22 de junio de 2018

Un paseo por el terruño


Monasterio mozárabe de San Miguel de Escalada

La reciente visita a San Miguel de Escalada (León) se enmarcaba dentro de la celebración de las fiestas populares del terruño. Una visita sujeta a su pasión por estar ahí. San Antonio, el patrón, se celebraba este año -convertido ello ya en tradición- unos días después en este pueblo leonés. Eran tres días de fiesta, bailes, de música danzona, litronas y alcohol, de entregas de trofeos (II Concurso de Relato Corto) pero, también, de largos paseos y caminatas al sol. De ello quiere hablar el viajero insatisfecho, que recorrió a ratos sueltos sus campos aledaños, llenos de recuerdos, zapatos rotos y sabor.
Amapolas

Y se encontró con las cuestas, picachos y laderas llenas de flores blancas, rasantes al suelo recién regado por las lluvias primaverales, este año tan frecuentes; o flores violáceas que se estiraban un poco más que las anteriores pero tenían el mismo sentimiento grupal; también algunos -muchos- azulejos, cuyos pétalos estirados y abundantes semejaban redondos cepillos de color. Ah, y los espliegos, azulados y brillantes como tomillos verdosos. O amarillas flores, algunas ya marchitas como las ‘ilagas’ (aulagas), otras, en su esplendor, como los odiados ‘pispájaros’ (no miréis, no viene en la RAE); o rojas, como las siempre presentes amapolas. ¿Recordáis?: “Fraile, monja o pipirimonja”. Amapolas en los ribazos; amapolas en las fincas de barbecho, y amapolas también entre el cereal sembrado, en avanzada maduración. O los ‘engordagochos’, de difícil catalogación, por no decir de los escobizos.

Porque las plantas son, eran y serán como una biblioteca, con sus órdenes, sus clasificaciones y sus géneros. Y hablando de biblioteca, una se inauguraba ese fin de semana gracias al empeño de una asociación cultural, ‘Priorato de Escalada’. Un centro de cultura y lectura de difícil futuro ¿quién leerá esos libros que el tiempo llenará de polvo?. Tal vez, la ilusión de los encargados de formarla, documentarla, catalogarla traspase ese futuro incierto.
Los ribazos (ribones) llenos de mielgas, algunos; tomillos, te de monte, achicorias, hierbas aromáticas e ilagas (aulagas). Ribazos verdes que alegraban el corazón del que los traspasaba y saltaba; los ribazos que, empinados hacia arriba, servían de división. Todos eran admirados por este paseante sin rumbo, bajo aquel tremendo sol.
También de color violáceo eran las flores que conformaban las ‘lenguas de gato’. Las había por millares. Como millares de plantas de hinojo, tan escasos en el recuerdo de este personaje terruñero que disfrutaba haciendo fotos de sus rosetones amarillos y tiesos como cirios eclesiales. Ah, y recordaba, en su ensimismamiento, las ‘alzameriendas’, que saldrían al finalizar el verano.
Pero al escribir y detallar todos estos objetos naturales no tiene más remedio que referirse brevemente al concepto de flora autóctona. Aquella que nace espontáneamente en los campos, sin que haya sido introducida en ningún momento por el hombre. Las encinas, robles, hayas, avellanos, carrascos, quejigos, y otros, forman parte de esa flora autóctona. Algunos tan escasos como los silbares, o serbales, árbol favorito de este mochilero ‘cazurrín’.
Y a lo lejos, se podía divisar la frondosidad de la ribera del Esla con sus extensiones de chopos; sus negrillos enfermos; sus olmos y álamos; sus viejos fresnos olvidados, y sus mimbreras de corteza amarilla. Los avellanos de las lindes, y algún que otro tilo. Así se vislumbraban los aledaños del río cercano, que luego extendía sus brazos para acunar los campos y campos de maíz, alfalfa y más plantíos de chopos enjaulados.
Puestos a enumerar, las laderas mostraban sus artículos en forma de arbustos. Arbustos como la citada aulaga, el carrasco, los espinos, los brunos o endrinos; el sauco, en zonas más húmedas, o las zarzas y zarzamoras. También se veían brezos y jaras, sin olvidar el ‘escardamulo’, que merecería un artículo aparte.
¡Qué fina silueta la del ‘escardamulo’!. Hasta su impropio nombre tiene sabor leonés.
Hinojo

Silbar

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11 de junio de 2018

Nacimiento del río Mundo


Hay nombres que evocan un mundo fantástico -y parecieran sacados de alguna crónica de Narnia- una reflexión apocopada pero real e intensa. Nombres como ‘archipiélago de Bocas del Toro’, en el caribe panameño; o ‘desembocadura del río Mono’, en el sur de Benin (país africano, reino del vudú), o ‘nacimiento del río Mundo’, algo tan cercano como la provincia de Albacete.
De este último quiere hablar hoy el viajero insatisfecho, que habitualmente os lleva a otras latitudes más exóticas, más lejanas, pero no siempre más interesantes y bellas. Hace muchos años oyó, por primera vez, hablar de este río y no precisamente en una clase de geografía o en una discusión acalorada de intelectuales hablando para escucharse ellos mismos. No. Fue a uno de esos vendedores ambulantes en una de las muchas fiestas veraniegas en la sierra madrileña. Defendía con pasión ‘su nacimiento del río Mundo’ como desconocido paraje pero de intrigante belleza. Allí, en aquel momento, hace años, quedó citado internamente con el lugar. Algún día lo visitaría.
El nacimientodel río Mundo se encuentra al sur de la provincia de Albacete en el Parque Natural de los Calares del Mundo y de la Sima que, unido al de las Sierras de Cazorla y Segura, sería uno de los parques más grandes de toda la Península Ibérica. El punto de partida para visitarlo podría ser Riópar, donde comenzaría la ruta. Muy fácil de alcanzar este punto natural siguiendo las señales que en uno de los cruces aparecían tan visibles como evidentes.

Desde Madrid podría ser perfectamente una excursión de dos días, haciendo noche en Riópar o alrededores. Como así fue. Una vez allí, aproximarse al nacimiento no era una dura o estrafalaria experiencia africana. Más bien algo sencillo aunque, en aquellos momentos, una vez dejado el coche en el parqueo autorizado (después de pagar su importe en uno de los cruces de la carretera), aún se oía los ecos de muerte en aquel paraje con grandes peñascos tan apropiado para emitir sonidos naturales. Sí. Hacía no muchos días, quizás menos de un mes, uno de los visitantes caía al vacío al apoyarse en una inestable baranda; en una de las muchas que protegían la senda o el camino.
Desde el aparcamiento, un tranquilo paseo entre pinos y arbustos llevaba a las primeras y diminutas piscinas que el agua iba formando en las cavidades del suelo rocoso. Poco a poco, por un sendero marcado, se iba ascendiendo hasta quedarse frente a la inmensa montaña de roca. Entre el ramaje de los árboles y las irregularidades del terreno se veían ya cerca los chorros de agua que regurgitaba la roca. El sendero iba abocando al curioso visitante a los ojos de la cascada para contemplar de cerca su nacimiento. Aquél día, aproximarse estaba prohibido por multitud de avisos y tiras de colores que lo impedían. La guardia civil y los guardas del parque natural descartaban el acceso mientras durara la investigación del triste suceso, de aquella inesperada muerte, y se repararan con esmero las, en algunos casos, endebles barandas de protección.
Fotos y más fotos al entorno. Exaltaciones sobre la belleza. Profundos suspiros de relax. No era un día especialmente cargado de visitantes pero era necesario esquivar algún pequeño grupo familiar. El sol no molestaba y alguna nube anunciaba tormenta. Con la parsimonia de aquel que nada tiene que hacer y la lentitud del que no tiene prisa, el mochilero y su amiga descendieron admirando todos los recovecos de tranquilidad que aquel singular rincón ofrecía de manera natural. Altruista.
Recomendado queda.

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