29 de julio de 2007

444 escalones

444 escalones (¡qué casualidad!) son muchos para subirlos en una habitual jornada de calima ribereña, en periodo de canícula con un sol abrasador, y un mediodía cualquiera después de un largo paseo. Pero éstos son los peldaños, fielmente numerados, que hay que ascender para poder llegar y visitar el faro de Guayaquil (Ecuador) en el cerro de Santa Ana, la zona más segura, según mi libro-guía, de toda la ciudad. El turismo -como tantas veces se ha dicho- tira y la oficina municipal no quiere problemas.
Es dinero, es “pasta”.
El caso es que se asciende (uno, dos, tres, cuatro,….) por unos serpenteantes callejones de escaleras bajo la mirada, de trecho en trecho, de los uniformados vigilantes de seguridad. La zona (treinta, treinta y uno, treinta y dos,…) esta muy cuidada y los lugares de relajación viajera (bares, restaurantes, tiendas,…) circundan la zona a cada paso.
Este viajero subía como un fantasma (cien, ciento uno, ciento dos,…) sin atender a bares, ¡qué raro!, restaurantes o tiendas, que iba dejando atrás con cierta displicencia. Las casas pintadas en variedad de colores hacen del entorno un lugar singular (doscientos veinte, doscientos veintiuno, doscientos veintidós,….), aunque esta peculiar característica se puede disfrutar en algún otro país, sobre todo tropical. Después del agotador paseo, se llega al fortín del Cerro rodeado de cañones (…., y cuatrocientos cuarenta y cuatro) que, en su día, se utilizaron para defender la ciudad de desalmados piratas.
Desde lo alto, una vez traspasado el peldaño “cuatrero”, la ciudad -con su Malecón 2000- y el río Guayas, a los pies.

26 de julio de 2007

Engaños turísticos

Me repelió el lugar. Pero alguien se preguntará entonces ¿por qué lo visitaste?. Pues -respuesta- hasta que no lo visité no lo sabía, pero después de hacerlo me puedo permitir el lujo de decir: NO.
Esto se podría extender a todo Hong-Kong, aunque de lo que yo estoy hablando es de un determinado lugar de esta gigantesca urbe. “Que ¿cómo se llamaba?”, pues no lo recuerdo, pero lo que si me pareció es que era un lugar de turisteo saca-perras, lamentable reconstrucción de un poblado chino, con menos, bastante menos, gracia que el “Pueblo español” montado en las laderas de Montjuic, en Barcelona.
¡Si al menos se pareciera!.
Si uno sólo visita aquella ciudad y quiere engañar a sus amiguetes (yo no lo hice) de que ha recorrido toda China, no tiene más que sacar veinte fotos desde diferentes perspectivas y parecerá que ha realizado el viaje mochilero de su vida por todo el territorio de Mao Tse-tung.
Alguien se preguntará “¿dónde esta?”, para no visitarlo. Huy, pues no lo tengo muy claro. Sé que se encontraba a las afueras de Kowloon, la parte continental de Hong-Kong que es, en su mayoría, una isla.
Nada más.

15 de julio de 2007

No se puede "refusar"

Hoy tocaba limpieza y reordenación de mi cuarto. En uno de los rincones polvorientos que abundan en tan ilustre habitáculo, me topé con la fotografía que adorna este “post”. No es otra cosa que una postal, enviada por un antiguo amigo francés al que conocí en Nosy Be, una pequeña isla cercana, muy cercana, a la gran isla de Madagascar.
La miré detenidamente -creo que el que me conozca no dudará de mi buen gusto- y la volteé para ver lo que mi amigo me contaba. Creedme, no recordaba absolutamente nada de lo que podría decir. Breve texto: “El tipo de regalo que no se puede ‘refusar’ (sic)”.
Me vino a la mente la charla que mantuvimos un lejano día en un bar playero de la isla Nosy Be. Hablaba perfectamente español y había despedido a su feísima mujer, o tal vez se había despedido ella -eran recién casados-, al hotel donde dormían, cuando comenzamos una larga conversación. Sobre ¿qué?. No recuerdo nada. Lo he borrado de mi memoria. ¿Por qué entonces me envió a posteriori esta postal?. No lo sé. ¿Por qué nos escribimos al regreso?. No lo sé. ¿Por qué dejamos de hacerlo?. No lo sé.
Únicamente, me vino a la cabeza el instante o la vivencia -que quiero compartir- al ver esta bella postal, o esta muchacha (¿Color café muy tostado? ¿Color ébano?), llena de polvo, encontrada en un rincón de mi cuarto.

12 de julio de 2007

Las 7 Maravillas del Mundo


Yo he pisado cinco (5):

  • La Gran Muralla (China).
  • Las ruinas de Petra (Jordania).
  • El Cristo Redentor (Brasil).
  • Machu Picchu (Perú).
  • El Taj Mahal (India).

¿Y qué? ¿Por eso debería ser un viajero satisfecho? Pues no. No me importó mucho el cacareado certamen de la elección en Lisboa, no me importó su transmisión televisiva y no me importó mucho que La Alhambra no fuera elegida (ver fotografía).
Este proyecto, creado por la mano del astuto Bernard Weber, funcionó de manera privada. La UNESCO ya se desmarcó en su momento de lo que supone “una campaña mediática" para generar turismo.
¿Mercadotecnia? De todo un poco, o un mucho.
Pero nada que ver con mi interés por los viajes. Nunca pretendí deslumbrarme con las maravillas del mundo, aunque al acercarme por el país no pude dejar de pisarlas.
Serviría una reivindicación que hice hace muchos años: Mi particular indiferencia por las piedras, mi adoración por el camino, mi veneración por las gentes, por las razas, por los paisajes naturales y verdes y, en fin, por el sentimiento de viajar.
Nunca podré decir la frase, “Me encantaría morirme habiendo visitado las siete Maravillas del Mundo”.

10 de julio de 2007

Kaplan: el viajero en sentido anticuado

Al empezar a fraguar esta entrada, el viajero insatisfecho estaba leyendo al periodista judío Kaplan, Robert D. Kaplan, uno de sus inevitables personajes de ronda por el mundo mundial y conocedor de los entresijos de la persona y la naturaleza humanas. Y subscribió, al instante, una de sus afirmaciones que transcribe seguidamente:
Quería verme como un viajero en el sentido anticuado de la palabra. Un viajero acepta a la gente que le rodea y las cosas que le pasan. Nunca exige ni se queja; se limita a escuchar y observar (…)”.
A este mochilero le viene a la cabeza cuando pretendía conocer un pequeño pueblo a orillas del lago Malawi y las posibilidades de hacerlo eran únicamente esperar a que un desvencijado Land Rover hiciera acopio de pasaje, con lugareños, para comenzar así el trayecto de 30 kilómetros hasta esa villa ribereña.
En África, ese conocido sistema puede llevar a uno a viajar entre sacos apilados y gente más apilada aún, sentada -amontonada- en la caja de uno de esos viejos vehículos todoterreno.
En África, la espera es una filosofía de vida.
Y esperó. Largas horas, y aún así esperó. Ahora ante la frase de Kaplan se limita a sentirse orgulloso pues el viajero, en el sentido anticuado de la palabra, “nunca exige ni se queja”.
En este caso, espera.
Aún así, pagó un desorbitado monto de monedas -mucho más que los lugareños- por transitar por un peligroso camino entre montañas y ver, al girar una curva, el lago a lo lejos. Encontró un pueblo de pescadores, cuatro turistas mochileros emparejados a cuatro turistas mochileras y una playa de arena con secaderos de pescado en ella (ver fotografía).
Además, haciendo caso al autor judío, este solitario casi-trotamundos se limitó “a escuchar y observar”.


Copyright © By Blas F.Tomé 2007

8 de julio de 2007

Los viajes de "la caja-tonta"

El otro día, este viajero insatisfecho -ahora, en parada mochilera- estaba viendo el programa “En portada” de La 2. Un reportaje sobre las mujeres de la India le dejaba sobrecogido por su tratamiento y belleza argumental. Pretendía ahondar en la situación actual de las mujeres hindúes y lograba indignar al espectador más duro y experimentado. Baby Halder era esa serena mujer abandonada por su madre, obligada a casarse a los 12 años por su padre y maltratada por su marido. Una historia que ella recoge en el libro “Una vida menos ordinaria” y relata al periodista con una temperamental dignidad, seriedad de gestos y claridad de palabras.
Este vehemente mochilero interpretó, en el momento, esa experiencia contada ante una cámara, y transmitida por una televisión, como un viaje sin levantarse de su raído sofá de salón. Pero, no.
No. Las historias que emite “la caja-tonta” no son el viaje de viajero insatisfecho. Son,… otra historia, otra experiencia, otra forma de ver el mundo. Viajar, con una mochila al hombro, es -insisto- otra cosa. Es palpar uno mismo la realidad de cualquier lejano territorio; sentir el pulso humano de la persona que te aplasta en un desvencijado autobús de pasajeros; escuchar in situ la conversación de una pareja de labriegos; circular sin rumbo durante horas para terminar pedido en la maraña de calles de una ciudad desconocida; admirar cualquier ruina mirando al suelo, a veces, para evitar caer por el precipicio; observar el movimiento en los muchos mercados de abastos populares; descifrar el comportamiento del taxista que esta pidiendo una cantidad desorbitada por un trayecto ridículo; admirar al guía que le lleva a uno por la selva y advierte de los peligros. Es desentrañar, fotografiar, subir, pasear, pulular, pensar, bajar, andar ……, y, sobre todo, sorprenderse.

6 de julio de 2007

Los ancianos


Tenía los ojos ajados por el paso de los años; la piel que cubría sus órganos era rugosa y seca a la vez, aunque se adivinaba, bajo ésta, una mente despierta. Su pelo se veía cano, y sus escasos movimientos aún mantenían cierta gracia, afabilidad y benevolencia. Tenía una cara en la que se podía confiar”.
Esta descripción sirve para multitud de personas mayores -la misma para todas- que parecieran sacadas de una misma horma física y psicológica, y que he visto sentadas en los poyetes de sus casas, en los zaguanes, en sillas de madera raídas, en banzos o quijeros de caminos de diversos lugares y países.
Cuando vi a aquella anciana señora sentarse delante de mí, viajero solitario, en una de las sillas que rodeaban mi mesa, donde mantenía aún una cerveza fría, enseguida pensé que era una más de las muchas personas que atienden a esa misma descripción.
Y era verdad.
El por qué se sentó delante de mí y me habló sin parar en malgache (idioma de Madagascar), ni siquiera en su segunda lengua, el francés, que al menos hubiera entendido algo, fue y es para mí un misterio. La saqué una fotografía (ver), la invité a un trago que no aceptó, la escuché durante largo rato sin entender ni “papa”, y cuando creí oportuno me fui dejándola satisfecha, feliz, tranquila y -creo yo- pensando “estos blancos ¡qué raros son!”.

4 de julio de 2007

Un grito reivindicativo e ingenioso

En esta ocasión, el viaje es al mundo gay, Europride 2007. He viajado, si, dos veces a lo largo de estos años en este particular recorrido que montan tanto gays como lesbianas. Ambas, lo hice rodeado de mujeres, bueno, en esta ocasión no lo fue tanto pues únicamente me acompañaban dos. Así, no hay rodeo posible.
Quede claro que yo fui de viaje, no de manifestación. Durruti, desde el momento en que le coloqué en mi mente como ideal, me lo hubiera impedido.
Siempre suele concluir el día de este raro viaje, con el agotamiento que producen las masas, con el cansancio de las horas pasadas sufriendo la fuerte calima en la cabeza, con la frustración de no poder hacer la fotografía más llamativa y original (este año era imposible), con la escasez de momentos para una cierta independencia y con las típicas contradicciones de si es interesante la feria (¡perdón!) o todo es un juego de malabares. Fernando Delgado, periodista admirado por este viajero al “Euromaricón” -como llamó un amigo mío al evento- expresa, con su habitual buen hacer, lo siguiente:
Era una alivio ver el modo de expresar la libertad de su diferencia a unos ciudadanos que no iban contra nadie, ni siquiera contra quienes siguen yendo contra ellos”.
Exhibicionismo de cuerpos mutados con gracia, y a veces con cierta locura.
Llamativos gestos engañosos, puteros, desafiantes y atrevidos.
Fue un grito reivindicativo, un grito de ingenio, un grito de libertad y, sobre todo, de lucha.
Exabruptos, los mínimos.

2 de julio de 2007

El "viajero insatisfecho" olvida experiencias

Provoca una sensación rara saber que has visitado un lugar y no tienes especiales recuerdos de su paso. Me sucedió hace unos días al comentar con una querida “bloggera” sobre uno de sus “post” en relación con Kovalam Beach, en el sur de la India. Era tanta su pasión por este paradisíaco y perdido lugar que la “blog” que ha montado se apoda “Kovalam90”, en alusión al año en que descubrió su mítico lugar.
“Yo, no”, negaba así cualquier contacto con el lugar, cual “san pedro” ante su maestro, al conocer que estaba cerca de la ciudad de Trivandrum, donde mi avión había aterrizado. Si bien me sonaba lejanamente el nombre playero, no podría decir que había estado por allí. Ante una improbable posibilidad hice una consulta a mis “notas viajeras”, descubriendo con asombro que mi transitar por esa famosa playa, con fotografías incluso, había sido en 1995.
¡Me rindo!.
¿Y entonces? ¿Por qué había olvidado el lugar? La soledad viajera -donde las sensaciones, vivencias y experiencias son diferentes- es el único argumento que puedo tener. Para llegar a Kovalam Beach, hay que recorrer una carretera llena de mujeres y niños picapedreros que no se escapan a la curiosidad del turista. A mí no se me escaparon. En sus aguas se intercalan turistas, en bikini o bañador, con niños correteando y mujeres hindúes bañándose con sus saris de seda u otra vestimenta similar típica-tópica (ver fotografía), que tampoco se le escapa al extrañado viajero occidental. A mí no se me escapó.
Lo que si mi cabeza había olvidado, y que este pequeño impulso de mi querida “bloggera” me ha hecho recordar, es que disfruté de un agradable día de playa, sin tener conciencia entonces de que lo visto y disfrutado se me iba a escapar de la mente, como viajero insatisfecho.
¡Una pena!.