Cuando la pérfida hamaca
caboverdiana le atacaba y dañaba su dolorida espalda, el viajero
insatisfecho tomó por costumbre el pasear atónito por la larga playa de
arena casi virtual [¡qué arena tan fina y blanca!]. Se dejaba rozar su pies por
las olas, no siempre suaves y delicadas y, mientras observaba, miraba y
renegaba a veces, avanzaba hacia su nuevo centro de interés.
El pequeño muelle (a unos dos
kilómetros de la hamaca) de pescadores de Santa María, ciudad turística de la isla de Sal, era a partir de las diez de la mañana un pequeño y
agitado hervidero de locales y turistas que sin ningún reparo paseaban, incluso
descalzos, entre el pescado recien traído de alta mar por las gentes isleñas
que habían conseguido mantener su tradicional oficio, alejados del sofocón e
invasión turísticos que desde hace unos años había atacado a esta isla [No había que olvidar que el turismo traía
también explotación].
Se limpiaba y troceaba en pleno pantalán, se vendía al regateo, se cruzaban miradas de interés y, en fín, se
cortaba el pescado a voluntad del comprador. Nunca había visto este mochilero
semejante encuentro entre turista y local con esa carga de total afinidad,
apego y comprensión. Por la tarde, el
muelle se convertía en casi peligroso trampolín de muchachos que ejercitaban
cabriolas acuáticas y, ya en la noche, en lugar de paseo de parejas de turistas
que se dejaban mecer por las luces de las modernas y recién instaladas farolas.
Lo descubrió el segundo día de su estancia playera y lo convirtió en primordial, casi una manera de huir de la aburrida hamaca, y
en su salvación.
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