La playa el Toro, en Pedasí (Panamá), merecía una visita tranquila, reposada, matinal y sin prisas. Tenía unos dos kilómetros de costa con arena amarillo/parda y completamente rodeada por una loma baja, casi sin vegetación.
Llegó hasta ella una mañana de enero, con el sol fuerte pegando en su ya brillante cráneo y escasa cabellera. Allí encontró, después de caminar una larga media hora desde el pueblo, un simpático personaje. Panameño, bohemio asentado, defensor y conocedor del lugar, con movimientos propios de propietario que imprimía a la extensa y solitaria playa un halo de seguridad. Sin palmeras, tenía ésta algunos incipientes árboles panamá que daban ligera sombra. Bajo uno de estos, y algún que otro despistado matorral, tenía su precaria residencia Arturo Cabezas, el ‘quijote’ de Playa el Toro, llena de bártulos, trajes de baño olvidados, flotadores, sacos de dormir colgados, chanclas usadas, cachivaches, trozos de redes de pesca en las ramas, fósiles, ‘achiperres’, neveras de plástico, colchonetas, cuchillos, platos de aluminio, leña a medio quemar, restos de comida reciente, y no tanto,….
Hablar con él era un verdadero gusto, tenía esa sabiduría bohemia, temple de extemporáneo hippie y simpatía de personaje feliz. Ofrecía la morada en la arena como propia (y propia era, hasta que algún complejo turístico, ya en ciernes, le rompa su encanto) y compartía sus enseres con calor y amistad. Pasó este viajero insatisfecho parte de la mañana tirado en su modesta hamaca, escuchando más que hablando de la vida en general. Fue su amigo temporal (junto con dos rapaces que se dedicaban a pescar, y una pareja -habitual, decían-) y disfrutó de su filosofía vital como si fuera un bohemio más.
Llegó hasta ella una mañana de enero, con el sol fuerte pegando en su ya brillante cráneo y escasa cabellera. Allí encontró, después de caminar una larga media hora desde el pueblo, un simpático personaje. Panameño, bohemio asentado, defensor y conocedor del lugar, con movimientos propios de propietario que imprimía a la extensa y solitaria playa un halo de seguridad. Sin palmeras, tenía ésta algunos incipientes árboles panamá que daban ligera sombra. Bajo uno de estos, y algún que otro despistado matorral, tenía su precaria residencia Arturo Cabezas, el ‘quijote’ de Playa el Toro, llena de bártulos, trajes de baño olvidados, flotadores, sacos de dormir colgados, chanclas usadas, cachivaches, trozos de redes de pesca en las ramas, fósiles, ‘achiperres’, neveras de plástico, colchonetas, cuchillos, platos de aluminio, leña a medio quemar, restos de comida reciente, y no tanto,….
Hablar con él era un verdadero gusto, tenía esa sabiduría bohemia, temple de extemporáneo hippie y simpatía de personaje feliz. Ofrecía la morada en la arena como propia (y propia era, hasta que algún complejo turístico, ya en ciernes, le rompa su encanto) y compartía sus enseres con calor y amistad. Pasó este viajero insatisfecho parte de la mañana tirado en su modesta hamaca, escuchando más que hablando de la vida en general. Fue su amigo temporal (junto con dos rapaces que se dedicaban a pescar, y una pareja -habitual, decían-) y disfrutó de su filosofía vital como si fuera un bohemio más.
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