23 de junio de 2020

Viaje inventado, a raíz de ‘La cuarentena’, de Le Clézio



Descendieron por la escalerilla que acababan de colocar los operarios en la escotilla del avión. El viajero Insatisfecho pisaba tierra de Isla Mauricio. Desde allí hasta la terminal, todos en fila india por el asfalto cruzando rayas blancas y rojas que pedían ya una mano de pintura. Miraba hacia adelante y hacia atrás y se sentía desubicado. Nada que ver con su habitual entorno. La mayoría eran negros y varios de ascendencia hindú, o eso parecía. Algunos blancos, que daba la sensación de venir de vacaciones, hablaban un francés bastante fuerte, y se interrumpían unos a otros. Un tropel.
Estaba muy cerca y hubiera sido injustificable un transporte en bus hasta el edificio central. Aquellos pocos pasos por la pista sirvieron para desentumecer un poco los pies y las piernas después de la prolongada sedestación; sentir la sensación de un nuevo clima para el débil cuerpo, y cerciorarse de que todo iba a cambiar. Con cierta intranquilidad y medianamente vigorizados se internaron en las salas de la terminal.
Jean-Marie Gustave Le Clézio había ‘dado a luz’ su libro ‘La cuarentena’. Este escritor nobel francés quería dejar su impronta en este relato histórico, como había señalado en una de las entrevistas publicadas. Sin duda, una ambigua promoción del libro que escribió como una búsqueda obsesiva de sus orígenes. A qué si no se embarcaba el protagonista, Jacques Archambau, en el Ava, junto a su esposa Suzanne y su hermano Léon, con destino a su tierra natal, Isla Mauricio. Debe recordar que la familia originaria de Le Clézio era mauriciana, y el protagonista era, en realidad, el alter ego del escritor. Cuando llegasen allí, los tres, pero sobre todo Jacques, se imaginaban un futuro próspero, instalados en el clan familiar que, con anterioridad, había expulsado a su padre.
Durante el trayecto, son declarados varios casos de cólera en el Ava, y tanto los pasajeros blancos como los indios que emigraban en él, se vieron obligados a desembarcar en una isla próxima a Mauricio, la isla Plate, donde deberían pasar la cuarentena. Allí, tanto los indios que iban contratados para la recolección de caña de azúcar unos como los otros pasajeros, serían prácticamente abandonados a su suerte, convirtiéndose la isla en una prisión en la que cada uno luchaba por su propia supervivencia, mientras esperaban la llegada del barco que les trasladase definitivamente a isla Mauricio.
A los pocos días, un momento de esperanza cuando apareció el barco de los servicios de sanidad, cercano a la orilla. Pero duró poco.
Siento un estremecimiento por todo el cuerpo, porque también es un canto, una música, un grito de furia y un lamento. El oficial de sanidad que esperaba en cubierta en medio de sus hombres –se le distingue perfectamente por la blancura cegadora de su uniforme- acaba de tomar la decisión de zarpar. Los marineros levan el ancla, que va subiendo por la roda, y el oficial entra en el castillo de popa para dar la orden de zarpar […]. Han comprendido que el guardacostas se volvía por donde había venido, que nos abandonaba a todos a nuestra suerte”.
Entre todo este entramado de situaciones, pasiones y recelos, se entrelaza la historia de amor entre León y Suryavati, una joven india que había llegado a la isla Plate con anterioridad. Allí, reina la paz y tranquilidad universal. La isla, con unas pocas hectáreas de terreno, es la más plana, y al no disponer de altura, se encuentra en peligro de inmersión debido al aumento histórico del nivel del mar. Una erupción volcánica la sacó a flote, la propia naturaleza -posiblemente- la arrastrará hasta la desaparición.
En la actualidad, es una de las mejores estancias, lejos del rutinario mundo mauriciano, íntima y con un aroma absolutamente tropical. Aunque tiene, eso sí, uno de los pocos faros en funcionamiento de Mauricio y un cementerio, testimonio de la utilización de la isla como una estación de cuarentena durante el siglo XIX.
Nada que ver esta narración ‘lecleziana’ con la historia del mochilero leonés. Nada que ver con su llegada a la isla que se desenvolvió con toda la normalidad. En el aeropuerto de Sant Louis, la capital, debe pasar unas horas de espera, pero nada que ver con una cuarentena y, menos, una cuarentena por cólera. Le asusta esta despiadada enfermedad de la que tan poco se sabe, únicamente su capacidad mortífera, aniquiladora y unida a la miseria.
En cambio, Jacques Archambau y su familia sufrieron aquella despiadada reclusión, llena de situaciones límite y no exenta de peligros y tribulaciones.



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6 de junio de 2020

Grand Bassam, la despedida

Una de las casas coloniales de Grand Bassam más fotografíada

¡Qué complicado era llegar a una ciudad de noche en el África profunda! En esta ocasión, llegaba a Abidján, a la terminal de transportes de UTB Gare Adjamé, procedente de la ciudad de Sassandra. Llegaba de noche, cansado, con su deficiente francés y allí sabía que tendría que coger otro medio de transporte para ir a Treichville, donde un minibús le acercaría a Grand Bassam. La noche, el cansancio, la lluvia que descargaba entonces, y el desconocimiento complicaba cualquier movimiento del viajero insatisfecho. Menos mal que la buena gente ayuda, guía o indica. Acompaña, incluso, si fuese preciso.
Y llegó, de noche, a la terminal de transportes de Grand Bassam con la única idea de que alguien le indicara donde se localizaba el hotel que él quería, venía en su guía-Lonely. Pero, añadiendo más incertidumbre al tema, ningún taxista conocía el hotel. En vista de lo cual, sólo sugirió le llevaran a un hotel diferente ‘n’est pas cher’ (barato).
Durmió, nada más.
Se levantó pronto con la intención de localizar, ya de día, otro lugar para las dos noches más que le restaban. Buscó, paseó, inspeccionó otros hoteles baratos y al final cuando estaba a punto de desistir, y visitaba el cementerio de la localidad, frente a éste y al lado de la playa, encontró su lugar ideal. Un hotel para turistas, pequeño, limpio, vacío y con manager con ganas de enganchar cliente para una de sus pocas habitaciones. El individuo le preguntó sobre cuánto estaba dispuesto a pagar, le soltó la cantidad y aceptó.
No se lo podía creer.
Un precioso hotelillo playero, con una pequeña terraza también playera y buenas cervezas frías que le aseguraban un buen final para el viaje a Costa de Marfil.
Casa colonial
Casa de los artistas / Maison des Artistes

Grand Bassam, capital colonial francesa de Costa de Marfil hasta la epidemia de fiebre amarilla de 1896, estaba ubicada en la desembocadura del estuario del río Comoe. Fue un importante centro administrativo y judicial, además de ser puerto comercial, hasta que se construyó el muelle de Abidján, en los inicios del siglo XX. Su actual zona, como Patrimonio de la Humanidad, cubría la parte colonial histórica de la ciudad, ahora pueblo de pescadores típico africano, asentado en una península de arena que separaba una laguna costera del Océano Atlántico. ‘Esto es agua dulce, aquello es agua salada’, afirmaba aquel simpático joven, señalando un punto cercano detrás de uno de los edificios coloniales.
Después de su época dorada, la ciudad se desvaneció y se convirtió en un remanso tranquilo, con sus edificios coloniales olvidados, abandonados a su suerte y a su falta de mantenimiento. Así permanecían cuando este leonés paseó por sus calles llenas de historia y escombros en pie. Sólo un pequeño número había sido restaurado, el resto de los edificios estaban ennegrecidos, incluso en alguno de ellos las plantas crecían a sus anchas y las raíces se agarraban obsesivas a las piedras de construcción a gran altura del suelo. Otros, se encontraban envueltos en una exuberante vegetación. Así abandonados, aún se veían sus pórticos con columnas, amplias terrazas y balcones, con sus ventanas cerradas pudriéndose al sol.
En la actualidad, era la playa de arena, el sol atlántico y la generosa temperatura lo que atraía a los visitantes de la ciudad. No les tentaba la ‘Casa de los Artistas’, semiocupada por algunos creadores, y en este caso, bien ocupada; ni el antiguo Palacio de Justicia, casi derruido, o las aristocráticas casas coloniales francesas, que aún se mantenían con dignidad, aunque con podredumbre, en pie.
Un domingo, los jóvenes locales, de playa; el resto de los días, vacía


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