escribir y detallar todos estos objetos naturales no tiene más
remedio que referirse brevemente al concepto de flora autóctona. Aquella que nace
espontáneamente en los campos, sin que haya sido introducida en ningún momento
por el hombre. Las encinas, robles, hayas, avellanos, carrascos, quejigos, y
otros, forman parte de esa flora autóctona. Algunos tan escasos como los
silbares, o serbales, árbol favorito de este mochilero ‘cazurrín’.
Y a lo lejos, se podía divisar la frondosidad de la ribera del Esla con sus
extensiones de chopos; sus negrillos enfermos; sus olmos y álamos; sus viejos
fresnos olvidados, y sus mimbreras de corteza amarilla. Los avellanos de las
lindes, y algún que otro tilo. Así se vislumbraban los aledaños del río cercano,
que luego extendía sus brazos para acunar los campos y campos de maíz, alfalfa
y más plantíos de chopos enjaulados.
Puestos a enumerar, las laderas mostraban sus artículos en forma de arbustos.
Arbustos como la citada aulaga, el carrasco, los espinos, los brunos o
endrinos; el sauco, en zonas más húmedas, o las zarzas y zarzamoras. También se
veían brezos y jaras, sin olvidar el ‘escardamulo’, que merecería un artículo aparte.
¡Qué fina silueta la del ‘escardamulo’!. Hasta su impropio
nombre tiene sabor leonés.
Hinojo
Silbar
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