24 de noviembre de 2018

Castillo de San Felipe Barajas / Cartagena de Indias

Castillo de San Felipe Barajas, tomado desde la entrada

Aunque Cartagena/vieja era de por sí una fortaleza, había otras fuera de la ciudad, como era el caso del Castillo de San Felipe Barajas. Desde la ciudad, se veía a lo lejos, tampoco muy retirado pero si era necesario atravesar un barrio hasta llegar a él. En esta ocasión, el viajero insatisfecho y su amiga decidieron visitarlo en un día de fuerte calor, con ‘un sol de justicia’ (¡que expresión más majadera!, pero aún así no se resiste a utilizarla) cayendo sobre sus cabezas. Habían comido en Bocagrande, aunque únicamente como disculpa para conocer la zona playera, célebre en ciertos ambientes turísticos casi añejos. En la sobremesa, con el sol plano, tomaron un taxi para acercarse al lugar y realizar la visita.
Desde la entrada, donde había que ‘aflojar el bolsillo’, hasta lo alto del castillo, había un acceso de piedra, una subida limpia, sin sombras, terrorífica con el sol pegando fuerte y más pareciera que los visitantes tuvieran ganas de padecer un golpe de calor que realizar una tranquila excursión cultural.
Aquella fortaleza databa del siglo XVII, aunque en el XVIII se acometió una gran ampliación. No extrañaba, pues era el bastión más imponente jamás construido por los españoles en todas sus colonias. “Realmente inexpugnable -decía el libro/guía-, nunca fue conquistado a pesar de los numerosos intentos por asaltarlo”. Ya veía, en la imaginación, al famoso corsario inglés Francis Drake intentándolo. Una apreciación errónea pues el corsario por aquella época de su construcción ya llevaba casi un siglo ‘criando malvas’.
El complejo sistema de túneles, construidos para la distribución segura de provisiones, era una de los elementos más conocidos del famoso castillo por lo que entraba en todos los pronósticos el hecho de recorrerlos. Eran de fácil acceso y sencillo recorrido, unos más cortos que otros, unos en diferente nivel que otros, pero todos cumpliendo la misión de facilitar la comunicación interior entre puntos estratégicos. Desde todos los emplazamientos se veía una impresionante bandera colombiana que ondeaba, entonces, ayudada por la escasa brisa. Y aún quedaban algunos cañones, antiguos cañones de defensa, repartidos por todo el recorrido. Con ellos, la fortaleza parecía cumplir en aquel instante la misión para la que había sido creada hacía siglos.
Imaginaciones viajeras.
Bandera colombiana ondeando en el castillo

Al mochilero, pertrechado como iba de su habitual gorra multiusos, no le pareció muy agotadora la visita, una vez metido en ella. Desde la parte más alta se podía contemplar la ciudad cartagenera en toda su amplitud; la bahía de las Ánimas que llegaba hasta la misma puerta del Reloj; la entrada de Bocachica y el Fuerte de San Fernando, e incluso la famosa zona playera de Bocagrande, un poco abandonada, por cierto, aunque de predecible crecimiento en un cercano futuro.
Entre lo que desde allí se veía y ese dejarse llevar por los sueños aventureros hacían más que placentero aquel lugar. También, como no, una agradable brisa marina contribuía al bienestar corporal desde el observatorio donde estaban, en lo más alto del Castillo de San Felipe Barajas.
Parte alta del Castillo de San Felipe Barajas

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10 de noviembre de 2018

Salento y el valle de Cocora

El volcán Cerro Machín [a la izquierda, la ladera del cráter; el previsible cráter, la zona baja]

Tanto monta, monta tanto…”. Con esta cacareada expresión inicial quería dejar claro que ambos lugares, por su cercanía, transitaban unidos en el imaginario viajero. Cuando se hablaba de uno (Salento) también se refería el otro (valle de Cocora). Según pasaban los días en Colombia, en la mente del viajero insatisfecho se iba dibujando ya el trayecto completo del viaje. Parecía claro que Salento era uno de los últimos lugares a visitar. Un destino que sonaba y sonaba en todos los corrillos de turistas y, como consecuencia, según se comprobó (el a-b-cedario de estos corrillos era muy simple), estaba cargado de gente. Gente que pareciera querer ver lo mismo, contar lo mismo, sentir lo mismo, apreciar lo mismo y volver a sus casas con lo mismo: el valle de Cocora, territorio de las palmeras vela.
¡Qué aburrido!.
Nada más pisar esta población colombiana se daban cuenta de lo evidente: había mucha población foránea, visitantes ufanos por descansar, o pasar el tiempo, o montar a caballo, o hacer peligrosas bajadas con bicis de montaña por caminos, sendas y trochas,…. No saben.
Cuando una población se ponía de moda ¿por qué lo hacía? En este caso, no era posible vislumbrar todas circunstancias o motivos. Sin duda, uno de los motivos era el bello paisaje, aunque bellas montañas y valles había muchos en Colombia. Quizás, fuera el valle de Cocora que aparecía en todas las guías, informaciones y en todos los blogs conocedores de la realidad colombiana. Un valle -debía de ser un valle- de belleza singular o extrema, las fotografías así lo constataban.
Al final, una vez tomada la decisión, el itinerario para el día siguiente sería otro. Nada de visitar al famoso valle, y sí un largo trayecto por un estrecho camino para conocer el volcán Cerro Machín. Este volcán no era tal, no enseñaba lava, ni erupcionaba fuego de sus entrañas pero, según todos los vulcanólogos, mantenía gran actividad interior, a la espera de que un día explosionara con la fuerza que lo hacían estos fenómenos. Ahora únicamente se vislumbraba la forma de un antiquísimo cráter, sus paredes y su tapón montañoso. Por todo ello, por todos estos parajes pasearon acompañados del joven conductor/guía que les acercó. Cuando este insólito tapón en un futuro se desestabilice, se convertirá, según previsiones, en uno de los volcanes más desgarradores del mundo. Su actividad interior, medible, parecía ser potente y brava.
Pero, como ocurría en muchas ocasiones, en las excursiones no siempre lo más chocante o llamativo era el destino sino que lo interesante podía estar en el trayecto.
Y fue el caso.
En primer plano, las palmeras vela

Antes de llegar al Cerro Machín, se pasaba por una pequeña población, Toche, encantador pueblo a orillas de un río. Perdido en el valle; cuidado, muy bien cuidado; lugar de paso y breve estancia; rodeado de fincas con cultivos por sus laderas, inclinadas en exceso; laderas con guisantes -arvejas, para los colombianos-; niños peleándose entre modernos columpios, y una pequeña casa de comidas. Ah, muy importante, y cerveza ‘Águila Colombia’ muy fría.
Pueblo rodeado de un territorio natural de excepcional tranquilidad. ¿Allí se podría vivir?.
Bosques de palmeras vela, de camino al volcán Cerro Machín

Pero en aquel trayecto en 4x4, que se desenvolvía lento en las subidas y lento en las bajadas con aparente total seguridad, algún precipicio generaba, a veces, desazón en los cuerpos. Subidas y bajadas por un camino que transitaba por un paisaje espectacular. Laderas de montañas repletas de palmeras vela que daban al trayecto una estética especial. Solitarias granjas de vacas y caballos que pastaban por aquellas casi imposibles laderas. Granjas que a veces se veían en la lejanía, rompiendo la uniformidad del verde pasto que todo lo rodeaba. Y estaba la granja de ‘El galleguito’ o ‘La carbonera’, y muchas otras que no recuerda su nombre. Y estaban las palmeras vela, con sus casi 60 metros de altura, agrupadas unas, solitarias otras, que daban al paisaje un aire peculiar. En laderas con limpio pasto surgían éstas como cirios maleables por el viento. Cada valle con su tonalidad de verde; cada ladera con sus matices de colores dependiendo del brillo del sol.
Un recuerdo especial para los colibríes de la finca ‘La carbonera’, donde mostraron sus artes, su pico alargado, su estático vuelo (o hacia adelante, o hacia atrás) a los visitantes que no paraban de fotografiar. Otra especial mención para el agua de panela con queso, un rico tentempié a media mañana.
Sin duda, este ‘post’ debería haberse titulado: “Al final, el volcán Cerro Machín”.
Los colibríes, en la finca de 'La carbonera'

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