Playa de Monogaga y la mochila viajera
Se
pasó todo el día en la playa de Monogaga. Era la primera
vez que pisaba una playa después de casi veinte días en Costa de Marfil. No lo
hizo por las ansias de tomar el sol o pisar la arena que, normalmente, odia
hacer, sino por conocer aquel destino fuera de toda ruta y alejado
relativamente de la civilización.
Pero
no era una playa solitaria pues cerca de donde rompían las olas multitud de
rudimentarias casas de pescadores encontraban allí su sitio. Constituían una
especie de comunidad o pueblo de pescadores acostumbrados, quiso pensar, a las
visitas de foráneos pero, en todo caso, a pocas visitas. En su día, según le
dijeron, hubo un pequeño hotel turístico (hotelito,
diría) entre unas cuantas palmeras, con la playa al frente y selvática
vegetación por detrás, pero había cerrado -temporalmente- por falta de concurrencia.
Y esa sensación daba cuando pasó delante de él: cerrado de manera transitoria
pero ¿cuánto de transitoria?
Muy
difícil mantener o fortalecer el turismo en aquella zona pues, en un área de
sesenta kilómetros a la redonda, las carreteras eran infernales, llenas de
baches que las lluvias habían convertido en profundos obstáculos para la
circulación. Además, desde el cruce de la carretera principal hasta la propia
playa, había un camino, más bien vereda para motos y algún arriesgado
taxi-compartido que se acercaba al lugar.
Uno
de aquellos taxis tomó el viajero
insatisfecho en la portuaria y ruidosa ciudad de San Pedro, dispuesto a pasar un día de merodeo, curioseo y en plan
indagador. Allí le dejó el taxi alrededor de las once de la mañana, después de atravesar
otros dos poblados donde fue descargando clientela, paquetes y bultos. Sobre
las cinco de la tarde prometió regresar para llevarle de nuevo a San Pedro. Una especie de ruta regular
(a la africana, pues podía fallar) que le llevaría de nuevo a ‘la
civilización’.
Al
descender, su primer curioseo fueron los coloridos botes allí varados, a la
espera de salir a la mar. Luego se lanzó a un lento paseo por la orilla. Del
océano, en este caso. El final de la playa se veía a lo lejos y, hasta allí, se
propuso llegar. Dos o tres casas, de aspecto turístico, una de ellas, el hotel,
fue dejando atrás al amparo del ruido de las olas. Un joven dentro del agua -le
llegaba a la cintura- lanzaba una red circular, con la esperanza de enmarañar
algún pescado descuidado. Un pequeño grupo de aburridos jóvenes estaban
tumbados en una de las abandonadas casas playeras. Del interior de la
vegetación, lo vio a lo lejos, otro joven salió dispuesto a llevar al mar una
pequeña piragua allí varada, una de esas piraguas elaboradas de un solo tronco,
toda ella decorada con motivos del Barça, sus colores y escudo. Al final de la
playa, donde aquel espigón rocoso se internaba en el mar, un pequeño arroyo o
riachuelo lanzaba sus aguas al calmo océano. Se sentó en una barca allí varada a
observar el agua, la brisa y a aquella solitaria piragua alejarse en el
horizonte.
Momentos
de tranquilidad y reposo difíciles de pagar.
Volvió
sobre sus pasos hacia las casas de pescadores y se alejó hacia el otro extremo
de la playa con evidente holganza y dejadez. El tiempo transcurría lentamente
en aquel solitario paraje. Nada que hacer más que pasear y apreciar la
singularidad del lugar.
Un
joven motorista, aparecido de no sabe dónde, se ofreció para acercarle al cruce
de la carretera que distaba al menos 15 kilómetros y hacer este trayecto por
una elevada cantidad de dinero. Era hora de regresar. Como la playa de Monogaga ya estaba vista
decidió aceptar previo regateo. El muchacho olía en exceso a bebida, pero su
simpatía alcoholizada contrarrestaba el mal efecto. Le dijo que accedía, si
subía y bajaba aquellas pendientes que había observado al venir, despacio (‘moló-moló’), sin prisas ni acelerones
gratuitos.
‘Moló-moló’ (poco a poco) repetía insistente el muchacho cuando la pendiente era
descendente y el mochilero (de paquete) le tiraba hacia atrás para que fuera más despacio. ‘Moló-moló’, ‘moló-moló’, recordará siempre al evocar aquella lejana playa de
Costa de Marfil.
Coloridas barca en la playa de Monogaga
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