De
la ciudad argentina de Posadas, a orillas del río Paraná
—sirvió a modo de ciudad de tránsito para la nueva incursión argentina, después
de su paso por Paraguay—, el viajero
insatisfecho se trasladó a Santa Fe de la Vera Cruz, una ciudad
más céntrica en el país, y casi a orillas del mismo río. La distancia era
considerable y pasó toda la noche en un bus. Cuando salía de la céntrica estación
de autobuses, a primera hora de la mañana, comenzaba a llover. Andando y
protegiéndome de la lluvia en algunos soportales llegó al hotel, ubicado a unas
pocas cuadras.
Lloviendo
se acercó al centro, después de haber tomado posesión de la habitación, y
lloviendo se movió todo el día, edificio colonial tras edificio colonial y visita
tras visita a diferentes zonas de la ciudad.
Y
al día siguiente, también.
Museo Histórico provincia de Santa Fe
Tenía
fama el Casino de Santa Cruz y, ante tanta agua como caía, decidió conocerlo,
al menos, allí estaría protegido. Un casino más. Ni jugó (nunca lo ha hecho),
ni le gustó, ni apreció su fama.
En
el camino hacia allí, se encontró —no lo buscó— con el mayor mural argentino
dedicado a Messi (Pasión futbolera argentina).
Mural/grafiti, dedicado a Messi, tras la Copa del mundo
Por
la tarde, en un rato de respiro que concedió la lluvia, se acercó al puente colgante
que cruzaba la laguna de Setubal. Un puente de estructura de hierro muy famoso,
tradicional y símbolo de la ciudad. Uno de los atractivos —además de admirar
desde uno de los lados su majestuosidad— era cruzarlo andando desde la
costanera este a la costanera oeste. Otro, visitarlo de noche para observar sus
efectos visuales, con una iluminación LED cambiante de colores. Esto último,
fue imposible, pues cuando comenzaba a caer el sol y surgía la noche en la
ciudad, comenzó a caer una tromba de agua que le obligó a volver al hotel.
Se fue al día siguiente,
a primera hora, rumbo a Córdoba, huyendo de aquel tiempo tan
incómodo para una reposada visita.
En
el país entró por el sur, por la frontera de Golela, en un minibús procedente
de Durban. Una vez cruzada la frontera —compuesta por unos edificios bastante
modernos— y cumplidos los trámites de salida de Sudáfrica y entrada a Eswatini,
antigua Swazilandia, se lanzaron por aquella recta carretera esteparia a una
velocidad constante y prudente. A los lados, pura estepa africana, pero de vez
en cuando, en la zona que parecía más ribereña, se veían plantaciones de azúcar
y plátanos. Se dirigían a Manzini, la ciudad más poblada, a pocos kilómetros de
Mbabane, la capital de Eswatini. En un principio, la idea era dormir en aquella
ciudad una noche y desplazarse al día siguiente a la capital, cambiando de
hotel, pero la situación de Manzini le resultó cómoda y decidió convertirla en centro
de operaciones. Por otra parte, no preveía grandes excursiones ni movimientos
en el pequeño país, todo éste al alcance de cortos trayectos en autobuses o
minibuses.
Por
situar al lector, añadirá algunos detalles de este territorio:
Situado entre Sudáfrica y Mozambique es
un estado soberano sin salida al mar. El gobierno es una monarquía absoluta, la
última de su tipo en el continente, dirigida por el rey Mswati III, desde 1986.
El sistema de gobierno de Suazilandia consiste en una monarquía absoluta. El
rey es el jefe de Estado y quien nombra a los ministros. Ejerce simultáneamente
tanto el poder ejecutivo como el legislativo y, tradicionalmente, el rey
gobierna junto a la Reina Madre o Indovuzaki
(Gran Elefanta).
En
la actualidad, la Reina Madre era vista como una líder espiritual y muy
apreciada, pero también lo fueron sus antecesoras. Todavía mantenían unas
fuertes tradiciones que se mezclaban con festejos: Incwala, ceremonia de la cosecha, y Umhlanga, donde el rey elegía a las jóvenes esposas. El viajero insatisfecho no coincidió con
ninguno de estos ceremoniales.
Estatua
de la Reina Regente Gwamile (1858-1925)
En
su afán de curioseo, en los tres días que estuvo por allí, se acercó a algunos
sitios —lo que le ayudó a conocer un poco la realidad del territorio— aunque
dejó otros muchos en el tintero:
oMbabane, capital y sede administrativa. Dio
unas vueltas por la ciudad, callejeó y buscó librerías donde poder comprar en “El Principito”, en swazi (idioma local del país), pero no lo encontró. Había pocas
librerías y eran, más bien, papelerías.
oLa Reserva Natural de Mlilwane. Como en
esta reserva únicamente había herbívoros y cocodrilos —en un lago/río muy
concreto— era posible recorrerla andando. Eso hizo y pasó un día entre cebras,
ñus y varias clases de antílopes ¡Ah!, y facoceros, muy similares al jabalí, de
piel rugosa y cabeza grande. De los cocodrilos no fue consciente, pues se
acercó solitario al lago, pero no tuvo oportunidad de visualizar alguno.
oParque Real Nacional Hlane. Para ello, tomó un autobús local en la
población de Manzini, donde se hospedaba, que pasaba por la entrada principal del
parque. Una vez abonado el ticket (era relativamente barato) se dirigió al
campo base, a unos cientos de metros. Allí, se integraría en un pequeño grupo de
turistas para hacer un game-drive. Game es una de esas palabras, cuya traducción
literal es “cazar” o “juego”. Claro, afortunadamente se refieren a la “caza con
la cámara”. Elefantes, leones, rinocerontes blancos, jirafas o antílopes, y los
siempre presentes facoceros.
Entrada principal del PN Hlane
León, en el PN Hlane
Eswatini era un bello país y con gente de muy buen trato. Le pareció seguro, más africano que Sudáfrica y, en consecuencia, más atraído se sintió por él.
Mapa de Lesoto (última parte del recorrido, la ruta en blanco)
Lesoto
-antiguo protectorado de Basutolandia- era un país de gran altura y un bonito paisaje
montañoso. Excepto algún lugar puntual y concreto, lo mejor estaba en el camino,
en la ruta, por eso creyó que circular por las carreteras de un lado a otro era
una opción más que interesante para conocer el país. Desde Semonkong, donde se
encontraba, hasta Sani Pass para, a través de éste, entrar otra vez a
Sudáfrica, era una larga ruta. Pensaba hacerla por etapas utilizando, como
siempre el transporte local: el viajero
insatisfecho no tenía otra opción viajando como viaja. Haría el siguiente
trayecto: Semonkong—Maseru (ya lo conocía)—Butha-Buthe—Mokhotlong—Sani
Pass. Todo este recorrido le llevaría tres o cuatro días.
¡Adelante!
Jóvenes pastores
Rebaños de ovejas
La
primera etapa, con cambio de minibús en Maseru, salió según lo previsto. Se
trataba de alcanzar la población de Butha-Buthe, y dormir allí. Lo logró sin
problemas. Atravesó grandes montañas y extensas llanuras también elevadas; pequeños
pueblos con algunas de sus casas basuto
(paredes circulares de piedra y techo de hierba); campos cultivados y paisajes
de laderas con hierba y pasto. No muchos árboles, más bien escasos. En esta
parte, estaba haciendo el recorrido menos atractivo del plan previsto.
En
Butha-Buthe tardó encontrar una guesthouse
que se adaptase a su presupuesto. Todas eran bastante nuevas, con un servicio
de B&B (cama y desayuno); ocupadas por ejecutivos y viajeros pudientes, y
realmente bien cuidadas. Pero caras. Moroeroe
Guesthouse estaba completa: un grupo de estos ejecutivos de la capital habían
ocupado la mayoría de las pocas habitaciones. Otra, que estaba relativamente
cerca, “se subía a la parra” con el precio. Echó el alto a un taxi-colectivo
que pasaba por allí y se acercó a otra más céntrica, pero que estaba en lo alto
de una cuesta, con una gran pendiente de subida. Se cansó de buscar, y allí se
quedó. La joven recepcionista, además, se portó maravillosamente: le lavó la
ropa, le informó sobre los hotelitos en Mokhotlong, próxima meta de etapa, y le
regaló unos melocotones (pequeños, pero sabrosos) recogidos por ella (había
muchos por los alrededores y, en general, en todo Lesoto). Los pequeños
melocotonares y las casas circulares basuto
eran un paisaje habitual en los pueblos que cruzaban. Butha-Buthe tenía pocos
atractivos, por lo que decidió abandonarla al día siguiente.
Poblado al lado de la mina de diamante
El
trayecto a Mokhotlong lo encontró muy interesante. Ocupaba el asiento del
copiloto en el minibús y podía disfrutar de todo el paisaje nuevo y revelador.
Después de unos kilómetros, encontraron un bello y empinado puerto de montaña,
que tardaron más de una hora en ascender: el camión de grandes dimensiones que precedía
al minibús —transportaba una gran máquina de derrumbes— se veía obligado a
hacer peligrosas maniobras en las curvas en pendiente. Pero era un bello
paisaje montañoso lo que pudo disfrutar en las múltiples paradas. Arriba del
puerto, más llanuras de hierba y rocas, matojos y, por la altura, diminutos
matorrales. En esas extensiones pastaban pequeños rebaños de, también, pequeñas
ovejas con cuernos: típicas de aquella región. De trecho en trecho, grupos de
jóvenes pastores basuto, enfundados
en sus mantas y pasamontañas, vigilaban los rebaños. A un lado dejaron AfriSky,
la estación de esquí de Lesoto.El complejo operaba como un pueblo de
esquí al estilo europeo y proporcionaba todo lo que lo necesario para unas
vacaciones de esquí: el alojamiento, material de esquí, forfaits de nieve, escuela de esquí o comida, aunque en aquel
momento estaba desierto. Imprescindible, la nieve, y no era la época. Cruzaron por
el lateral de la mina de diamantes Letseng (le hubiera gustado visitarla), con
un poblado de humildes casas al otro lado de la carretera, casas de explotados
trabajadores —supuso—, y llegaron a Mokhotlong bien avanzada la tarde. En esta
población, situada en un amplísimo valle rodeado de montañas, se quejaban también
de la falta de lluvias, del cambio climático y de unos alrededores muy secos y,
así, poco atractivos.
Un
día más en estos bellos parajes.
Descendiendo por el Sani Pass
Una
buena carretera, recientemente asfaltada, rompía la llanura y las laderas, al
alejarse de esta pequeña ciudad. Por los alrededores se veían rebaños de ovejas
que limaban el verde pasto, a trozos sombreado por las nubes. La ruta llevaba
al Sani Pass. Allí, en lo alto, se hacían los trámites de salida del país. La
frontera de Sudáfrica se encontraba después de descender el Sani Pass. Todo el
zigzagueante y peligroso descenso se hacía por un camino de tierra y pedruscos,
apto para 4x4 y muy complicado para el minibús en el que iban. Lentamente,
rodando despacio el vehículo iba dejando atrás curvas y curvas, unas de giro a
la derecha y otras a la izquierda. Bellas montañas arropaban a los pasajeros a
ambos lados del peligroso paso y verdes laderas confluían formando el valle.
Estaba
en el norte y, antes de lanzarse al centro y sur argentinos, el viajero insatisfecho quería conocer
algo de Paraguay.
(Resumirá la visita en este único ‘post’).
A
ello se dedicó los siguientes días. Un planing
ambicioso desde la ciudad de Salta, donde se encontraba, pues las
distancias en este país eran siderales, sobre todo, empeñado como estaba en
hacerlo por la vía terrestre y evitando el avión como medio para los traslados.
Un autobús nocturno le colocaría —después de horas y horas de trayecto— en la
ciudad de Corrientes, a orillas del río Paraná. Esta ciudad, tenía como
vecina muy cercana, la población de Resistencia, otra gran urbe.
Corrientes tenía la parte central urbana muy del estilo colonial, con
reminiscencias arquitectónicas españolas, con calles angostas y un casco funcional.
Había varios lugares antiguos para visitar. Pero la ciudad había crecido y creado
su personalidad propia. Corrientes, a orillas del río Paraná, tenía un moderno
paseo pegado a la ribera del río, aunque su centro histórico parecía no mirar hacia
él. La creencia popular afirmaba que el suelo de Corrientes tenía "payé": Una magia que atrapaba a
todo aquel que lo pisaba y, por más lejos que se encontrara, siempre sufriría
de añoranzas por estas tierras. Fundada en 1588 por Juan de Vera y Aragón, era
la ciudad más antigua del nordeste argentino.
Después
de recorrer el centro y el parque se acercó hasta la Punta Mitre, una de las
siete puntas de tierra y piedra que sobresalían sobre el Río Paraná y que le
dieron el antiguo nombre a la ciudad: San Juan de Vera de las Siete Corrientes.
Orgullosos como estaban de ello, una señora le insistió que hiciera un
recorrido por todas aquellas puntas. Aunque, no eran nada más que pequeños salientes
que los correntinos cuidaron y empedraron para mantener su forma y fama.
Disfrutó
de la brisa.
De
esta ciudad se dirigió hacia la frontera de Clorinda para entrar en Paraguay.
El autobús le dejó en el centro de Asunción, capital de Paraguay, a orillas
del homónimo río, y en la frontera con Argentina. Una pensión, en una típica
casa colonial en la zona centro, con un patio-jardín interior, le sirvió de
refugio nocturno. Le atendió una bella y simpática mujer paraguaya. Cree
recordar que vio muchas de este estilo, lo que en su mente generó un bello
patrón de mujeres paraguayas. En una habitación grande, con una cama king size, permaneció tres o cuatro
noches.
Asunción
tenía unas edificaciones en sus alrededores sin estilo, pero su centro urbano,
estaba relativamente bien cuidado, aun con una Catedral poco altiva, pero,
también, muy apreciada por los locales. Entró en el Panteón Nacional, mausoleo
del país, donde reposaban los restos de diversos personajes de gran importancia
en la historia del Paraguay, siendo, arquitectónicamente hablando, la réplica paraguaya
de Le Panthéon, monumento ubicado en París.
Debe
reconocer que no le dedicó mucho tiempo a la ciudad: se habría merecido más
oportunidades y pausados recorridos. Otra mañana, se acercó a San Bernardino, en
el vecino lago Ypacarai, orillas del lago muy apreciadas por los habitantes de
la gran capital, que las utilizaban como zona de veraneo y fines de semana. Podría
haber desestimado esta visita, de escaso atractivo para este mochilero.
Represa de Itaipú
En
sucesivas jornadas, conoció también Ciudad del Este, una ciudad con inevitable
actividad comercial por ser frontera con Foz de Iguaçú, Brasil. Sobre todo, en
los alrededores fronterizos, esta actividad era hasta excesiva y agobiante.
La
represa
de Itaipú (“piedra que suena”,
en guaraní), que visitó en medio de un aguacero, merecería un capítulo aparte
por su grandiosidad y las impresionantes cifras sobre construcción, y
acumulación y aportes de agua para dos países.Era una hidroeléctrica binacional que estaba situada entre
las ciudades de Hernandarias (Paraguay) y Foz do Iguaçu (Brasil), sobre el río
Paraná, en la frontera entre ambos países. Según Wikipedia, la represa “es el resultado de una maniobra diplomática
para evitar un conflicto bélico entre Paraguay y Brasil por una cuestión
limítrofe”.
(Los lectores, que queráis saber más sobre los voluminosos datos de la represa, visitad "la Wiki").
Cataratas del Monday
Cataratas de Iguaçú / Brasil
Conoció,
además, la cercana población Presidente Franco (nada que ver con
el dictador español), donde estaban las cataratas del Monday, que los
paraguayos promocionaban orgullosos, al estar a unos pocos kilómetros de las
famosas cataratas de Iguaçu, en las que no tienen parte. Atravesando la
frontera con Brasil, se llegó hasta estas cataratas, que ya conocía de su viaje
anterior a Brasil, hace muchos años. La experiencia de la visita, en esta
ocasión, fue horrible: agua y agua cayendo del cielo sin compasión durante todo
el recorrido. Tanto chaparrón que, ese mismo día, cerraron la parte argentina
de las cataratas, por desbordamientos y destrucción de varias pasarelas.
(Luego se enteraría de que la parte argentina
estuvo cerrada varias semanas más).
Playa en el río Paraná, Encarnación (al fondo, la ciudad argentina de Posadas)
Finalizó
su recorrido paraguayo, en Encarnación, esta ciudad a orillas
del río Paraná, con una envidiable playa fluvial, de gran actividad turística.
Visitó la población, su playa y, también, algunas misiones jesuíticas por la
zona, entre ellas, la de la Santísima Trinidad, a más de una hora en un autobús
local. Otro aguacero, éste a media mañana, le impidió pasear con cierto reposo
por todas aquellas ruinas.
Al día siguiente,
atravesaría el puente sobre el río Paraná y daría con su cuerpo en la población
argentina de Posadas.
El siguiente destino argentino, una vez
visitada la zona de Jujuy, fue la ciudad de Salta. Una gran urbe, cuyo nombre
surgió por los indígenas allí afincados, cuando las hordas españolas
conquistaban aquellas tierras, fundaban ciudades y establecían asentamientos
permanentes (Bueno, tal vez, la palabra “horda” no es la más apropiada). La
traza de la ciudad, en su momento, fue una especie de tablero de damas, que se
conservaba aún como zona centro. Lo más significativo de la plaza (“9 de
julio”) era —junto a la Catedral basílica de Salta— el Cabildo, uno de los
mejor conservados en todo Argentina.
Llegó, y paseó. Llegó, y miro por todo el
centro (su hotel, que encontró de casualidad, estaba muy cerca), donde
presenció pequeños mítines de simpatizantes políticos de algunos partidos,
entre ellos, un grupo de jóvenes simpatizantes de Milei.
(Era fin
de semana y, ese domingo, se celebraba la primera vuelta de las elecciones
presidenciales. Precisamente,
allí pasó ese día electoral, donde la ingesta de alcohol estaba prohibida. Ni
una cerveza. En esta jornada, de poca actividad, además, visitó la quebrada de
San Lorenzo (muy cerca de la ciudad), un lugar que encontró más bien adaptado
al turismo local de fin de semana. Le decepcionó. Sin embargo, allí estuvo en
el pequeño castillo de San Lorenzo, conocido porque en él Yul Brynner rodó
escenas de la película de Taras Bulba).
Uno de los días que pasó rondando por allí,
cree recordar que fueron tres, subió al cerro San Bernardo en el teleférico que
partía de un jardín cercano, en el centro. Desde el cerro, la ciudad se veía en
toda su extensión a sus pies. Un sitio de sorpresivo relax, donde las pocas
personas que andaban por allí parecía guardaban un cierto silencio sepulcral.
Pero como siempre, las expediciones a los
alrededores de las grandes ciudades suelen ser lo más interesante. Para visitar
aquellas zonas aledañas, pero relativamente lejanas, no le aconsejaron utilizar
el transporte local, pues no era viable por ser, además, poco frecuente. Las
agencias organizaban ‘tours’, y uno
de ellos contrató. Un minibús con unas 12 o 15 personas, todas ellas con la
misma intención: conocer Cachi (una pequeña población a los pies del homónimo
pico andino,
y dentro de los valles Calchaquíes). Esta población no era lo más
importante, más bien lo especial estaba en el itinerario.
Cuesta del Obispo
Hasta llegar allí, se ascendía la famosa
cuesta del Obispo (un tramo de esta ruta —y único no asfaltado— que subía la
montaña por un bonito y zigzagueante camino con vistas espectaculares hasta el
punto panorámico de la piedra del Molino); se admiraba el Valle Encantado;
pudieron ver cantidad de guanacos, y se atravesaba el Parque nacional Los
Cardones, de singular belleza por la cantidad de cardones (el cactus argentino)
que poblaban aquella llanura (los cardones estaban, así, protegidos): altos,
fuertes y gruesos como columnas de monasterios o catedrales.
Guanacos
Parque Nacional Los Cardones
En la zona de Salta había muchos otros sitios
posibles, pero el viajero insatisfecho
debía continuar su viaje argentino por otros lares o lugares.
Descendió
del minibús que le traía de Maseru (capital de Lesoto) en Semonkong, una pequeña
población de no más de seis mil habitantes. La brisa fresca se unía al poco calor
reinante, generado por un apacible sol en este asentamiento, que estaba a una
altura de unos 2.200 m.s.n.m. Eran aproximadamente las 10 de la mañana. Lo
primero que hizo fue buscar un lugar dónde dejar la mochila grande y pasar la
noche siguiente —traía una dirección, encontrada por internet, Bonnini
Homestay—. Y lo encontró, con la ayuda de una amable joven semonkongesa (?). Lo regentaba otra simpática joven de sincera
sonrisa y de sugerencias y consejos desinteresados. Le ayudó en la breve
estancia y le hizo una exquisita cena, con cordero y verduras. Se movía ella de
un lado a otro siempre con su especial mokorotlo
sobre la cabeza: un sombrero cónico trenzado con paja o un tipo de hierba local
y rematado en la punta con un diseño intrincado. El edificio del homestay había sido construido no hacía
muchos años y ofrecía unos servicios mínimos. No tenía ducha ni lavabos (se
utilizaba el sistema de “cubo y cazo” para la higiene corporal) y el wáter,
bastante alejado, era en modo compost.
Pastor, en su montura
¡No
pasaba nada!
Una
jornada de turismo sostenible.
La
llegada a esta población era con el fin de visitar las cataratas de Maletsunyane,
y a ese propósito se encomendó nada más dejar la mochila grande en la
habitación. Pero el trayecto al salto de agua era largo. Se atravesaba la
población, después se cruzaba un arroyo, en cuya orilla estaba Semonkong Lodge,
el más prestigioso alojamiento de la población, y luego se iniciaba, por unas
estrechas sendas para caballerías y ganado, la ascensión a las montañas que
rodeaban la zona. Por una de estas veredas, de subidas y bajadas, circulaba el viajero insatisfecho en la búsqueda de
las cataratas. Respiraba un aire extremadamente puro y lo notaban sus fosas
nasales. Desde el primer momento, se daba cuenta de la gran altitud, a la que
normalmente no estaba acostumbrado a vivir: hacía algo más de brisa fresca de
lo normal y al mirar alrededor veía montañas imponentes, algunas más bajas que el punto de observación.
Otras, más altas.
Gran barranco
Desde
una de las partes más altas del trayecto, divisaba todas aquellas montañas de
suaves picos y verdes laderas y algunos rebaños de ovejas pequeñas en tamaño, que
eran la raza de Lesoto. De ellas extraían la lana con la que se hacían las
numerosas mantas que los locales llevaban habitualmente por aquellas latitudes.
A veces, de coloridos variopintos; otras, no tanto. Se cruzó con cantidad de
pastores y labriegos montados todos ellos en sus apuestos caballos y enfundados
en las austeras mantas de lana. También, con sus pasamontañas calados.
Amables,
y alguno de ellos sonriente, saludaban al mochilero con simpatía.
Y
llegó, después de dos horas de caminata, a las cataratas Maletsunyane. Un gran
barranco se divisaba antes de llegar al salto. Éste se formaba al caer el agua
de uno de los arroyos al gran despeñadero.
¡Espectacular!
Cataratas de Maletsunyane, Semonkong
Se
veía alejado, pero imponía.
Con
poca agua, pero aun así de gran belleza.
Se
sentó en una de las rocas y dejó pasar los minutos. En silencio. Esperando oír
al agua golpear el fondo, pero, no. Era silencio sobre el silencio reinante.
Era la paz absoluta, enmarañada entre los picos, valles y laderas.
(Las fotografías completan más la información descrita).
Entraba
en Lesoto
por la frontera de Maseru Bridge, una de las más habituales y concurridas. Venía de
Bloemfontein, una insulsa ciudad sudafricana (capital de la provincia del
Estado Libre de Orange), donde había llegado el avión de Ciudad del Cabo. Tomó
este medio de transporte porque la distancia entre estas dos ciudades, en
autobús, le hubiera llevado unas 24 horas. Excesivo tiempo perdido y demasiado
cansancio para iniciar este periplo sudafricano.
No se arrepintió.
Atravesó el
río que separaba ambas fronteras (sudafricana y lesotense) y, sin más, se
encontraba a las afueras de Maseru, capital de Lesoto. Encontró
un alojamiento, una guesthouse, que
consideró cara para un país como éste, pero allí arribó después de visitar
varias y todas ellas de presupuesto elevado. Eso sí, estaban super limpias y
ofrecían unos servicios muy cualificados (B&B).
Maseru
tenía varios mall (comerciales), un
aspecto de cierta prosperidad, pocos atractivos turísticos y era una
deslavazada ciudad, con subidas y bajadas por los diferentes cerros que la
rodeaban. Intentó visitar el Royal Palace, pero eran necesarios una serie de
permisos: la burocracia le desanimó. Ante este panorama, se lanzó a conocer Thaba
Bosiu, a unos 30 kilómetros de la capital (el libro-guía lo proponía, y un barato taxi, la solución), en el corazón
histórico y espiritual del reino Sotho, pero resultó ser algo tan artificial, que
más bien hubiera debido visitar por la noche, donde las actuaciones folclóricas
(incluso picantes, según alguna información recibida) eran lo más reseñable.
Escenario, en Thaba Bosiu
Al
regresar a Maseru, ya de noche, se desorientó y, sin dirección de su hospedaje,
se dedicó con el taxista a tratar de localizar la guesthouse, sin conocer siquiera su nombre. Menos mal que, después
de multitud de llamadas (tenía el teléfono en el llavero de la habitación), se dignaron
en contestar, si no la noche la hubiera sido diferente. Aquí no terminaba esta
lamentable aventura: cuando el taxista se fue, se dio cuenta de que había
olvidado la cartera en el coche, donde llevaba el pasaporte y un buen monto de dinero.
Debería
levantar el vaso y brindar por aquel taxista y su amigo acompañante, que decidieron
regresar —animados por la llamada telefónica de la dueña de la pensión— con los
objetos perdidos del viajero
insatisfecho (pasaporte y dinero). Comprobó que tenía todo en regla, les
dio las gracias más efusivas y les gratificó con un buen montón de lotis (moneda lesotense).
¡Que
nadie critique a este pueblo de gente buena y honesta!
Durmió, con la mente
reprobatoria hacia sí mismo por este tipo de olvidos (el primero en su larga
vida viajera), y a la mañana siguiente abandonó la capital en dirección a
Semonkong, a unas cuatro horas de trayecto.
Había visitado el salar de Uyuni y,
según lo decidido (no siempre el viajero
insatisfecho tiene las cosas previstas de antemano), abandonaría Bolivia
para internarse en Argentina. Fue fácil. Un autobús le llevó hasta Villazón, en
el lado boliviano; en el lado argentino se encontraba La Quiaca. Cruzó la
frontera andando. Del lado argentino no le pusieron ningún tipo de sello de
entrada en el pasaporte, se suponía que todo estaba informatizado. Después de
esperar unas horas (no muchas) en la estación de La Quiaca, tomó un autobús
hacia la ciudad argentina de San Salvador de Jujuy, aunque se bajaría en otra
población anterior, pues le pareció el sitio más cercano a ciertos lugares recomendables
y visitables.
Era noche cerrada en Tilcara, y no
solamente eso, llovía a mares cuando descendió del bus, lo que dificultaba los
movimientos para encontrar algún sitio donde pasar la noche. No llevaba nada
previsto, aunque sabía que en los alrededores de la estación había sitios
baratos y cómodos. Pero llovía, y no se podía mover de la estación hasta que al
menos aflojara el chaparrón. Estuvo un buen rato esperando y cuando la lluvia
no fue escandalosa se lanzó a la calle en busca de ese alojamiento. Encontró
uno.
Pucará de Tilcara
Tilcara era una pequeña población en la
provincia de Jujuy, con cierto aire turístico pues por los alrededores las
montañas contenían escondrijos que eran populares, bonitos y con encanto. Además,
en la misma población había un sitio arqueológico famoso, el pucará
de Tilcara. Ubicado en un morro en la confluencia de dos ríos, fue el
lugar ideal que eligieron los antiguos pueblos tilcaras para defenderse de los ataques, ya que dominaba el cruce
de los dos únicos caminos del lugar. En las faldas más accesibles de este morro
construyeron altas murallas. Los pucarás no solo tenían fines defensivos sino
también sociales y religiosos. Desde esa altura podían controlarse los campos
de cultivo circundantes y las viviendas de los campesinos en los terrenos
bajos. Lo inspeccionó el último día, y observó que estaba reconstruido en
exceso.
Cerro de los catorce colores, Serranía de Hornocal
Antes, aparte de admirar los alrededores, fue a visitar en la serranía
de Hornocal, la montaña de los catorce colores, que según se había
documentado, era un lugar de especial belleza. Todas las montañas erosionadas
circundantes tenían esas capas de diferentes colores en los sedimentos, pero el
Hornocal era algo especial por el número de tonalidades. Y así fue. Tomó un
autobús interurbano que le llevó hacía el norte, a Humahuaca, la población más
cercana. Allí todo estaba ya organizado (numerosas ofertas de muchachos para
contratar trayecto) lo que facilitaba el alquiler de un 4x4 compartido para
hacer los últimos kilómetros hasta el mirador. Lo hizo con tres jóvenes
argentinas, simpáticas y muy agradables, amigas entre ellas y, a partir de
entonces, también las consideraría sus amigas. Una bella cordillera esta de Hornocal.
La variedad de sus catorce colores, o quince, o doce, ¡qué más da!, le daba un
aire de montaña de cuento de hadas, por allí habría pasado Alicia (“en el país
de las maravillas”). Capas y capas de diferentes tonos: amarillos, ocres,
rojizos, e incluso, verdosos o azulados. Una delicia visual.
En Tilcara, también, comió la mejor
milanesa de llama, que probaría en todo Argentina.
El
viaje a Sudáfrica era una cuenta pendiente. Tenía comprado el vuelo en el 2020,
pero la variante sudafricana del coronavirus frustró tal viaje. KLM le devolvió
el importe del billete, pero siempre quedó sonando “el run run“ (como dice la canción de Estopa) de un viaje no realizado.
Largo
trayecto se impuso el mochilero por conseguir el vuelo más barato:
Madrid-Doha-Ciudad del Cabo, y regreso, a la inversa. Llegó a Ciudad del Cabo
por la tarde, a última hora. Tenía una habitación contratada por Booking
en el centro de la ciudad y hasta allí le llevó el taxi, con el correspondiente
“impuesto-novatada”. No quería estar nada más que un día, aunque esta ciudad necesita
varios, pero pensaba —como siempre— dejar la visita como colofón del viaje.
Durmió
esa noche en el Kimberley Hotel, que
ya tenía reservado: un bonito edificio, colonial y viejo. Tenía una taberna, en
el bajo comercial, digna de ser visitada: clásica, auténtica, con sabor de
mediados del siglo XX, y mantenida tal y como debió de ser en sus orígenes.
Allí se tomaría la primera cerveza sudafricana y escucharía ritmos de música
“de los 80, 90 y 2000”.
No
había decidido qué rumbo tomar y entre trago y trago, entre acordes que le
entraban por los oídos, fue planteándose el trayecto sudafricano a ritmo también
de la vieja guía de Lonely: el primer
destino que veía en su mente era Bloemfontein, para desde allí dirigirse a
Lesoto.
Edificios coloniales, en Long Street
Pasó todo el día siguiente recorriendo sin rumbo el centro de Ciudad del Cabo, sin
programar nada, sin atenerse a un plan, sabiendo que le dedicaría tiempo al
regreso. Paseó por los jardines de la Compañía; el edificio donde Mandela dio
su primer discurso al salir en libertad; Long Street, la calle más auténtica,
que mantenía muchos edificios coloniales; pequeños mercadillos en el centro;
Slave Lodge, casa museo de los esclavos; castillo de Buena Esperanza, que estaba
en la ciudad no, como pensaba, en su homónimo cabo.
¿Había
peligro en este viaje? Parecía que ese rápido trayecto urbano fuera para sacar
conclusiones. Pero, no, no tenía esa intención. Era, en realidad, una
inspección de curioseo viajero. La Table
Mountain (icónica montaña de fondo) estuvo todo el día cubierta de nubes y
la pregunta interior de cómo sería con el cielo despejado se quedó sin
contestar. Ya lo averiguaría a la vuelta. Vio en el rápido recorrido tantos
negros como blancos, sin observar extrañas diferencias. Vio turismo, se
apreciaba un constante goteo de visitantes que parecían fáciles de identificar.
Y lo eran. Algún “sin techo”, pero como en todas las ciudades. ¿Qué tenía
entonces de especial Ciudad del Cabo? Su ubicación; su función económica como
puerto, su realidad social, y sin duda su historia.
Castillo de Buena Esperanza
Era
sábado y, en varias plazas, vio y oyó grupos de jóvenes cantando y bailando
música góspel, o sin ser tan puristas, música de ritmos que siempre identificamos
como de negros. En un círculo, muchos turistas observaban, tiraban fotos,
alguno bailaba al ritmo y, otros, cumplían con la cita del sombrero, allí
colocado para la consabida colecta. El primer día, el viajero insatisfecho terminó agotado, había recorrido de norte a
sur y de este a oeste todo el centro antiguo de la ciudad.
Uyuni, el salar de Uyuni sería la
última etapa reseñable del viajero insatisfecho
en Bolivia. Después vendría el paso de frontera con Argentina para internarse
en este país, y conocer, a la vez, Paraguay.
Llegó a este municipio boliviano (Uyuni),
procedente de Potosí, en un autobús que había tomado a primerísima hora de la
mañana. Fueron dos o tres horas de viaje (no recuerda) y, una vez abandonado el
bus, se uniría a una expedición de cuatro personas (todas ellas españolas,
aunque no conocidas hasta entonces) para hacer el recorrido en 4x4 por el salar
y, dos días más, para recorrer Reserva Nacional de Fauna Andina Eduardo
Avaroa. Era una buena manera de hacerlo, y poder disfrutar así de los
atractivos de estos lugares únicos.
Con una superficie aproximada de 10.500
kilómetros cuadrados sobre el altiplano, era el desierto salado más grande del
mundo. Una inmensa llanura blanca, y sin duda una inmensa panorámica, de las
que se podían grabar en la retina para siempre. De hecho, se le grabó. El salar
de Uyuni representa un importantísimo motor económico para Bolivia, no
sólo por ser un reclamo turístico que atrae a miles y miles de personas cada
año, sino porque de él se extraen anualmente unas 25.000 toneladas de sal.
Además, se encuentra la mayor reserva de litio del mundo, y ya se sabe lo
importante que se ha vuelto este mineral para unas amigas del género humano:
las baterías.
Cementerio de trenes
La excursión comenzó con la visita al
cementerio de trenes, un lugar extraño con un montón de vagones oxidados que no
se levantaban de allí por su atractivo fotográfico para turistas y viajeros. O
eso creyó. Posteriormente, la incursión en la extensión blanca, casi infinita —
kilómetros y kilómetros— ocuparía todo el día. A una velocidad constante de unos
40 kilómetros por hora, se hicieron paradas en diferentes sitios para admirar
ciertas peculiaridades. La primera parada, después de recorrer varios
kilómetros fue para pisar el salar (caminar sobre él), sentir y palpar su
atractivo, y hacer las siempre imprescindibles fotografías. La segunda, para también
retratar el “monumento Dakar” y zampar el almuerzo correspondiente en un
restaurante-comedor, allí, al lado del monumento. En el resto de la tarde, el
trayecto se extendería hasta la isla Incahuasi, en medio del salar (en quechua significaba «la casa del Inca»),
una isla repleta de cactus gigantes que podían llegar a los diez metros de
altura. Después de varios kilómetros de recorrido una parada para hacer las originales
fotos con peculiares perspectivas, una actividad muy popular (¿y ridícula?), pero
que dejaba imágenes simpáticas. A última hora de la tarde, visita al lugar que
vulgarmente era conocido como ‘de los reflejos’, para hacer más fotos, usando
el efecto de la luz y la suave capa de agua, y conseguir más originales instantáneas.
Cree, no obstante, este mochilero que lo mejor del salar de Uyuni, sería disfrutarlo,
pues contarlo se hace reiterativo y difícil. De todo ello, se grabaron las
imágenes en la mente, mantenidas para siempre como un poso de vivencias.
Juego de perspectiva
Isla Incahuasi
Después de una noche en un humilde hotel
construido a base de bloques de sal, comenzaría el itinerario por la Reserva
Nacional Eduardo Avaroa, durante dos días. Impresionante y muy bella
excursión. Se recorría toda una altiplanicie rodeada de grandes montes andinos,
algunas lagunas y un territorio semidesértico con espectaculares momentos. El
contrato de esta marcha hablaba de los siguientes lugares y zonas a visitar: laguna
Cañapa, laguna Hedionda (fuerte olor a azufre y sedimentos), desierto de Siloli,
árbol de Piedra, laguna Colorada, géiseres, desierto Salvador Dalí,….. Multitud
de sitios, imágenes y sensaciones que se iban guardando en la retina y en el
interior de la psiquis viajera. Las
lagunas de coloridos espectaculares (blancos, con verdes, morados y rojizos),
los flamencos picoteando y alimentándose de sedimentos y algas, que solamente se
encontraban en ellas. Algunos otros pájaros, o llamas y vicuñas, acompañaron en
el recorrido para convertirlo en original, auténtico y distinto. Parajes
que se extendían en el horizonte, donde crecían plantas como la queñua o la
yareta (arbusto nativo del altiplano, de apariencia similar al musgo).
Árbol de piedra, R.N. Eduardo Avaroa
Terminó todo —después de dos días— y, de
nuevo, en la población de Uyuni. Las dos jóvenes vascas y el murciano que le
acompañaban se despidieron hacía otras y diferentes aventuras.