26 de enero de 2018

Lago Inle / Myanmar (Birmania)



El barquero 'malabarista' recibía al llegar al lago

Era uno de esos sitios que no pensaba pisar al iniciar el viaje a Myanmar (Birmania). Tan cacareado lugar parecía estar fuera de las aspiraciones del viajero insatisfecho, pero no siempre uno hace caso de sus deseos pues, a veces, se deja llevar. De Mandalay, pensando tomar rumbo sur, la gran parada podía ser algo parecido al lago Inle.
Y así fue.
Llegó, después de un largo viaje en minibús, a última hora de la tarde. El sol ya caía hacia el horizonte cuando sus pies pisaban por primera vez el ribereño pueblo de Nyaungshwe (¡vaya nombrecito!). Un tradicional pueblo birmano convertido en un concurrido centro de viajeros, con pensiones, hoteles y guesthouse de todo tipo y calaña. Dejó su mochila en la habitación de un barato hotel del pueblo y de inmediato, antes de que viniera la noche, se dirigió a curiosear para enterarse de cómo sería el acceso al lago. Bajó por una polvorienta aunque cuidada calle y, en pocos minutos, estaba observando el inmenso movimiento de gente y las alargadas lanchas -unas aparcadas y otras llegando con turistas a los múltiples muelles- que construían la típica imagen de 'turisteo' masivo aunque, debe decirlo, no a una escala de escándalo. El ruido de motores de las long-tail (larga cola), como se llamaba a estas barcas características de la zona, y el alboroto de conductores y guías turísticos convertían el momento, en un tanto repulsivo. Pero era el precio que había que pagar al visitar un lugar que había crecido exponencialmente como destino turístico. Una inspección sana al muelle pero que no sirvió para concretar nada sobre la actividad para el día siguiente. Fue el mánager del hotel, un simpático birmano, quién le recomendó al propietario de un lancha que sería el encargado de mostrarle el lago en toda su extensión o, al menos, en parte.
Se arregló el precio y el asunto quedó zanjado.

Canal y ambiente de donde partió la 'long-tail'

Eran la 8 de la mañana cuando, bien desayunado ya, abandonaba el hotel con el barquero recomendado. Atravesaron el pueblo a buen ritmo mientras comentaban torpemente algunos extremos de la futura excursión fluvial. Tenía su long-tail en un estrechísimo canal, casi regato, rodeado de casas humildes, donde mujeres locales se afanaban en lavar sus ropas a golpes y estrujes. Como viajero poco amigo de situaciones ‘turisteras’, ese ambiente local, sin filtros y natural, le pareció un buen inicio de travesía.
Y desde ese estrecho canal, lleno de normalidad y vida auténtica, ya subidos en la lancha, partieron hacia otro canal más grande, pasaron por los muelles que vomitaban decenas de lanchas y, a gran velocidad, abordaron la zona donde el lago adquiere ya una gran amplitud. Allí le esperaban -al resto de las embarcaciones también, por supuesto- los pescadores equilibristas o malabaristas, que buscaban ofrecer (por supuesto a cambio de un dinero) la imagen que el viajero documentado tendría ya insertada en su mente. Era una instantánea que vendía, pero no una imagen real. Imagen oriunda que sorprendería a los primeros que tuvieron la suerte de pisar este lago peculiar, pero que ahora era la oferta devaluada de una vida real ya caduca.

Joven pescador manejando de manera tradicional su canoa

Pero, además, de este momento turístico había otras instantáneas que se hacía necesario recoger: pescadores moviendo con habilidad sus remos con pies y piernas; la pesca a base de golpes de superficie; aquella anciana en su pequeña canoa de remos inmersa en la pesca con artes tradicionales; los numerosos palafitos; poblaciones lacustres en las diversas orillas, y barcas familiares que trasladaban enseres no sabe dónde. Todas eran imágenes vivas, reales, de vida local, nada turísticas, daban la sensación de un mundo lejano y rústico que todavía no habría sido infectado por la malsana y tan pregonada globalización.
El día transcurrió entre el disfrute por la tranquilidad de la gente que vivía en sus orillas, entre las tiendas de artesanías en los palafitos cercanos (donde el barquero recibiría una comisión, seguro), visitas a mercados flotantes y no flotantes, y a pagodas y monasterios budistas de la zona que sin duda tenían su interés. Fueron ocho o nueve horas de sensaciones extrañas, de mundos diferentes, de tranquilidad extrema y, como no, de sanas vivencias que quedarán en la mente de este mochilero leonés.
¡Daros una vuelta por allí!

Palafitos
Hombre, en su canoa

VÍDEO


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9 de enero de 2018

Trayecto en barco a Mandalay




El barco navega el río Ayeyarwadi-Irawadi

Era noche cerrada, 5 de la mañana, cuando el barco abandonaba Katha en dirección a Mandalay. El rio Ayeyarwadi (Irawadi) era como la columna vertebral de Myanmar-Birmania, de norte a sur, y el barco comenzaba a surcar sus aguas. No se veía absolutamente nada, solo los intermitentes fogonazos de un foco en la proa, lanzados primero a una orilla y luego a la otra dejaban un toque festivo a la noche en el gran río. !Como recordó aquel viaje por el Amazonas de hace ya muchos años, pero con el mismo sistema de navegación nocturna!.
El viajero insatisfecho había llegado a Katha en tren desde el norte, desde Myitkyina. Se encontró con una ciudad relativamente tranquila (todo lo tranquila que puede ser una ciudad asiática). Una ciudad (!como debía haber cambiado!) que acogió a George Orwell a primeros del siglo XX. Allí escribió su libro 'Los dias de Birmania' y, gran parte, está basado en su estancia allí. Varios edificios que aparecían en su escrito siguen en pie (así lo señala el libro-guía) aunque, si bien se imaginó que fueran algunos de los que vio esparcidos por la ciudad, no puede asegurarlo. Ninguno está señalado como tal ni son atracciones turísticas al uso.
En el trayecto del barco tenía puestas sus expectativas para poder avistar algunos, de los pocos que deben quedar, delfines Irawadi, un pequeño cetáceo muy amenazado de extinción. De morro corto y redondeado, caza en lagos y ríos pero su coexistencia con los humanos corre peligro. No pudo verlo en todo el viaje, cosa por otra parte predecible. Ya tenía muchas dudas antes de iniciar su descenso del río.
Según iba amaneciendo, como fondo el ruido del motor (tuc-tuc), la escala de grises y negros aparecía en el horizonte: gris claro el cielo, más oscuro el agua y negras las orillas selváticas o de espesa vegetación. Todo se iba aclarando cuando la luz que filtraban las nubes iban llegando al lecho del río. No apareció el sol en todo el viaje, la neblina permanente y la llovizna constante acompañaron todo el trayecto.
Una joven birmana sube sacos de carbón vegetal al barco

Lluvia suave pero molesta que impidió, seguro, que las lejanas orillas mostraran toda su viveza y vitalidad. Aun así, pudo contemplar muchos hombres en canoas pescando cerca de la orilla, algún rumiante despistado visto de lejos, y pequeños poblados y más cabañas solitarias. El gran barco fluvial paraba de trecho en trecho a recoger pasajeros, toda una maniobra de habilidad sin disponer de un puerto de amarre apropiado. Se enfrentaba a baja velocidad a la orilla, y la ladera servía de freno al barco que luego, a base de motor, conseguía orillarse por completo. Subían grandes paquetes, de no sabe qué, maderas de teca, sofás fabricados también en madera (pesados, por los gestos de los que los cargaban), bultos con verduras, sacos de carbón vegetal, y subían y bajaban pasajeros a través de una tabla que un operario se encargaba de colocar.
El tiempo transcurría lento metido en aquel cuchitril (tuc-tuc, tuc-tuc), supuestamente de primera clase, pues la permanente llovizna impedía disfrutar de la baranda exterior. 
La hora de comer había llegado. El barco se acercó a la orilla, donde un grupo de mujeres esperaban preparadas con todo tipo de viandas y productos. Este mochilero saltó, por primera vez, a tierra para proveerse de un bol de arroz, con carne y verduras (!buenísimo!).
La tarde, más de lo mismo (tuc-tuc). Recogían y dejaban pasajeros, subían y bajaban enseres a la orilla, y la monotonía invadía al mochilero que le hacía ensoñar. 
Era, de nuevo, noche cerrada cuando el barco atracaba en el puerto de Mandalay. Fueron 14 horas de travesía que la permanente llovizna empobrecía el placer vivido. !Pero la naturaleza tiene estas cosas!. Lo que da por lo que quita.

Preparando al viajero el bol de arroz


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