Dos o tres días antes de la salida hacia Madagascar se dio cuenta de que viajaría al país en época de lluvias. Antes, ni se había preocupado del tema.
Llegó
a Antananarivo,
capital del país, en un taxi procedente del aeropuerto. Cuando se encontraba ya
cerca del hotel (Le Relais Normand)
comenzaba a llover con fuerza. Saltó del taxi a la acera, una alta acera, y
entró en el hotel. “¡Vaya! —pensó— comienzo bien”. Luego, con el paso de los
días se daría cuenta de que no era para tanto. A lo largo de los trayectos
malgaches llovió —sí, llovió en ocasiones— pero algo normal. Sufrió un tifón
(muy cacareado en internet) en una de las ciudades norteñas, pero no fue para
tanto. El viaje en este sentido transcurrió con cierta normalidad.
Esa tarde, porque era ya por la tarde cuando pisó Madagascar, no salió del hotel nada más que a dar una pequeña vuelta por los alrededores más cercanos: un breve recorrido de inspección, siempre necesario para ubicarse en el lugar. Al día siguiente, comenzaría oficialmente sus paseos por esta “descerebrada” urbe de más de millón y medio de habitantes. Ubicada, en parte, en laderas de pequeñas montañas y en sus valles correspondientes, tenía unas calles pendientes (sobre todo, la parte vieja), otras llanas, para patear sin descanso durante varios días. No estaría nada más que dos, antes de emprender la ruta por el país, pero volvería a ella en varias ocasiones. Como centro del país que era, de Tana (así llamaban a la capital en el país) partían las carreteras hacía todos los puntos cardinales y era necesario volver a ella: después de viajar por el sur e ir hacia el este, y de regreso del este para ir hacia el norte. Pisó Tana en tres ocasiones.
El segundo día visitó uno de los sitios ineludibles: el palacio de la Reina, o Rova, en la parte más alta de la ciudad, con unas vistas espectaculares (incluida una panorámica del lago Anosy, lago artificial en forma de corazón, con el monumento central a los caídos en la Primera Guerra Mundial). En su anterior visita al país, este viajero insatisfecho, ya había conocido el Rova, pero entonces, recién incendiado, estaba en malas condiciones, ahora, ya restaurado, ofrecía otro aspecto más bello, o más turístico. Durante la subida, la vida cotidiana de sus gentes se mostraba al visitante: tiendas o tienduchas que vendían de todo; personas en las aceras ofreciendo sus productos; mujeres lavando la ropa; niños corriendo y jugando,… En resumen, vida malgache. Las casas y edificios de las laderas, con sus rojos y oxidados tejados, y su estética, daban información sobre la dominación colonial, sobre la arquitectura francesa heredada después de muchos años de influencia y arraigo.
A la bajada, recorrió el mercado de Zoma (ubicado al final de la Avenida de la Independencia, en el centro), con sus característicos parasoles blancos, donde el bullicio y la aglomeración de gente producía cierto impacto.
Se encontraba absolutamente de todo, desde ropa a verduras, legumbres, artículos de costura, productos de limpieza, pintura, mercancías de ferretería, y las habituales “baratijas de chinos”. Paseó por la ciudad, donde los cambistas de dinero, los vendedores de artilugios y los mendigos abordaban al mochilero. “No, no y no”, era su recurso ante tanta insistencia.
