Descendieron por la escalerilla que acababan de
colocar los operarios en la escotilla del avión. El viajero Insatisfecho pisaba tierra de Isla Mauricio. Desde allí hasta
la terminal, todos en fila india por el asfalto cruzando rayas blancas y rojas
que pedían ya una mano de pintura. Miraba hacia adelante y hacia atrás y se
sentía desubicado. Nada que ver con su habitual entorno. La mayoría eran negros
y varios de ascendencia hindú, o eso parecía. Algunos blancos, que daba la
sensación de venir de vacaciones, hablaban un francés bastante fuerte, y se
interrumpían unos a otros. Un tropel.
Estaba muy cerca y hubiera sido injustificable
un transporte en bus hasta el edificio central. Aquellos pocos pasos por la
pista sirvieron para desentumecer un poco los pies y las piernas después de la
prolongada sedestación; sentir la sensación de un nuevo clima para el débil
cuerpo, y cerciorarse de que todo iba a cambiar. Con cierta intranquilidad y
medianamente vigorizados se internaron en las salas de la terminal.
Jean-Marie Gustave Le Clézio había ‘dado a luz’ su
libro ‘La cuarentena’. Este escritor nobel francés quería dejar su impronta en
este relato histórico, como había señalado en una de las entrevistas
publicadas. Sin duda, una ambigua promoción del libro que escribió como una
búsqueda obsesiva de sus orígenes. A qué si no se embarcaba el protagonista, Jacques
Archambau, en el Ava, junto a su
esposa Suzanne y su hermano Léon, con destino a su tierra natal, Isla Mauricio. Debe recordar que la familia originaria de Le
Clézio era mauriciana, y el protagonista era, en realidad, el alter ego del escritor. Cuando llegasen
allí, los tres, pero sobre todo Jacques, se imaginaban un futuro próspero,
instalados en el clan familiar que, con anterioridad, había expulsado a su
padre.
Durante
el trayecto, son declarados varios casos de cólera en el Ava, y tanto los pasajeros blancos como los indios que emigraban en
él, se vieron obligados a desembarcar en una isla próxima a Mauricio, la isla
Plate, donde deberían pasar la cuarentena. Allí, tanto los indios que iban
contratados para la recolección de caña de azúcar unos como los otros pasajeros,
serían prácticamente abandonados a su suerte, convirtiéndose la isla en una
prisión en la que cada uno luchaba por su propia supervivencia, mientras esperaban
la llegada del barco que les trasladase definitivamente a isla Mauricio.
A los
pocos días, un momento de esperanza cuando apareció el barco de los servicios
de sanidad, cercano a la orilla. Pero duró poco.
“Siento un
estremecimiento por todo el cuerpo, porque también es un canto, una música, un
grito de furia y un lamento. El oficial de sanidad que esperaba en cubierta en
medio de sus hombres –se le distingue perfectamente por la blancura cegadora de
su uniforme- acaba de tomar la decisión de zarpar. Los marineros levan el
ancla, que va subiendo por la roda, y el oficial entra en el castillo de popa
para dar la orden de zarpar […]. Han comprendido que el guardacostas se volvía
por donde había venido, que nos abandonaba a todos a nuestra suerte”.
Entre todo este entramado
de situaciones, pasiones y recelos, se entrelaza la historia de amor entre León
y Suryavati, una joven india que había llegado a la isla Plate con
anterioridad. Allí, reina la paz y tranquilidad universal. La isla, con unas
pocas hectáreas de terreno, es la más plana, y al no disponer de altura, se
encuentra en peligro de inmersión debido al aumento histórico del nivel del
mar. Una erupción volcánica la sacó a flote, la propia naturaleza
-posiblemente- la arrastrará hasta la desaparición.
En
la actualidad, es una de las mejores estancias, lejos del rutinario mundo
mauriciano, íntima y con un aroma absolutamente tropical. Aunque tiene, eso sí,
uno de los pocos faros en funcionamiento de Mauricio y un cementerio, testimonio
de la utilización de la isla como una estación de cuarentena durante el siglo
XIX.
Nada
que ver esta narración ‘lecleziana’ con
la historia del mochilero leonés. Nada que ver con su llegada a la isla que se
desenvolvió con toda la normalidad. En el aeropuerto de Sant Louis, la capital,
debe pasar unas horas de espera, pero nada que ver con una cuarentena y, menos,
una cuarentena por cólera. Le asusta esta despiadada enfermedad de la que tan
poco se sabe, únicamente su capacidad mortífera, aniquiladora y unida a la
miseria.
En cambio, Jacques
Archambau y su familia sufrieron aquella despiadada reclusión, llena de
situaciones límite y no exenta de peligros y tribulaciones.
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