Los
alrededores de Pakse, además de lo ya citado en el post anterior, ofrecían otros enclaves interesantes, o visitables.
Cruzando el río Mekong, en la ladera de una pequeña montaña que se alzaba a lo
lejos había otro monumental buda que extendía su mirada reposada sobre toda la
ciudad, postrada a sus pies. Allí se dirigió el viajero insatisfecho dispuesto a alcanzar el enclave, después de
ascender varias escalinatas, con gran pendiente e inclinación. Desde lo alto,
se divisaba Pakse en toda su amplitud, el río Mekong y sus alrededores. Al
lado del gigantesco buda, decenas de budas más pequeños, de tamaño humano, se
alineaban en un lateral de un templo budista muy venerado y visitado. A aquellas
horas, solitario, para satisfacción de este intruso mochilero. Los pequeños
budas eran regalos de líderes extranjeros en sus visitas al país o presentes de
prestigiosas instituciones internacionales al pueblo laosiano. En un pequeño
letrero figuraba el origen del obsequio. La ascensión y la visita le ocuparían
casi la mañana. En lo que quedaba de ésta, y en la tarde, se acercaría en su
motocicleta Honda de alquiler a la cercana ciudad de Champasak, a unos 30
kilómetros.
Filas de budas
Champasak
era el nombre de la provincia y de una población. Cerca de ésta se encontraba
el antiguo templo de Vat Phou, objeto de la visita.
Vat
Phou era un
complejo en ruinas del imperio jemer, construido en el siglo XI, y declarado
como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, en el año 2001. Este antiguo imperio
jemer era el mismo que construyó los templos de Angkor, en Camboya, más
monumentales, sin duda, que Vat Phou. El complejo constaba de
unos lagos artificiales, de los que partía una calzada ceremonial, delimitada
por dos filas de pilares con forma de flor de loto, hacia la parte intermedia,
donde se ubican sendos edificios cuadrangulares caracterizados por conservar
bellas decoraciones talladas, pero ya bastante deterioradas por el paso de los
años. Después, una escalinata central ascendía por la ladera a la parte más
alta y sagrada de templos.
Edificio cuadrangular, Vat Phou
Estas
ruinas no eran especialmente espectaculares y carecían de la grandiosidad de
los templos de Angkor, en Camboya. Todo el complejo estaba relativamente
cuidado, pero no dejaba de ser algo de difícil comprensión para el curioso foráneo,
aunque sí alcanzaba la valía para
una corta visita.
Además,
¡qué leches!, sólo el viaje en solitario y en motocicleta desde Pakse
ya merecía la pena. Los 30 kilómetros de ruta cruzaban por arrozales, donde se
veían muchos búfalos de agua de pequeños propietarios; por bosques de árboles y,
más cerca de las ruinas, a los lados de la carretera, minúsculos campos de
flores de loto.
Siempre
ha pensado que los viajes, los trayectos y los instantes no son algo rígido y sometido,
y sí, elementos con vida propia. No siempre se atienen a previsiones o
programas y cambian, como éste, en este caso. En la salida de Phonsavan
hacia nuevo destino, el pensamiento del viajero
insatisfecho era encontrar un transporte hasta una ciudad (no recuerda su
nombre) que servía de punto de enlace para, luego, tomar rumbo sur, hacia la
ciudad de Savannakhet. Lo encontró y se montó, pero mientras circulaban el
conductor no le avisó de la parada en esta ciudad y el vehículo continuó su
trayecto hacia su destino final, Vientián. A mitad de la ruta, al enterarse, tuvo
que tomar otro autobús de vuelta a la citada ciudad que había quedado atrás.
Cuando
llegó después de este trayecto inútil, le mostraron un autobús que salía en ese
preciso momento hacía Pakse. Sin pensarlo lo tomó. Tenía
una parada en Savannakhet pero, como ha dicho anteriormente, los trayectos y
los instantes tienen vida propia, no son rígidos, y decidió continuar. Tenía
dudas sobre el interés de esta población intermedia.
El
trayecto hacia Pakse era largo. Sabía que tendría que pasar noche en el
autobús, pero la decisión estaba tomada.
Amanecía
en Pakse
cuando el autobús entraba en la estación. El sol levantaba su pesado cuerpo
luminoso por el horizonte y con sus rayos despertaba a las gentes del entorno. Un
grupo de monjes budistas recogía, entonces, las ofrendas matinales entre los pocos
creyentes que había por los alrededores de la parada de bus. Una imagen típica,
pero no por eso menos sobrecogedora e interesante. La religiosidad y la
devoción sobrevolaban el acto. El cuadro que presenciaba era el siguiente: una
joven reverenciaba a los monjes en silencio y entregaba la ofrenda con sumisión
y fervor; éstos, con movimientos suaves y un paso lento, recibían uno a uno la
donación en el cuenco que llevaban colgado del hombro.
El
tímido frescor de la mañana recién nacida lo envolvía todo. Los aromas de la
naturaleza mezclados con los olores de la ciudad -despertaba entonces- agradaban
las sensaciones y el espíritu del recién llegado. La población de Pakse
se asentaba a orillas del río Mekong y a los dos lados de un afluente, que
desembocaba, justo allí, en él. A primeras horas ya era una ciudad activa,
luego con el paso de las horas, sería una ciudad tremendamente vital.
Motocicleta alquilada
Siguiendo
las sugerencias del libro-guía tomó una guesthouse
de cierta calidad, pero de precio asequible, como suele ser habitual. Los
turistas y mochileros que había en la localidad -supuso- estaban concentrados
en aquella zona. Callejeó ese día por los aledaños cercanos y paseó por la
orilla del río Mekong que allí se presentaba ancho y caudaloso.
Al
día siguiente, alquilaría una motocicleta para visitar los alrededores. Un
intenso día de circulación, aunque reposado y relajante. La libertad de sentir
el aire templado de la zona a la velocidad que los pocos caballos del motor le
permitían era todo un privilegio. A ratos, las nubes amenazaban con descargar
sobre el nuevo motorista, pero se libró siempre de ello.
Visitó dos
espectaculares cataratas a unos cuarenta kilómetros de Pakse: Tad Fane y Tad Yuang, muy cerca la una de la otra. ¡Qué belleza natural la de
ambas cataratas, en especial, la de Tad
Fane con sus dos bocas naturales y un salto de agua de 120 metros! Disfrutó
del camino, de muchas escenas rurales, de los niños que gritaban al paso de la
moto, de negocios artesanales a orillas de la carretera y, en general, de la
vida laosiana.
Phonsavan era una población del centro-norte de
Laos, conocida por la Llanura de las
jarras y reconocida, recientemente, como Patrimonio cultural de la Humanidad
por la UNESCO.
Llegó
a punto de anochecer a la estación de autobuses, bastante solitaria y alejada
del meollo poblacional, y se hizo de noche cerrada tratando de encontrar un tuk-tuk que le dejara en una de las guest-house del centro. Había varias y
llevaba una de referencia, y esto le indicaría al conductor del vehículo de
tres ruedas.
La
guest-house resultó ser una preciosa
casa de dos pisos con habitaciones a lo largo de un jardín o patio interior. Se
accedía a ellas por puertas situadas en una galería o corredor que daba a dicho
jardín. Se asemejaba a una corrala, pero relativamente nueva y especialmente
limpia. Allí pasaría tres noches. La entrada daba a una ancha calle o avenida,
en el centro de la ciudad. Frente a ella, un restaurante presentaba a la
entrada unos grandes y oxidados proyectiles americanos, a modo de decoración art déco laosiano. En él comería,
tomaría alguna cerveza y redactaría notas recordatorias de la ciudad.
Para
la visita a la Llanura de las jarras,
o tinajas, utilizaría los servicios del recepcionista que en su tiempo libre se
convertía en motorista de alquiler. Casado, todo venía bien al joven
matrimonio, con hijo pequeño, aunque no le vio excesivamente interesado por el
dinero que tan justamente se había ganado.
Llanura de las jarras
Llanura de la jarras
Motorista y las tinajas
Esta
famosa llanura, en realidad, constaba de varios asentamientos de tinajas en los
alrededores de la ciudad. Pateando uno de estos lugares, parecía ser suficiente,
pues todos eran más o menos lo mismo: un “sembrado” de jarras, unas de granito
y otras de piedra arenisca, que ocupaban una extensa zona de terreno. Las
jarras, de uno a tres metros, estaban esparcidas sin aparente control. Unas
tumbadas, otras en pie; unas destrozadas y otras bien conservadas, pero todas
ellas formaban un bonito conjunto.
Aunque
no se conocía a ciencia cierta el uso de esas antiguas jarras, durante la
excavación, el arqueólogo francés Colani, en 1930, observó que su interior contenía
restos humanos, aunque no todas, pero muchos huesos mostraban evidencias de
incineración. Algunos hoyos o socavones cercanos a las jarras daban cuenta de
explosiones de bombas americanas durante la guerra en el país, según dijo el
recepcionista-motorista.
El
asentamiento visitado, tenía además una cueva, que bien podría haber sido
refugio en tiempos bélicos. Ahora, un pequeño buda y unas ofrendas ocupaban uno
de los laterales interiores. En el camino de vuelta a Phonsavan, visitaría otro
buda, éste de proporciones gigantescas y en apariencia sin terminar, en la
parte alta de una pequeña elevación de terreno.
¡Qué obsesión laosiana
por construir grandes y dorados budas en los mogotes cercanos a las
poblaciones!
Estaba
en Luang Namtha, en el norte de Laos, eligiendo y decidiendo el
próximo destino: uno de ellos podría ser Phongsali. Sobre esta población se informaba
en unas breves líneas del libro-guía. Según éstas, la población se levantaba en
una sinuosa meseta, alejada unos trescientos kilómetros, o poco más, de donde
se encontraba.
Nunca
pensó que fuera tan largo el viaje hasta allí. La carretera era sinuosa, sí, y
estaba trazada por las cimas de aquellas montañas que conformaban estrechos
valles. De una cumbre a la otra o de una estribación montañosa a la siguiente.
Fue un largo trayecto de más de catorce horas de ruta en un minibús cargado de
viajeros, y se hizo muy largo. Arribaron a la población muy entrada la noche.
La
estación de autobuses estaba a unos dos kilómetros del centro y gracias a la
amabilidad de un vigilante de la estación (pagando el trayecto, por supuesto) pudo
este viajero insatisfecho localizar uno
de los pocos hoteluchos para pasar la
noche. Era muy difícil la comunicación en aquella zona donde parecía no haber llegado
turista alguno, ni mochilero perdido, pues todo el mundo hablaba su idioma
local y carecía, al menos en apariencia, de una mínima infraestructura para
desplazamientos por los alrededores. Aun así, al levantarse al día siguiente
inició la dura batalla de tratar de conseguir algún medio para visitar algo de
la zona circundante. Paró a un veterano motorista que le miró al pasar y, aunque
ni era experto ni parecía fuera su labor, se lanzó a negociar el precio del trayecto
a Ban
Komean, un pequeño poblado -según detallaba la guía- productor de té, ubicado
en una de las muchas laderas de la zona. El interés no era tanto por las
plantaciones como por encontrar en la ruta algún pequeño pueblo local y tradicional,
en el que siempre podría surgir la sorpresa de alguna actividad social típica o
arcaica.
Dos trabajadores arreglando la antigua plantación de té
Con
la moto circulando por caminos de tierra y piedras, socavones y baches, llegaron
a la zona de las plantaciones de té después de casi una hora de trayecto. Nada
especial, nada reseñable en el camino, sólo el disfrute de la naturaleza rural
y las espectaculares panorámicas de valles y montañas que se extendían hacía el
horizonte. Una vez allí, un paseo por los antiquísimos terrenos, con viejas
plantas de té. Poco más en aquella excursión rural y sin mayores pretensiones.
Vio
varias mujeres con atuendos tradicionales a lo largo de la ruta y, en especial, se
cruzó con una que llamó su atención. Le hizo una foto para el recuerdo e intentó
conocer su procedencia y el porqué de aquella vestimenta. Imposible la
comunicación e imposible averiguar dónde se asentaba su poblado: desistió de
conocer sus orígenes, aunque podría ser de algún pueblo Akha de los alrededores.
Pasó
una larga mañana por los alrededores de Phongsali, intentando avistar algo
llamativo, un poblado tradicional o una cultura local, pero, si bien disfrutó
del aire fresco y virgen de la zona, no pudo saborear nada auténticamente
antiguo y típico.
El
viajero insatisfecho no está
acostumbrado a presentaciones o charlas. No es un lobo de conferencias ni un
ave rapaz de soliloquios ante un público más o menos entregado, conocido o,
todo lo contrario, difícil. Pero reconoce que en esta ocasión se sintió pleno, contento,
feliz y ubicado (muy importante sentirse ubicado). Era el día de la
presentación de su libro “Fakaha. Los pintores del bosque de Pablo
Picasso”.
Llegó
a la librería Gaztambide, donde tenía lugar la presentación, con el tiempo
suficiente para sentir el local como algo suyo, como si fuera el salón de su
casa o un habitáculo familiar ¡Hacerse con él! Una llamada de Paco Nadal al móvil
preguntando si seguía “en pie lo de mañana” le ubicó definitivamente. “¡No,
Paco, que es hoy, que es ahora!”. Era una broma de este gran amigo y viajero, que
estaba ya a sólo unos metros el local.
La
parte comercial de la librería era un espacio atrayente, lleno de estanterías y
mesas con libros, volúmenes y ejemplares de todo tipo, formando un conjunto
abigarrado de objetos de culto, aunque también de polvo. El sótano -al que se
accedía por una pendiente escalera- igual de sobrecargado y barroco, transportaba
al visitante hacia la intimidad y la cercanía. A sentir la protección de tanta
letra enlatada y tanto libro envasado en estanterías laterales y frontales.
Y
llegó Paco Nadal.
Saludos
y sonrisas de bienvenida, ante otro gran amigo, Pepe, que instalaba una cámara
para recoger la charla y empaquetarla luego en el recuerdo. El público
asistente comenzó a llegar en tromba. Puntuales, deslumbrantes, contentos y
animados. Algunos besos; a otros, abrazos. Algún saludo de lejos, pero cercano.
Y
aquellas filas de sillas, que vio -en principio- como demasiadas y excesivas,
se fueron ocupando. Culos y más culos se unieron al cómodo asiento. Sobre
ellos, amigos y amigas relajados, pero expectantes. Más personas bajando las
escaleras. No cesaban de entrar. Se llenó, y comenzamos. En los siguientes
minutos, las escaleras de acceso sirvieron también de reposo para los más
retrasados.
“Voy
a empezar contando cómo conocí a un personaje como Blas, a un personaje
peculiar. No me diréis que no es peculiar, porque rarito, rarito es”, así
comenzó el acto de presentación de este libro africano y picassiano. Más, en
concreto, de su autor. Estas fueron las primeras, cariñosas y sinceras palabras
de Paco Nadal, desde aquel alto taburete. El público, sin duda, comenzó a darse
cuenta de qué iba aquello y del tono en que iba a discurrir la reunión. Las
sonrisas de los asistentes afloraron y todo el mundo se relajó. El primero, el que
escribe estas líneas.
“Desde
que abrí un blog en El País, desde el
minuto uno, apareció un tío, un tal Blas F.Tomé, que me hacía comentarios en
todas y cada una de las entradas. ¡Era un tocapelotas! No os lo podéis imaginar”.
Paco ya se había ganado al público con ese tono, con esa facilidad de
comunicación, de exteriorización de sus sentimientos y cordialidad en sus
palabras ¡Gracias, Paco!
Todo,
a partir de ahí, discurrió con un público animado, predispuesto a escuchar, a
dejarse encandilar por el agradable y experto viajero, Paco Nadal. Se habló de
África, de Picasso, de las máscaras, de las religiones animistas, de los
recorridos mochileros, de los precarios hoteles, de sexo, del turismo de
agencia, de cómo se había fraguado el libro […], de todo. Se expusieron ideas y
temas africanos a diestro y siniestro. Al final, hubo preguntas. Y deduce este
mochilero: porque el tema había sido interesante.
Gracias,
a todos, por asistir. Gracias, Paco, Pepe, Zule, Pilar, Isabel, José Ignacio,
Oriente, Inma, Perpe, Carmen, Beatriz, otra Beatriz, Jesús, Cristina, José Manuel, David, Ania, Marta, Melchor, Melchor Jr., Rus, Lou, Luis, Paula, Lola, Merche, Begoña, Prado, Melda, Nacho, Miriam, Miguel, Zulayka, María, Tatiana, Juan, Sandra, Noemí,... , y gracias a todos los que no cite por su
nombre.
Nada
más llegar a la población de Luang Namtha, en el norte de Laos,
después de un día completo de transitar por no muy buenas carreteras, donde los
baches imperaban a sus anchas, el viajero
insatisfecho se encontró con una pareja de españoles, que se convertirían
en compañeros de recorridos los dos días que estuvo en esta localidad. Un
simpático y armonioso duplo, incansables fumadores y trabajadores de Correos.
El
primer día, después de alquilar dos pequeñas motocicletas automáticas, se
lanzaron a la carretera en busca de puntos interesantes por la zona del Parque
Nacional Nam Ha. Era un lugar que “vendían” como ideal para hacer trekking, pero este mochilero cree que la opción elegida -hacerlo en
moto- no fue desacertada.La carretera cruzaba el parque y, durante el trayecto,
realizarían varias paradas. Una de ellas, en un poblado tradicional laosiano
donde la amabilidad de las gentes, las tareas que realizaban y la alegría de
los niños hablaban de su naturalidad y, hasta cierto punto, de sus raíces,
ancladas aún en lejano pasado, pese a estar ubicados a orillas de la carretera.
Aparcadas las motos al lado de aquellas casas de madera que formaban este tranquilo
poblado rural, pasaron un buen rato disfrutando de la alegría de aquellas
gentes. Muchos niños jugaron a ser niños y varias ancianas miraban con
curiosidad a los foráneos invasores.
Poblado tradicional laosiano
Pararon,
también, cerca de los campos de arroz que salpicaban la ruta para fotografiar de
cerca las labores de la recolección y visitaron una cueva -resultó estar
abandonada- que se anunciaba a pocos metros del camino. Una buena cerveza y un
sabroso arroz con delicias locales sirvieron para tomar fuerzas. Después de
descansar, iniciaron el camino de regreso a Luang Namtha.
En
la siguiente jornada, una nueva ruta exploratoria: inspeccionaron las cataratas
de Nam Dee, nada espectaculares y, después de retomar la carretera
principal, se acercaron a Muang Sing, ciudad fronteriza con
China, llena de chinos. Muchos kilómetros: parte de la vuelta y la entrada a la
ciudad de origen fue ya de noche.
No había grandes cosas. La
zona no tenía espléndidos y grandiosos monumentos, pero hicieron kilómetros y
kilómetros experimentando la libertad, la alegría del relax y la pasión por
descubrir nuevos lugares y sentir remotas sensaciones.
En un reciente viaje que el autor realiza
a Costa de Marfil, visita el pueblo de Fakaha, una población perdida en la
sabana boscosa del norte del país. Allí se encuentra un cuadro, supuestamente pintado
por Pablo Picasso a su paso por esta localidad, a finales de los años sesenta
del siglo pasado. Las gentes de Fakaha, según algunos inverosímiles testimonios
y el documento acreditativo adosado al viejo lienzo, fueron testigos de la
llegada de aquel hombre blanco, viejo, descamisado y descalzo. Allí dejó –ahora,
expuesto entre todas las telas- un ingenioso lienzo salido de su imaginación,
sus manos y sus pinceles.
El autor comienza aquí la
construcción del relato de aquel idílico e improbable viaje de Pablo Picasso a
tierras africanas, en 1968, a punto de cumplir 87 años. Este libro es una
interpretación imaginaria de aquel viaje del artista en busca de la realidad
mística y mítica de las máscaras africanas, elementos claves en ciertos
momentos en la evolución de su pintura. A través de las páginas, que reconstruyen
el trayecto de Picasso realizado por el país en aquellos difíciles años, y de los
capítulos en los que el propio pintor expone diferentes hechos en ciertas etapas
de su vida, el autor profundiza en la visión trascendental del creador, sus
obsesiones pictóricas, su evolución artística y hace, en fin, un singular repaso
a la vida del pintor malagueño.
El
trayecto de Vang Vieng a Luang Prabang, en un minibús repleto
de pasajeros, fue toda una aventura de baches, saltos y sobresaltos. Un gran
derrumbe de tierras en la carretera -atravesaba ésta una zona montañosa- hizo
que a la duración del viaje se añadieran tres horas: la espera para sobrepasar con
tranquilidad aquel inconveniente. Fue necesaria la intervención de una gran
máquina con pala para limpiar el terreno y arrastrar a los vehículos hasta
cruzar el trecho de zona afectada. Llegaron a Luang Prabang ya entrada
la noche cuando lo previsto había sido alcanzar la ciudad con la claridad de media
tarde.
Luang
Prabang era una
ciudad espectacular, muy turística. Guardaba aún el encanto de antigua colonia
francesa pero poblada de multitud de templos, monasterios y todo tipo de
vestigios budistas. Y monjes, muchos monjes budistas. Se contaban por cientos,
puede que por millares. Monjes madrugadores, para recoger las ofrendas de sus
fieles.
La
ciudad, a orillas del río Mekong, rodeaba al templo Phu Si, erigido en lo
alto de una pequeña montaña o elevación en cuya ladera crecían árboles y
arbustos (De noche, la estupa débilmente
iluminada, que coronaba el
monte y el templo, parecía flotar sobre la ciudad, que dormía en su base).
Jóvenes monjes budistas preparando adornos
Templo, con la naga preparada para el desfile nocturno
La
jornada transcurría para el viajero
insatisfecho entre los paseos y las visitas a la multitud de templos
perdidos en sus calles y callejuelas: Wat Mai Suwannaphumahm, Wat
Ho Pah Bang, Royal Palace, Wat Siang Thong,… y más y
más templos. También, con los recorridos por la parte alta de la ribera del río
Mekong, donde un gran número de cafés y restaurantes animaban al turista a
presenciar el tranquilo transcurrir de sus aguas, y a disfrutar de las maravillosas
puestas de sol, perdido en ese momento entre la vegetación de la orilla
contraria, las palmeras y el verde que lo imprimía todo de color.
Había
muchos sitios en esta ciudad dónde centrar la mirada: en los templos; en las
casas coloniales; en las guesthouse
típicas, aparentemente limpias y muy cuidadas que salpicaban la parte más vieja
de la ciudad; en los puestos callejeros, y en la amabilidad de sus gentes que
no parecían estar hartas de la constante invasión del turismo.
Todos
los días, en las primeras horas de la noche, se montaba un mercadillo variado
de productos locales, de objetos turísticos, de jugos tropicales, de comida. Cientos
y cientos de puestos sobre el suelo, en la calle principal que adquiría el
valor de peatonal. Todo esto se añadía al Night Market que tenía su sitio fijo
en una gran plaza en la base de la montaña central. Se llenaba de puestos, de
mesas, de luces y, en general, de vida. Todo Luang Prabang parecía
cenar en la vía pública y vivir al son que marcaba el extranjero, el foráneo
que buscaba cosas típicas y originales.
Templos iluminados el día antes del Festival de la Luz
Una
de las noches -recuerda que fueron tres- se celebró el Festival de la Luz o Barcas
de fuego, de gran colorido, luces, carrozas de dragones o serpientes y gente
alrededor. Una celebración local y tradicional, desvirtuada en los últimos años
por la multitud de turistas, aunque aún mantenía cierta autenticidad. Una
procesión de grandes barcas, repletas de velas encendidas y recubiertas con
papel de colores sobre una estructura de bambú formando grandes serpientes
luminosas: las nagas, diosas de las aguas. Estas grandes nagas iluminadas avanzaban
por la calle principal hasta el principal monasterio de la ciudad, el Vat
Siang Thong. Por un antiguo embarcadero real descendían hasta las aguas
del río Mekong, donde las barcas eran liberadas creando un espectáculo
precioso.
Una de las nagas en el desfile del Festival de la Luz
Había, además, en los
alrededores, sitios que merecían una visita. Unos botes en la ribera del río
Mekong, ofertaban recorridos a las cuevas Ban Pat Ou, y varios tuk-tuks, estacionados en los
alrededores de Night Market, ofertaban visitas individuales o colectivas a las
cataratas de Kuang Si. No era complicado pues llegar a estas cataratas, a
unos 30 kilómetros de Luang Prabang. Varios pequeños
saltos de agua durante un pequeño recorrido culminaban en una gran catarata
principal.
Ante una cerveza, observando los alrededores, desde Vang Vieng
Llovía
cuando el minibús llegaba a Vang Vieng, segunda etapa del recorrido laosiano.
Hacía su parada final en un gran descampado vacío, frente a un hotel. Como el
minibús venía cargado de jóvenes -y no tan jóvenes- mochileros, la estrategia
de la parada no ofrecía dudas: propiciaba que alguno de los ocupantes del
vehículo decidiera entrar en el hotel, y aquel día más, animado por la intensa
lluvia.
No
entró nadie.
Río Nam Song
Vang
Vieng era una pequeña ciudad a medio camino entre Vientiane (la capital) y
Luang Prabang (ciudad turística del país), Patrimonio de la Humanidad, por la
UNESCO. En un principio, hace años, Vang Vieng fue un lugar que ocuparon los
mochileros seducidos por los bellos parajes de montañas de piedra caliza y
arrozales, con multitud de cuevas, caminos para explorar y el río Nam Song, con
muchas posibilidades para el baño y otros deportes acuáticos, como el tubing. Con el paso de los años, se
popularizó entre los mochileros y jóvenes que lo convirtieron en
lugar-turístico-de-borrachera. Contra esto el gobierno laosiano había
conseguido luchar, pero aún la ciudad se mantenía y se expandía con multitud de
posibilidades turísticas, mal llamadas “de aventura”: tonterías para que cuatro
jóvenes (muchos coreanos) perdieran el tiempo y se distrajeran en sus
constantes ratos de ocio.
El
paisaje merecía la pena. Las bellas y escarpadas montañas contrastaban con la
pureza y uniformidad de los arrozales. Tomó una habitación en un tranquilo
hotel-guesthouse dispuesto a pasar
algún día por la zona. Y así fue. Animado por las panorámicas que desde la
terraza de un bar observó nada más llegar, decidió pasar al menos dos días
exploratorios. Alquiló una pequeña moto con motorista-guía incluido y recorrió
campos de arrozales, subió a miradores y se internó en alguna que otra cueva,
de las muchas que por allí había. La mayoría de ellas, rescatadas para su
beneficio por el "clero budista".
Algunas, en su interior, con altares e imágenes, veneraban a Budha.
En el mirador
En
la única ascensión que hizo -por cierto, con mucha ‘trabajina’- se encontró, en lo más alto y entre unos peñascos, una
moto anclada a las rocas, a modo de mirador. Hizo varias poses para el
recuerdo, pues el sitio y el marco tenían realmente una fotografía.
Vang Vieng era un lugar tranquilo
para paseos, para perderse entre arrozales y con posibilidades de tomar cervezas
a discreción, en la variedad de sencillos bares y restaurantes por toda el área
urbana y, también, alrededores.
No
sabe realmente qué puede interesar a los viajeros o turistas del Buddha
Park: una serie de esculturas de Buda y otras deidades del hinduismo,
malas, de materiales baratos, relativamente modernas y rodeadas de un jardín
cuidado, pero tampoco espectacular. Una especie de parque de atracciones, pero
sin espectáculos vivos y móviles.
No
sabe qué resulta interesante de semejante acopio de figuras y tallas de
diferentes tamaños. No sabe, pero fue a visitarlo. Se dejó llevar por otros
visitantes que estuvieron antes. Realmente no lo recomendaría. Está a 25
kilómetros de Vientiane, un trayecto que no se le hizo nada largo. Tomó un
autobús (cree recordar que era el número 14) en una estación que no recuerda,
cerca de Talat Sao, e hizo el trayecto como si fuera un laosiano más.
Buda reclinado
Una
ostentosa puerta de entrada, en la solicitaban el pago del reglamentario ticket,
daba acceso al recinto. A la derecha según se accedía, todo el conjunto de
estatuas de diversas divinidades del hindú, entre ellas, Visnú, Siva y un gran
Buda reclinado de unos cuarenta metros.
El
paso de los años se mostraba en el deterioro de algunas tallas y de alguno de
los asientos dispuestos allí para la contemplación del recargado espectáculo de
deidades. Deterioro producido, supuso, por las condiciones climatológicas de un
país húmedo y lluvioso. A pesar de las críticas, no consideró perdida la
mañana. Al fondo un recinto de oración, y el río y sus orillas, con algunos campos labrados y
preparados para ser sembrados de arroz.
Ah!
y, por supuesto, un restaurante típico laosiano, donde aprovechó el viajero insatisfecho para libar (sin
ser una abeja) el néctar (o jugo) de un coco natural.
Llegó
a la capital de Laos, Vientiane, con varias horas de retraso. No consiguió
enlazar en Bangkok y tuvo que sacar a relucir su tarjeta para conseguir un
nuevo billete, ocho horas más tarde.
¡Mal
comienzo!, aunque tenía el convencimiento que todo se arreglaría en el
transcurso de la ruta, de un “camino torcido saldría alguno derecho”, pensó. Ya
de noche en el aeropuerto de la capital, un taxi le llevaría al hotel que tenía
previsto. A la entrada, un cartel en letras góticas le recibía “Wellcome, V(B)iajero Insatisfecho”. Esto
le subió el ánimo.
No
era una mega ciudad Vientiane. Según tenía entendido, alrededor de un millón de
habitantes.
Claustro de Wat Si Saket
Un
café y unos huevos fritos a la mañana siguiente le ayudaron a lanzarse a
conocer la ciudad. No sabía dónde estaba situado su hotel ni sabía hacia dónde
tirar, pero el joven y simpático recepcionista le dio alguna pista. Con su
mochila azul a la espalda, la fotocopia de un pequeño plano del centro, donde
señalaba el hotel, y la experiencia viajera (o lo que es lo mismo, sin miedo a perderse)
se aventuró a conocer al menos el centro de la ciudad. No era excesivamente
agobiante el tráfico, tampoco la gente, ni el ruido y el bullicio, lo que
facilitaba, y mucho, la relajación de los trayectos. Ahora, perdónenle,
comenzarán una serie de nombres de difícil comprensión. Disculpad a este
mochilero, pues se verá obligado a citarlos tal y como aparecían en los
carteles o en el plano de la ciudad. Callejeó por avenidas relativamente
amplias y aterrizó en Ho Phra Keo, un gran templo dorado y
rojizo -enclavado en medio de un jardín- muy decorado y recién pintado. Luego
se daría cuenta de que los templos, en la mayoría del territorio laosiano, son
dorados en exceso y recargados en decoración. Varios budas rodeaban el templo,
sentados en su más famosa posición, bhumisparsha,
con la mano derecha apoyada sobre la rodilla y con los dedos apuntando hacia el
suelo. La mano izquierda descansa sobre el regazo con la palma hacia arriba. Le
dedicó mucho tiempo a ese primer templo, luego iría perdiendo minuciosidad al
observar los detalles y realizaría visitas más rápidas.
Enfrente,
estaba Wat Si Saket, el templo más antiguo de la ciudad. Tenía un
claustro alrededor lleno de budas y nichos, con más budas pequeños a su vez, de
aspecto antiguo y polvoriento.
Patuxai, arco de triunfo
De
allí, la visita obligada a Patuxai, el arco de triunfo de la
capital. Era grandioso, una mole cilíndrica con cuatro arcos. En el centro de
los arcos una cúpula azul, adornada con motivos hindúes, y un mercadillo a sus
pies. Le llamó la atención este mercadillo donde vendían artículos de todo
tipo. Bebida, también. Hacía un sol chillón, picante y abrasador. Cualquier
sombra, la sombra que daba aquel arco de triunfo era bien recibida.
Iría
a más y más templos en Vientiane. Entre otros, a Pha That Luang (una enorme
estupa dorada). A la entrada, la escultura del rey Setthathirath, fundador de
Vientiane.
El
viajero insatisfecho conoce toda Indochina excepto este pequeño país, en el
centro de la región. Si en un corto periodo de tiempo en su historia hubiera que
destacar algo del país serían los bombardeos aéreos perpetrados por Estados
Unidos, durante la guerra de Vietnam, con la intención de eliminar las bases norvietnamitas en este país e
interrumpir las líneas de abastecimiento en el llamado “sendero Ho Chi Minh”.
¿Qué
encontrará en la visita? Seguro que pagodas, templos budistas, alguna etnia
singular y laosianos labrando su subsistencia en las grandes extensiones de
arrozales. No es poco.
¿Qué
buscará? Relax, vivir una vida diferente o singular, y contar las coincidencias
con otros países visitados.
¿Qué
llevará? Su mochila y la mente abierta. ¡Ah!, y dinerito, tarjeta bancaria y
números clave.
Parada
en la ciudad de Mbarara, Uganda. Hacía dos días que había atravesado la
frontera desde Ruanda y le sobraban otros dos para tomar el vuelo de regreso a
España. Mbarara era una urbe africana y ruidosa, cruce de carreteras hacia direcciones
varias en Uganda. Ruidosa, bulliciosa y loca. No cree que el viajero insatisfecho pudiera estar allí
mucho tiempo. Para la estancia nocturna, había elegido un hotel-residencia de
estudiantes universitarios, pero con un ala de habitaciones para alquiler de
viajeros, o comerciantes, o lo que dios quiera que parara por allí. Rodeado de
extensos jardines, con un escaso, pero agradable, ambiente juvenil, y con unos
trabajadores que durante el breve espacio de tiempo que estuvo allí desbordaron
simpatía, el habitáculo alquilado fue, sin duda, un acierto.
La
mejor opción que encontró para que la estancia en aquella plaza no pasara
desapercibida en su currículo viajero fue visitar el Parque Nacional Mburo, a
unos kilómetros de la ciudad. Las visitas a los parques nacionales siempre son
caras y ésta no era distinta. Además, contando con que la excursioncita era en solitario para este mochilero, lo era aún más.
Pero merecería la pena. Eran los últimos dineros del viaje a Ruanda y Uganda y
no era cuestión de tirarse para atrás. Sabía también que tendría opciones de
hacer un recorrido a pie por las praderas del parque lo que le agradaba y animaba.
Le
recogieron temprano en el hotel. Aún era de noche. Mejor era llegar pronto para
ver, en las primeras horas de la mañana, cómo los animales pastaban en su
extenso bosque y grandes praderas. Así fue. La entrada al parque fue al poco de
amanecer. En la puerta de acceso, un guía con fusil en mano se incorporó al Land Rover y una joven, que supuso fuera
amiga de algún guarda, se unió también gratis al trayecto. No importaba, así
iba acompañado por una joven dama.
Entre jirafas
Entre cebras
El
paseo, entre jirafas, jabalís verrugosos, cebras, búfalos, impalas y otros animales fue
una verdadera delicia. Pasear entre aquellas esbeltas jirafas, decenas, fue una
inolvidable experiencia por las sensaciones de libertad que imprimía aquel
ambiente salvaje y natural.
El
simpático guía que acompañaba a la –ahora- pareja de turistas iba normalmente
primero en la fila, observando cualquier incidencia y dirigiendo los pasos.
Entre otras cosas, explicaría que en aquel territorio únicamente había animales
salvajes herbívoros lo que facilitaba el paseo a pie. Solamente un león habitaba
en aquel parque, pero sería muy difícil o imposible de ver. No obstante, era
necesario tener las precauciones mínimas para evitar sorpresas.
Después
del paseo a pie, sin la presencia de la joven dama que se bajó en la entrada,
el conductor guía circuló despacio por los caminos y veredas de aquel extenso
territorio y el mochilero pudo observar todo tipo de animales salvajes y
libres. El trayecto finalizó a orillas de un gran lago, lleno de hipopótamos
que resoplaban cerca de la orilla sin parar.
La
parada en la ciudad de Muhanga/Gitarama fue imprevista y únicamente para curiosear lento y visitar
la zona, ¿habría algo interesante? Nada especial que hacer y nada especial en
sí misma como ciudad céntrica del territorio ruandés, pero no se debía desperdiciar
nada en estas visitas mochileras. Por un motivo u otro podían sorprender. ¿Necesario
para emprender un recorrido?: Mente abierta y decidida, nada mejor que dejarse
fascinar por lo imprevisible.
Desde
donde se hospedaba, con una moto-taxi se acercó a conocer la Catedral de Nuestra
Señora (Cathedral of Our Lady, decía
el libro-guía). Nada singular, pero esta construcción de ladrillo visto se
parecía mucho al edificio religioso de Butare, aunque más estilizado y moderno.
Al lado tenía uno de los muchos hoteles llevados por comunidades religiosas,
pero éste sí fuera de su presupuesto: más caro y moderno que los utilizados en
otras ciudades. Entró dentro de la catedral, sacó unas fotos y desde allí, una
vez descendido por el cementerio inclinado, ubicado en una ladera, se acercó a
los campos de arroz cercanos a admirar el verde intenso que en aquel momento
lucían. Habló con una joven local, vestida de un rojo intenso, que circulaba en
su misma dirección, receptiva a los comentarios intranscendentes, a las
sugerencias picantes y a los amagos de entablar un mayor conocimiento personal.
Todo se diluyó con los pasos precipitados de la joven que tenía sus compromisos
sociales cerrados, pero la charla motivó risas y entretenimiento a ambos
caminantes.
Catedral
Paseos,
largos paseos sin rumbo, uno de los grandes placeres. Las cosas importantes,
si las hubiera, siempre podían esperar. Y en esta ciudad, nada parecía tener un
contenido sensacional. Una sala de artesanía que pretendió visitar luego,
estaba cerrada por falta de afluencia, aunque se mostraron dispuestos a abrir
más tarde para enseñársela a este mochilero. No fue preciso.
Al día siguiente se
iría, con la satisfacción de haber conocido otro lugar ruandés. Otro rincón de
vida.