21 de octubre de 2024

Samarcanda / Uzbekistán


Estatua de Amir Temur o Tamerlán

Hay ciertos lugares evocadores que predisponen y llevan siglos inflamando el deseo del viajero en general: Isfahán, Zanzíbar, Tombuctú o Samarcanda. Sobre esta última, Amin Maalouf dijo: Samarcanda, el más bello rostro / que la tierra haya vuelto jamás hacia el sol. Asimismo, está envuelta en un halo de dos grandes e históricos viajeros: Marco Polo e Ibn Battuta. De Tombuctú, por otro lado, se dijo siempre “de aquí a Tombuctú”, frase que se ha utilizado para describir los largos y difíciles viajes a lo largo de la historia.
Por estas apreciaciones o por lo que fuera, el viajero insatisfecho siempre se sintió atraído por Samarcanda y podría decir —sin mentir— que por culpa de esta urbe inició su viaje a Uzbekistán. Pero —sin mentir, tampoco— podría decir que Samarcanda le decepcionó. No porque lo que viera allí —vio construcciones muy bellas y diferentes—, sino porque entendió que le faltaba esa esencia legendaria y ese simbolismo viajero. No apreció absolutamente nada que le infundiera ese espíritu.
Una vez dicho esto, comenzará a detallar recorrido por esta ciudad que se centró exclusivamente en la parte más monumental. El resto de la ciudad, era una expresión soviética, y desnaturalizada por los años de dominio de esta excesiva nación.

Mausoleo Gur-e-Amir

Desde el hotel donde se encontraba hasta la parte antigua, bajaría el primer día (y los dos siguientes) por una avenida, donde se emplazaba una gran estatua de Amir Temur o Tamerlan (o Temur el Cojo). Este personaje mítico, a pesar de una herida en la pierna, que recibió en una batalla —de ahí su apodo de Temur el Cojo—, poseía una fuerza excepcional y hasta sus últimos días participó personalmente en todas las campañas, que no fueron pocas.
A partir de este Tamerlán sentado (estatua), comenzaban unos jardines. En medio de ellos, un gran mausoleo (Mausoleo Gur-e-Amir), donde estaba enterrado este famoso guerrero, además de otros miembros de su familia, entre ellos, su nieto Ulugh Beg.

Tumba de Tamerlan, y familiares, en Mausoleo Gur-e-Amir

Una vez visto esto, y en los días siguientes, sería un continuo patear madrazas, mausoleos o mezquitas.

Pero si había un lugar famoso en Samarcanda era el Registán, continuando la avenida, a unos centenares de metros de la gran estatua. Este conjunto de madrazas, y el espacio o plaza entre ellas era el principal punto de interés de la ciudad. Sus tres majestuosos edificios figuraban entre las escuelas coránicas más antiguas y mejor conservadas del mundo. Desde un pequeño mirador, antes de tomar unas escaleras hacía la plaza, se podía apreciar el complejo a la perfección. Los tres edificios, con sus mosaicos de colores, aunque prevalecía el azul, conformaban un gran conjunto estético. Luego, había que pasar por caja, para visitar cada una de ellas.

[Aquí, el escuadrón de restauradores uzbekos, se había lucido. También, en otros monumentos].


Registan

Desde aquí, el gran paseo Thoshkent, peatonal y ajardinado, llevaba a otro conjunto muy tradicional Shah-i-Zinda. Este complejo, al que se accedía por unas empinadas escaleras, estaba compuesto de una pequeña avenida, a cuyos márgenes, se asentaban un gran número de mausoleos. Según citaba el libro-guía y este mochilero pudo comprobar, el más bello, con un frontal de azulejos azules, era la tumba Shodi Mulk Oko (1372) de una hermana y de una sobrina de Tamerlán.

Tumba Shodi Mulk Oko, en Shah-i-Zinda

Unos metros antes de llegar, entró en un cementerio —más moderno— con multitud de lápidas con las fotografías del finado, sobre fondos negros. Allí, encontró su cuerpo descanso (no definitivo), acompañado de una botella de agua: los calores ese día eran especialmente ofensivos.

Habría muchas más cosas que reseñar, pero creo que el lector con esto debería tener suficiente. Exigiría muchos nombres raros sobre todo de mezquitas y madrazas, que convertiría su lectura en una especie de tortura.

Podría añadir que, llegado el momento del cansancio de mosaicos, ni siquiera entró en todas.


Cementerio moderno, donde descansó el V(B)iajero Insatisfecho

VÍDEO
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5 de octubre de 2024

Bujará / Uzbekistán


Char Minar, y tienda de souvenirs rusos

La segunda ciudad importante dentro de la ruta de la seda era Bujará (o Bukara). Junto con Samarcanda, era una de las dos ciudades históricas de la cultura uzbeka, en Uzbekistán. Una gran parte de la población era tayika, pueblo de idioma persa afincado desde muy antiguo en la zona. Los tayikos están estrechamente relacionados con los hablantes del persa en Irán, al menos desde el punto de vista de la cultura persa y la historia.

El viajero insatisfecho llegó a Bujará, a media tarde, procedente de Jiva. Le sorprendió —para bien— el hotel que encontró: barato, relativamente céntrico, con buena calidad de servicios y, sobre todo, de instalaciones. Luego, vería la gran cantidad de oferta hotelera que había por los alrededores lo que justificaría su precio ante tanta competencia y en época no muy turística, incluso a nivel local. Estaba situado muy cerca de uno de los edificios con gran fuerza estética: el Char Minar. Al día siguiente, se propuso hacer un recorrido coherente siguiendo una ruta más o menos lineal para disfrutar de la mayoría de los edificios históricos.

[En Bujará lo representativo no estaba entre murallas, como en Jiva, sino integrado en la ciudad, aunque en un área bastante localizada].

La primera visita fue a Char Minar, que estaba a las espaldas del hotel, pero escondido en un laberinto de callejuelas estrechas, en un barrio habitado por familias uzbekas. Lo encontró cerrado, pero como era un edificio muy particular, con sus cuatro torres, merecía la pena verlo, aunque solo fuera exteriormente. Enfrente, una tienda de souvenirs tenía muchas casacas y chaquetas militares rusas llenas de medallas y pegatinas.

Después de esto vendrían una sucesión de mezquitas, minaretes, madrazas y demás, muy acorde todo con el país y su cultura. El recorrido lo haría en sentido contrario: primero lo más alejado a su hotel para luego ir acercándose poco a poco. Y visitó la Fortaleza el Ark, muy antigua, pero actualmente muy reconstruida (y lo que quedaba, pues se apreciaba lo que estaba por emprender). En su interior, varias dependencias se dedicaban como museos. Al lado, a pocos centenares de metros, estaba el Zindon, una cárcel con celdas y mazmorras, atestadas en su tiempo de piojos y escorpiones, en especial, la celda nº 4, a 6,5 metros de profundidad (los emisarios ingleses Stoddart y Conolly ante el emir, allí fallecieron). Ahora, una atracción turística.


Fortaleza el Ark, y edificio interior

Frente a esta fortaleza, y frente a un estanque, una de las mezquitas más impactantes del país, sobre todo por las columnas de madera de su iwán o pórtico de entrada: la mezquita de Bolo Haouz, construida en 1712.


Iwán de la mezquita Bolo Haouz

Pasó el resto de la mañana en un extenso jardín donde encontró parte de las murallas auténticas de la ciudad. Más tarde, y al día siguiente, visitaría el resto de los monumentos imprescindibles para cualquier visitante que se precie: madraza de Ulugbek, madraza Aziz Khan, (bla,bla,bla) y el minarete Kalon. Este minarete, el más alto —decían— del Asia Central, fue construido en 1127. Cuenta la historia, o leyenda, que Gengis Kan quedó tan asombrado al verlo que ordenó a sus tropas arrasar la ciudad, pero respetando el citado minarete. Al lado, la mezquita Kalon, con un interior de decorados azulejos y, aunque en época soviética sirvió de almacén, desde 1991 volvió a ser consagrada al culto.


Minarete Kalon (día y noche)

Y más lugares. Muchos más.

Todo el conjunto muy bien conservado: los batallones de restauradores uzbekos no habían parado.

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25 de septiembre de 2024

Jiva (o Khiva) / Uzbekistán


Entrada a la ciudad amurallada de Khiva

Al regreso del lago Aral, en aquel transporte particular que se había buscado, pidió al conductor que le dejara en Jiva (o Khiva): sería una de las etapas del viaje, en este caso, la segunda importante. Tenía una guesthouse reservada —a través de Booking—, que resultó estar ubicada dentro de la ciudad antigua y amurallada de Jiva (Ichon-Qala). El resto de la población, de poco interés turístico, se extendía por los alrededores del recinto amurallado.

Jiva era una ciudad llena de historia y cultura, ubicada en pleno corazón de Uzbekistán. Era uno de los destinos turísticos más populares del país por sus impresionantes edificios históricos y su arquitectura única.

Se alegró de hospedarse en el mogollón de la ciudad, donde estaban la mayor parte de los hoteles y pensiones, pues se evitaba caminatas innecesarias para llegar a lo realmente interesante. Al día siguiente se daría cuenta de que —podría decirse— era lo único interesante, y todo tan “amontonado” (madrazas, mezquitas, minaretes, palacios,…) que con un día de recorrido se haría uno perfecta idea del lugar.

En lo primero que se fijó —cuando llegó—, al atardecer, que todo parecía estar muy cuidado y reformado; la muralla que tenía frente al hospedaje muy tratada con tierra y piedras (en una parte de ésta, había hasta tumbas insertadas); las calles aledañas, empedradas y limpias, y en el pequeño jardín frente al alojamiento, vio una yurta, que resultaría ser el lugar de desayuno, incluido éste en el precio de la habitación.


Yurta y su interior, frente al hotel

Es difícil explicar al lector cómo estaba estructurada la ciudad de Jiva, y organizada: unas cuantas casas apiñadas en estrechas calles y, luego, una zona toda ella llena de madrazas, reconvertidas en museos; hoteles; tiendas de artesanos, y kioscos de venta, todo ello para goce y disfrute de visitantes y viajeros. También, dentro del recinto, había varios minaretes, cerca unos de los otros, cada uno de ellos diferente y de distintas épocas, pero todos con el mismo aire en cuanto a arquitectura tradicional. Sin duda alguna el más destacado y símbolo de la ciudad era el minarete Kalta Minor, a medio construir, pero de gran belleza. No se había terminado porque su impulsor, que pretendía construir el más grande y bello del lugar, había muerto en una batalla. Al menos otros dos minaretes, llamaban la atención y resaltaban en el skyline de la ciudad, construidos al son de una madraza, incluso a uno de ellos era posible subir.

(Ni lo intentó).


Kalta Minor

Otro de los edificios-estrella era la mezquita Juma, y a sus puertas otro minarete. En su interior escondía una sala con más de doscientas columnas de madera tallada, al parecer, todas diferentes. Parecía un plantío de chopos o bosque organizado, que finalizaba en lo alto con una cúpula de espectacular entramado de madera. Su observación dejaba al viajero ensimismado.


Mezquita Juma (interior)

Internándose uno dentro de algunos de los complejos o de las madrazas, los azulejos azules en los frontales y en los fondos eran exquisitos, muy cuidados o muy reformados.

Y uno salía de una fortaleza, paseaba un poco y entraba en una madraza, convertida en museo. Salía del museo, daba unos pasos y se encontraba con un alto minarete que, a su vez, estaba adosado a una gran madraza repleta de artesanos.

Casi agobiante.

¿Quién le dice a este mochilero que aquello no olía a tradiciones, religiones y conquistas de los antiguos khan en llanuras y montañas?

(Incluye unas cuantas fotografías, sin especificar el nombre, que darán una idea de la belleza de Ichon-Qala, o ciudad amurallada de Jiva).







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17 de septiembre de 2024

San Carlos de Bariloche / Argentina


Lago Nahuel Huapi

Había oído a amigos y conocidos que uno de los sitios que más les apetecía visitar en Argentina era San Carlos de Bariloche. Esta pequeña ciudad se lo ha ganado a pulso —un pulso meritorio, claro— y se ha convertido en uno de las zonas más visitadas del país. La zona tiene lagos, montañas y clima espectaculares, y se ha situado como lugar preferente de vacaciones para los argentinos. Y no solamente argentinos. La ciudad está a orillas del lago Nahuel Huapi, de distorsionadas formas y con varias islas, lagos aledaños y bonitos parajes.

Arribó una grata mañana, por su agradable temperatura. Llegaba procedente de Mendoza y había pasado toda la noche en el bus. Hacía ya varios kilómetros (muchos) que había amanecido. Poco a poco se iba dando cuenta de las características del lugar. De lejos, se veían los picos de los Andes nevados y el paisaje, kilómetro a kilómetro, se iba haciendo cada vez más verde y arbolado, y más atrayente por su naturaleza desbordante.

El hotel Venezia que encontró de casualidad fue un lujo: limpio, una habitación preciosa, un personal de recepción encantador y barato, cuando las previsiones eran bastante más pesimistas, en cuanto al precio, al ser la ciudad un destino turístico.

[El favorable cambio del dólar blue y euro blue abarataba todo en el país, yendo con estas divisas, claro. No así para los argentinos que manejaban el peso argentino].


Cascada los Cántaros

En la población se ofrecían variadas excursiones en barco por el lago para visitar diferentes ramales, islas y otros lagos. Unas actividades turísticas para pasar el día disfrutando de la naturaleza. Eligió Puerto Brest, por las buenas referencias, y una de las más caras. No se arrepintió, aunque el resto de los recorridos tenían también una pinta excelente. Hasta llegar el barco a lo más extremo, hasta Puerto Brest, el trayecto era de particular belleza. Una vez allí, ascendieron por una senda marcada, con multitud de escalones, para contemplar la cascada los Cántaros y el pequeño lago que la alimentaba. Un Land Rover, más tarde, les trasladó unos pocos kilómetros hasta el lago Frías, frontera ya con Chile. Un lago de aguas cristalinas, pero verdosas, rodeado de picos espectaculares, desde donde se apreciaba, a lo lejos, el famoso Cerro Tronador, antiguo volcán que hacía de natural línea divisoria entre Argentina y Chile. En Puerto Frías, una nueva réplica de La poderosa II, moto del Che Guevara, que había transitado por aquella zona. O eso decían.


Lago que alimenta a la cascada los Cántaros

Aquella noche nevó con muchas ganas en San Carlos de Bariloche y cuando amaneció, el día era frío y ciertamente desagradable. Gran contraste comparado con el día anterior, incluso, los propios locales se mostraban extrañados por aquella nieve atemporal. Iniciar otra ruta ese día no parecía la opción más recomendable. Decidió dejarlo para mejor ocasión.

Difícil transmitir las sensaciones del mochilero por aquella zona. Se mezclaba la sensibilidad viajera, con la experiencia personal y con los contrastes naturales: nieve en lo alto de los picos, rocas que se mezclaban con árboles verdes que llegaban a gran altura, recovecos naturales y el silencio carente de eco.

Cuando la naturaleza se hace protagonista, el viajero insatisfecho siempre anima en sus escritos a conocerla. Aquí lo hace, siempre y cuando uno se olvide del turismo que presiona y todo lo rodea.

De ello, todos tenemos la culpa.


Puerto Frías



La poderosa II (réplica, en Puerto Frías)

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7 de septiembre de 2024

El Lago Aral / Uzbekistán

El terraplén formado en el lago Aral

La evocadora historia de la Ruta de la Seda comienza en un remoto pasado y se prolonga durante siglos hasta el momento actual. Es el nombre con el que es conocida desde el siglo XIX una extensa red de rutas comerciales terrestres, desde China hasta la costa oriental africana y Constantinopla (ahora, Estambul).

Samarcanda, Bujara y, también, el valle de Ferganá, son algunas de las etapas de un viaje milenario que ha llegado hasta nuestro presente. Estas famosas etapas o localidades están ubicadas todas ellas en el actual Uzbekistan. ¿No parecería suficiente motivo para que el viajero insatisfecho iniciara un “viaje de conocimiento”?

[¿”Un viaje de conocimiento”?: no pretende ser un iluso explorador, pero sí quisiera conocer algo esencial de esta ruta].

Aterrizó en Taskent (Uzbekistán), pero como su plan era llegar hasta Jiva, organizó el trayecto evitando que fuera una ida y vuelta repetitiva: pisando los mismos sitios en tren o en bus en ambos sentidos. Decidió tomar un avión doméstico hasta Urgench, ciudad vecina de Jiva. Haría, así, un único viaje de vuelta por medios terrestres conociendo las renombradas ciudades de Jiva (o Khiva), Bujara (o Bukhara) y Samarkanda, y tal vez, Shahrisabz, población donde en el siglo XIV había nacido Tamerlan, hombre histórico y clave en la zona. Un gran conquistador de la época.


Monumento-homenaje al lago Aral

Una vez en Urgench, como un primer recorrido inicial, organizaría un viaje relámpago hasta un lejano lugar del que había oído una triste historia: la extinción del lago Aral, al menos, en gran parte. Se trataba de ver in situ la terrible situación del lago, o lo que quedara de él, y hacer la foto de rigor. Para ello tomó un transporte particular hasta la ciudad de Moynaq, aledaña al lago seco. Negoció y regateó un vehículo con conductor y lo arregló por 80 euros, no excesivamente caro pues eran más de 350 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. Hacerlo en transporte colectivo local (no había muchos) le hubiera llevado, al menos, tres días. No quería perderse la imagen de esta barbarie cometida a finales del siglo XX y principios del XXI: un lago Aral extinguido por la ambición e inconsciencia soviética de implantar en la zona el cultivo masivo de algodón, gran consumidor de agua, y motivo principal (además, de otros) de que este histórico lago hubiera casi desaparecido. Y era verdad, en la ruta, pudo ver grandes extensiones de algodón.

Le venían al recuerdo las clases de geografía, cuando estudiaba en la escuela, a finales de los 60 del siglo pasado, y el maestro lo señalaba con el puntero en aquellos viejos mapas enrollables.




Barcos oxidados, en el fondo de lo que habría sido el lago Aral

La población de Moynaq era un conjunto de casas a ambos lados de la carretera que llevaba al antiguo puerto fluvial del lago, ahora, inexistente. Desde lo alto del terraplén, formado por la falta de agua, pudo ver varios oxidados barcos, grandes embarcaciones de pesca varadas en la arena a merced del sol abrasador. Un sol desértico y asfixiante. Recorrió los fondos areniscos del lago y fotografió los restos de las embarcaciones. Un monumento, en forma piramidal inclinada, homenajeaba al lago, o lo recordaba, pero el hecho evidente era que el inmenso lago había desaparecido.

Algunas noticias recibidas a posteriori de otros viajeros decían que, en la parte opuesta a Moynaq, ahora territorio kazajo, el lago se estaba recuperando un poco. Parecería una buena noticia, aunque este mochilero duda de su veracidad al completo, visto lo visto en Moynaq.


Campos de algodón, en la ruta hacia el lago Aral


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24 de agosto de 2024

Ciudad del Cabo (y fin) / Sudáfrica


El V(B)iajero Insatisfecho, en el cabo Agujas

El recorrido sudafricano terminó donde empezó, en Ciudad del Cabo. Desde Durban, la ciudad más cercana a Mozambique de las visitadas, hasta Ciudad del Cabo fue un trayecto por la costa, visitando los lugares más significativos. En este caso, ciudades, casi todas ellas costeras, a orillas del océano Índico. Hizo paradas más o menos cortas en las siguientes: East London, Puerto Elizabeth, Plettenberg Bay y Swellendam. Desde esta última, un vehículo privado —no había transporte público— le acercaría al cabo Agujas, el punto más meridional del continente africano. Quería hacer la foto, un tanto simbólica, de su estancia en esa parte tan meridional.

Reservó tres días para Ciudad del Cabo. No la había recorrido a la llegada, después de aterrizar en el aeropuerto.


Ciudad del Cabo, con el fondo de la montaña de la Mesa

Ciudad del Cabo era una bella ciudad. Su ubicación era particularmente generosa con su estética y su ritmo bullicioso. A los pies de la montaña de la Mesa/Table Mountain, la ciudad. Ambas —ciudad y montaña— componían un conjunto realmente sensacional. Desde lo alto, se podía apreciar una bonita panorámica, y desde el mar, el excelente conjunto que formaban. Tuvo dificultades para tomar el teleférico y hacer la ascensión a lo más alto. En el primer intento —el día que llegó— el teleférico estaba cerrado por fuertes vientos en su parte alta. Al día siguiente, en un segundo intento, se encontró con que las nubes, que hacían de sombrero, impedían la bella panorámica desde arriba, y lo desestimó. Tuvo que esperar varias horas para hacer un tercer y último intento, cuando el cielo abierto y soleado lo permitió.

Espectacular panorámica: Ciudad del Cabo, a los pies, con su puerto vivo y en permanente ajetreo; el pico Cabeza de León/Lion’s Head, en uno de los lados, y el inmenso océano al fondo, con la isla Robben muy cerca. Toda una experiencia viajera, simbólica y plena.


Ciudad del Cabo, desde la Table Mountain

Hizo un intento de ascender completo el pico Lion’s Head, pero, aunque había una delimita senda, abandonó a la mitad. Callejeó mucho por sus calles más clásicas, más estilosas, de los primeros pobladores europeos, los afrikaners, y más cuidadas.

Puso los pies en el castillo de Buena Esperanza, un fuerte construido en el siglo XVII en Ciudad del Cabo, y no en el homónimo cabo, alejado éste unas cuantas decenas de kilómetros. En 1936 el castillo fue declarado monumento nacional y después de las restauraciones en la década de 1980 era considerado el ejemplo mejor conservado de una fortaleza de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales.

Al día siguiente, visitó Robben Island, a unas pocas millas del puerto. Un ferry transportaba al viajero insatisfecho, ida y vuelta, y a un centenar más de curiosos. La isla era llana y nada especial. Tenía como único atractivo el haber sido la prisión del hombre sudafricano más famoso: Nelson Mandela. Breve recorrido en bus por la isla y visita al centro penitenciario de máxima seguridad. En él, un ex preso político explicaba sus vivencias, algunas realmente duras, mientras visitaban las instalaciones, como los comedores, los baños y patios interiores. Unas fotografías, uniformes y grilletes ayudaban a hacerse una idea de cómo funcionaba la cárcel. Pero era al llegar a los barracones de celdas, cuando se daba cuenta de lo que supuso Robben Island y, en concreto, al ver la celda número 466, donde Mandela/Madiba había cumplido parte de su condena: un pequeño y húmedo espacio, de poco más de dos metros de largo por otros tantos de ancho, con una esterilla en el suelo, una manta, una mesa y un cubo en el que hacer las necesidades.

Se mantenía así para el visitante.


Ex preso, explicando en Robben Island


Edificio colonial, en Ciudad del Cabo


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9 de agosto de 2024

Mendoza / Argentina


Cerro de la Gloria, Mendoza

La ruta entre Córdoba y Mendoza, que el viajero insatisfecho hizo en su mayor parte de noche, estaba bordeada por grandes haciendas —se notaba por las divisorias valladas—, al principio encharcadas por grandes extensiones de agua, como si fueran marismas interiores, luego praderas verdes y fértiles, y un paisaje plano. Luego vino la noche que, pasada en un duermevela, le transportó hasta Mendoza. También en esta ciudad como en la anterior se tuvo que trabajar el alojamiento que no llevaba previsto. Después de vueltas y revueltas, a primerísima hora de la mañana —no había ni gente por las calles— encontró un hotel en la zona centro y relativamente barato.

Mendoza era una ciudad de mucha herencia colonial, con grandes avenidas, perfecta y cuadriculada estructura urbanística de la zona centro y muchos árboles y plazas —buenos pulmones para cualquier ciudad—, concebida así para refrescar y apaciguar el sol de la región. A la plaza principal (Plaza de la Independencia) la rodeaban otras cuatro plazas simétricas (Plaza Italia, Pl. Chile, Pl. San Martín y Pl. España).


Plano del centro de Mendoza

Este mochilero diría que la ciudad estaba diseñada para grandes paseos, y dio muchos. En uno de ellos se acercó al Parque General San Martín, que constituía, desde hace más de un siglo, uno de los espacios verdes urbanos más importantes del país, o casi. Una pareja de empleados del parque, cuando les preguntó por el Cerro de la Gloria —identificaron que era español y le dedicaron todo tipo de elogios—, no tuvieron ningún problema en acercarle en su viejo Land Rover. Allí se alzaba en un montículo la estatua del Libertador, el General San Martín, muy presente en esta ciudad. Hasta este cerro le subieron sus “para siempre amigos”.

¡Qué buena gente encontró en Mendoza!

Organizaban muchos tours por los alrededores de esta urbe: a las bodegas y viñedos, a poblaciones con cierto encanto, a los Andes cercanos,… Se apuntó a una ruta que le llevaría a la frontera con Chile y a divisar el Aconcagua, el pico más alto de la cordillera andina. Fue todo un día de recorrido, con multitud de paradas, donde incluso llegó a palpar la nieve en una primavera austral. Por esta misma ruta andina hacia Chile había transitado el general San Martín a primeros del siglo XIX, en un trayecto muy importante y clave para la independencia argentina. El minibús paró en el puente de Picheuta, declarado Monumento histórico nacional, muy cerca de la población de Uspallata, por donde las tropas del general cruzaron un gran arroyo y libraron una importante batalla.


Puente de Picheuta

También, parada obligada —como se suele decir— en el puente del Inca, un prodigio de la naturaleza formado por la evaporación de las aguas termales, ricas en minerales, que arrastraba el río. Era bellísimo, con gran variedad de colores amarillos y ocres, aunque antiguos proyectos para un balneario, que pronto una gran riada destruyó, hubieran perjudicado un tanto el lugar. Se observaba, a lo lejos, lo que había quedado en pie: su pequeña iglesia.

Esta vieja ruta chilena fue muy importante en tiempos históricos y ahora muy visitada por el turismo que se acercaba a la zona.

Puente del Inca

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27 de julio de 2024

Córdoba / Argentina


Plaza San Martín, en Córdoba

Le costó encontrar un lugar donde descansar sus huesos por unos días. Cuando llegó a Córdoba desde Santa Fe se propuso encontrar un sitio céntrico y a la vez cerca de la estación de autobuses. Ocupado, ocupado, ocupado…. Ocupado, otro. Al final, un pequeño hotel más parecido a una pensión le sirvió. Córdoba era una bonita ciudad, con una zona colonial antigua, llena de iglesias y casas de época. Durante los días que estuvo paseando por la ciudad, que callejeó sin rumbo, le salieron al encuentro restaurantes con una magnífica gastronomía, edificios modernos que se entremezclan con construcciones coloniales, una antiquísima población con un sinfín de sitios turísticos en cada rincón.

Una de las mañanas —recuerda que era domingo— se acercó al Parque Sarmiento, un pulmón para los cordobeses (de Argentina). Paseo sin rumbo por el parque, concurrido dependiendo de las zonas, incluso se atrevió a alquilar (eran gratis) una pequeña bicicleta que se estropeó a las primeras pedaladas. Se fue por otra, y la cambió. El día avanzaba y se dio otro paseo por el centro, visitando rincones, entrando en alguna casa colonial y deambulando por las calles peatonales. Vio una ciudad que, según se apreciaba, tenía empatía con el visitante.

No sabe por qué, pero sintió la influencia española en toda aquella región.


El viajero insatisfecho ante La Poderosa II, Museo del Che Guevara

Estando en esta provincia, no podía faltar una cita con Alta Gracia, pequeña población en la que el Che Guevara se formó como hombre: allí paso una época en su tierna juventud. En la actualidad, la casa familiar era un museo donde se exponían algunas de sus pertenencias, y constituía un lugar ideal para nostálgicos. Allí estaba expuesta La poderosa II (o una réplica), famosa moto con la que partió para recorrer Sudamérica. Muy cerca estaba, también, la casa de Manuel de Falla —no mucha gente conoce que este célebre compositor español murió allí—, convertida también en museo. Una bella casa/chalet (Los Espinillos) —en la entrada, unos grandes y viejos cipreses— con cantidad de objetos que Falla utilizó, habitaciones en las que vivió, e incluso el catre en el que falleció, el 14 de noviembre de 1946.


Casa/museo de Manuel de Falla

Un viaje más, en su permanente deambular, a La Cumbrecita, un lugar en la sierra cordobesa, adaptado —muy cuidado— para el turismo local. Tenía sus orígenes en unos pioneros alemanes que lo fundaron y fomentaron. Una pequeña cascada era uno de los atractivos más visitados. Hasta allí llegó, como era habitual, en autobús local, lo que le ocupó todo el día al viajero insatisfecho.


Cama donde murió Manuel de Falla

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9 de julio de 2024

Santa Fe de la Vera Cruz / Argentina


El puente colgante de Santa Fe

De la ciudad argentina de Posadas, a orillas del río Paraná —sirvió a modo de ciudad de tránsito para la nueva incursión argentina, después de su paso por Paraguay—, el viajero insatisfecho se trasladó a Santa Fe de la Vera Cruz, una ciudad más céntrica en el país, y casi a orillas del mismo río. La distancia era considerable y pasó toda la noche en un bus. Cuando salía de la céntrica estación de autobuses, a primera hora de la mañana, comenzaba a llover. Andando y protegiéndome de la lluvia en algunos soportales llegó al hotel, ubicado a unas pocas cuadras.

Lloviendo se acercó al centro, después de haber tomado posesión de la habitación, y lloviendo se movió todo el día, edificio colonial tras edificio colonial y visita tras visita a diferentes zonas de la ciudad.

Y al día siguiente, también.


Museo Histórico provincia de Santa Fe

Tenía fama el Casino de Santa Cruz y, ante tanta agua como caía, decidió conocerlo, al menos, allí estaría protegido. Un casino más. Ni jugó (nunca lo ha hecho), ni le gustó, ni apreció su fama.

En el camino hacia allí, se encontró —no lo buscó— con el mayor mural argentino dedicado a Messi (Pasión futbolera argentina).


Mural/grafiti, dedicado a Messi, tras la Copa del mundo

Por la tarde, en un rato de respiro que concedió la lluvia, se acercó al puente colgante que cruzaba la laguna de Setubal. Un puente de estructura de hierro muy famoso, tradicional y símbolo de la ciudad. Uno de los atractivos —además de admirar desde uno de los lados su majestuosidad— era cruzarlo andando desde la costanera este a la costanera oeste. Otro, visitarlo de noche para observar sus efectos visuales, con una iluminación LED cambiante de colores. Esto último, fue imposible, pues cuando comenzaba a caer el sol y surgía la noche en la ciudad, comenzó a caer una tromba de agua que le obligó a volver al hotel.

Se fue al día siguiente, a primera hora, rumbo a Córdoba, huyendo de aquel tiempo tan incómodo para una reposada visita.


Cruzando el puente colgante de Santa Fe

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22 de junio de 2024

Eswatini, antiguo Swazilandia


Cebras, en la Reserva natural Mlilwane

En el país entró por el sur, por la frontera de Golela, en un minibús procedente de Durban. Una vez cruzada la frontera —compuesta por unos edificios bastante modernos— y cumplidos los trámites de salida de Sudáfrica y entrada a Eswatini, antigua Swazilandia, se lanzaron por aquella recta carretera esteparia a una velocidad constante y prudente. A los lados, pura estepa africana, pero de vez en cuando, en la zona que parecía más ribereña, se veían plantaciones de azúcar y plátanos. Se dirigían a Manzini, la ciudad más poblada, a pocos kilómetros de Mbabane, la capital de Eswatini. En un principio, la idea era dormir en aquella ciudad una noche y desplazarse al día siguiente a la capital, cambiando de hotel, pero la situación de Manzini le resultó cómoda y decidió convertirla en centro de operaciones. Por otra parte, no preveía grandes excursiones ni movimientos en el pequeño país, todo éste al alcance de cortos trayectos en autobuses o minibuses.

Por situar al lector, añadirá algunos detalles de este territorio:

Situado entre Sudáfrica y Mozambique es un estado soberano sin salida al mar. El gobierno es una monarquía absoluta, la última de su tipo en el continente, dirigida por el rey Mswati III, desde 1986. El sistema de gobierno de Suazilandia consiste en una monarquía absoluta. El rey es el jefe de Estado y quien nombra a los ministros. Ejerce simultáneamente tanto el poder ejecutivo como el legislativo y, tradicionalmente, el rey gobierna junto a la Reina Madre o Indovuzaki (Gran Elefanta).

En la actualidad, la Reina Madre era vista como una líder espiritual y muy apreciada, pero también lo fueron sus antecesoras. Todavía mantenían unas fuertes tradiciones que se mezclaban con festejos: Incwala, ceremonia de la cosecha, y Umhlanga, donde el rey elegía a las jóvenes esposas. El viajero insatisfecho no coincidió con ninguno de estos ceremoniales.

Estatua de la Reina Regente Gwamile (1858-1925)

En su afán de curioseo, en los tres días que estuvo por allí, se acercó a algunos sitios —lo que le ayudó a conocer un poco la realidad del territorio— aunque dejó otros muchos en el tintero:

o   Mbabane, capital y sede administrativa. Dio unas vueltas por la ciudad, callejeó y buscó librerías donde poder comprar en “El Principito”, en swazi (idioma local del país), pero no lo encontró. Había pocas librerías y eran, más bien, papelerías.

o   La Reserva Natural de Mlilwane. Como en esta reserva únicamente había herbívoros y cocodrilos —en un lago/río muy concreto— era posible recorrerla andando. Eso hizo y pasó un día entre cebras, ñus y varias clases de antílopes ¡Ah!, y facoceros, muy similares al jabalí, de piel rugosa y cabeza grande. De los cocodrilos no fue consciente, pues se acercó solitario al lago, pero no tuvo oportunidad de visualizar alguno.

o   Parque Real Nacional Hlane. Para ello, tomó un autobús local en la población de Manzini, donde se hospedaba, que pasaba por la entrada principal del parque. Una vez abonado el ticket (era relativamente barato) se dirigió al campo base, a unos cientos de metros. Allí, se integraría en un pequeño grupo de turistas para hacer un game-drive. Game es una de esas palabras, cuya traducción literal es “cazar” o “juego”. Claro, afortunadamente se refieren a la “caza con la cámara”. Elefantes, leones, rinocerontes blancos, jirafas o antílopes, y los siempre presentes facoceros.


Entrada principal del PN Hlane


León, en el PN Hlane
Eswatini era un bello país y con gente de muy buen trato. Le pareció seguro, más africano que Sudáfrica y, en consecuencia, más atraído se sintió por él.

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