23 de septiembre de 2011

La incertidumbre en el viaje

Las principales preocupaciones de un viajero novato (llámese turista, obrero vacacional, trashumante o mochilero) no son tanto los problemas básicos (por ejemplo, conseguir agua en un país desconocido o buscar la bus-station necesaria) como las zozobras e inconvenientes indeterminados. El viajero novicio se preocupa menos por los peligros visibles (el leopardo lejano que le pueda atacar) que de las amenazas vagas e inconsistentes que puedan surgir en el momento más insospechado y contra las que no está suficientemente protegido.
Y lo dice aquí, en estas líneas, por haberlo sufrido en sus carnes.
Un elemento impredecible puede ser objeto de desánimo para el viajero principiante tanto o más que los supuestos peligros o revueltas ciudadanas violentas conocidas que -supongamos- ocupan las portadas de los diarios en aquel determinado lugar a visitar.
El desconocimiento del idioma, en concreto, añade a ese desánimo un cierto halo de tremendismo y desesperación. No se encuentra seguro si no sabe, o mejor dicho, si no puede explicar su problema o la solución a éste. Por ejemplo, no le preocupa la revuelta violenta en sí misma sino más bien cómo convencer al que pretenda abofetearle con una porra que él no pertenece a esa movilización sino que es un visitante que pasaba por allí. El nerviosismo en los preparativos del viaje tiene, en la mayoría de los casos, su origen en el desconocimiento de la lengua del sitio que se pretende recorrer y al que se pretende enfrentar. En definitiva, la propia incapacidad para protegerse a sí mismo de esa incertidumbre e intranquilidad.
Desasosiego muy cercano en el recuerdo de este viajero insatisfecho.


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14 de septiembre de 2011

Surcando aires en la playa de Patong

Cuando al atardecer, casi crepúsculo, en la playa de Patong, Phuket (Thailandia), uno de los ‘ganchos’ le animó a ascender en lo que llamaban ‘paragliding’/parapente por un módico precio de bahts (moneda local), no lo pensó dos veces. Llevaba más de media hora observando cómo se ejercitaban los más atrevidos, o con más dinero disponible, y sentía cierta sana envidia y ansiedad.
El sistema era sencillo. Pertrechado de un fiable[?] arnés, atado a un particular paracaídas y unido por un cable a un potente bote, el viajero insatisfecho ascendía arrastrado por la fuerza y la velocidad del aparato [pronto dejó de oír el ronquido del motor] llevando ‘por paquete’ a un chaval thailandés que hacía las veces de piloto acrobático, sin arnés ni artilugio que le uniera al parapente. Ya en el aire, unas veces el muchacho entrelazaba sus pies al cuerpo de este leonés, otras se sentaba ligeramente en el cuello, como apoyo, y las más se suspendía de las cuerdas para, con aquellos movimientos y posturas, guiar a su antojo aquel débil aparato volador.
Desde las alturas [unos cinco minutos], apenas le dio tiempo a presenciar una preciosa puesta de sol en el horizonte del mar de Andamán, a ser consciente de la altura a la que volaba, como si se tratara de un buitre leonado (o leonés), y a no percibir descarga de adrenalina alguna ante aquel apacible surcado de aires.
Notar el suave descenso en la playa, posado en la arena con total maestría, fue uno de los momentos del viaje.
Hubo muchos otros.


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4 de septiembre de 2011

Sin el dios Indra

En la instantánea de portada es fácil deducir que el viajero insatisfecho estuviera impresionado al ver semejante monumento. Moderno él -tiene apenas quince años de existencia- estaba ya rodeado y asfixiado por el enfermizo afán thailandés de los ‘scalextric’ en las carreteras de circunvalación, y del centro, de las grandes ciudades (ver fotografía 2).
El gigantesco Erawan Elephant era un elefante de tres cabezas que medía, desde la base hasta la parte más alta, 43 metros, ¡es decir!, lo que un edificio de 14 pisos. Y eso que, el dios Indra, que cabalga normalmente sobre Erawan, no fue agregado al conjunto.
El abdomen albergaba un templo dedicado a Buda donde no podía faltar la figura de un ‘afeminadoBuda (¡perdón, no pretende ofender!), iluminado por una tenue luz como de ‘bombilla de bajo consumo’. Allí estuvo, entre consternado e incrédulo por semejante magnificencia, este mochilero una mañana de agosto, después de sortear cantidad de obstáculos idiomáticos, lingüísticos y de barato transporte.
Enclavado dentro de un cuidado jardín de cuento de hadas thailandés, a las afueras de Bangkok, el monumento del ‘elefante de las tres cabezas’ aparecía tranquilo, recogido y reposado, a pesar del sonoro (allí, entonces, silencioso) gruñir de los vehículos de cuatro (o doce) ruedas, aquella soleada y muy calorosa mañana.
Constituyó un momento de reposo ideal para los cansados cuerpos de aquellos dos turistas/viajeros, en sus horas finales del periplo thailandés.




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