Mujeres, en su aseo personal a la orilla del lago
Lo vuelve a repetir. Y lo vuelve a dejar por escrito,
sin pudor por la reiteración. Una de las deliberaciones mentales previas al
viaje más persistentes en el viajero
insatisfecho era poder alcanzar el lago Chad, al norte de Camerún y
fronterizo con Chad y Nigeria.
Entonces, desde sus aposentos y visto desde la distancia, ayudado por San Google-Maps, no parecía una misión harto complicada, más bien un poco intrincada por la falta de comunicación y transporte entre pueblos y ciudades de la zona, todo ello superable con voluntad y ganas, tiempo, paciencia, pasión, y cierto grado de pericia viajera. ¿Le faltaba algo? No. No, pero no contaba con ‘boko haram’ que, al final, decidió por los demás.
Lamentable.
Entonces, desde sus aposentos y visto desde la distancia, ayudado por San Google-Maps, no parecía una misión harto complicada, más bien un poco intrincada por la falta de comunicación y transporte entre pueblos y ciudades de la zona, todo ello superable con voluntad y ganas, tiempo, paciencia, pasión, y cierto grado de pericia viajera. ¿Le faltaba algo? No. No, pero no contaba con ‘boko haram’ que, al final, decidió por los demás.
Lamentable.
Mujeres vendiendo pescado seco
Pero ya estaba en Garoua y, en aquel momento, sus
alrededores eran objetivos del mochilero. Para reprimir su
ansiedad, no sabe si de lagos míticos o simplemente por el hecho de estar allí,
decidió acercarse a Lago Lagdo, un inmenso lago/presa artificial en el río Benoué. La
presa fue construida en 1982 con el objetivo de producir energía hidroeléctrica
para abastecer el norte de Camerún, para la irrigación de 15.000 hectáreas de
mijo, arroz, maíz y algodón. Y para favorecer la pesca. Según informaciones, el
lago también estaba poblado por cocodrilos e hipopótamos, aunque en ningún
momento este mochilero llegó a divisar. En la actualidad, se barajaban unas cifras importantes en
torno a la pesca, y en una de sus laterales se celebraba todos los sábados un
mercado donde se reunían “todas las etnias y nacionalidades en busca de pescado
fresco y ahumado”.
Tenderete de ásperas hierbas
Era sábado aquel día y no quería perder la oportunidad de palpar
aquel mercado africano (otro más, de los muchos que ha visitado en su vida) con
características peculiares pues se trataba de un mercado exclusivo de pescado
fresco y ahumado.
¡Cuántas muertes habrá evitado este pescado seco
(tilapia, en la mayoría de los casos) en África!
Madrugó aquella mañana, quería estar presente en las
primeras horas de aquel ajetreo f erial que distaba 50 kilómetros de donde se
encontraba, la ciudad de Garoua. Pero en África cualquier
plan, si se depende del transporte público, puede irse al garete. El matatu/minibús
que salía hacia Lagdo era un vehículo destartalado, más cercano a la ruina y al
desguace que a una segura circulación por carretera. Pero en aquel “áfrica-de-mis-amores” todo se
solucionaba con aire en las ruedas, botellas de agua para refrigerar el motor y
un buen conductor con nociones de mecánica artesana. A partir de ahí, todo podría
ser solucionado en ruta.
El matatu tardó en salir. Primero lo hizo con dos pasajeros, el que suscribe entre ellos. Fue a dar una vuelta por la zona, por varias calles laterales al parqueadero, supuestamente para recoger nuevos incautos; dio aire a las ruedas; echó agua sucia al motor y regresó al lugar de inicio. Luego, poco a poco, según pasaban los minutos, se fue cargando de pasaje hasta la extenuación. Y partió.
Al descender en el centro del mercado el mochilero se convirtió, muy a su pesar, en objetivo de miradas y un curioso ojeo examinador, lo contrario a lo que quería propiciar. Pero era el único blanco en aquel trajín comercial. El mercado ocupaba la misma orilla del lago, y varias calles laterales. Calles formadas por el hacinamiento de casuchas permanentes de venta de productos de la zona. La gente se le veía con parsimonia y casi pachorra movilidad, exprimiéndose y ejercitándose en otros tiempos, tiempos africanos. Puestos y más puestos de productos, poco pescado seco, más especias, sacos de mijo, montoncitos de verduras y casava/mandioca. Tenderetes de plástico, ásperas hierbas y cartón. Y sorprendentemente, mucha leña, troncos transportados en piraguas que, al varar en la dura tierra apelmazada del borde, multitud de jóvenes, casi niños, se encargaban de descargar. Algunas mujeres hacían la colada en las orillas. Otras, hacían su aseo personal. Mientras, unos niños se acercaban a mirar. Mujeres vendedoras de diferentes etnias desconocidas e imposibles de detallar, levantaban la vista al paso del mochilero y mostraban expectación. Aquí, extendían una lona; allá, modelaban con sierra y martillo una incipiente piragua. Sacaba una foto que se evidenciaba general, tratando de pasar desapercibido, pero provocaba miradas de rechazo y cierta denegación. Todos parecían tímidos o extrañados con el viajero espectador. Paseó sin rumbo entre puestos, jolgorio, mercadeo y asombroso afán.
El matatu tardó en salir. Primero lo hizo con dos pasajeros, el que suscribe entre ellos. Fue a dar una vuelta por la zona, por varias calles laterales al parqueadero, supuestamente para recoger nuevos incautos; dio aire a las ruedas; echó agua sucia al motor y regresó al lugar de inicio. Luego, poco a poco, según pasaban los minutos, se fue cargando de pasaje hasta la extenuación. Y partió.
Al descender en el centro del mercado el mochilero se convirtió, muy a su pesar, en objetivo de miradas y un curioso ojeo examinador, lo contrario a lo que quería propiciar. Pero era el único blanco en aquel trajín comercial. El mercado ocupaba la misma orilla del lago, y varias calles laterales. Calles formadas por el hacinamiento de casuchas permanentes de venta de productos de la zona. La gente se le veía con parsimonia y casi pachorra movilidad, exprimiéndose y ejercitándose en otros tiempos, tiempos africanos. Puestos y más puestos de productos, poco pescado seco, más especias, sacos de mijo, montoncitos de verduras y casava/mandioca. Tenderetes de plástico, ásperas hierbas y cartón. Y sorprendentemente, mucha leña, troncos transportados en piraguas que, al varar en la dura tierra apelmazada del borde, multitud de jóvenes, casi niños, se encargaban de descargar. Algunas mujeres hacían la colada en las orillas. Otras, hacían su aseo personal. Mientras, unos niños se acercaban a mirar. Mujeres vendedoras de diferentes etnias desconocidas e imposibles de detallar, levantaban la vista al paso del mochilero y mostraban expectación. Aquí, extendían una lona; allá, modelaban con sierra y martillo una incipiente piragua. Sacaba una foto que se evidenciaba general, tratando de pasar desapercibido, pero provocaba miradas de rechazo y cierta denegación. Todos parecían tímidos o extrañados con el viajero espectador. Paseó sin rumbo entre puestos, jolgorio, mercadeo y asombroso afán.
Al final de la mañana, una moto le acercó a Lagon Bleu, un alojamiento a orillas del
lago tan estratégicamente ubicado como abandonado por la civilización. Eran
cuatro cabañas en una pequeña ladera llena de peñascos y poca vegetación. Seco y
agostado lugar. Allí tomó una fría y espléndida cerveza ("33" Export) que le sirvió para retomar
fuerzas ante el desazonado regreso a la ciudad de Garoua.
La visita había terminado.
La visita había terminado.
Descargando leña de la piragua
VÍDEO
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