Largo
trayecto se impuso el mochilero por conseguir el vuelo más barato:
Madrid-Doha-Ciudad del Cabo, y regreso, a la inversa. Llegó a Ciudad del Cabo
por la tarde, a última hora. Tenía una habitación contratada por Booking
en el centro de la ciudad y hasta allí le llevó el taxi, con el correspondiente
“impuesto-novatada”. No quería estar nada más que un día, aunque esta ciudad necesita
varios, pero pensaba —como siempre— dejar la visita como colofón del viaje.
Durmió
esa noche en el Kimberley Hotel, que
ya tenía reservado: un bonito edificio, colonial y viejo. Tenía una taberna, en
el bajo comercial, digna de ser visitada: clásica, auténtica, con sabor de
mediados del siglo XX, y mantenida tal y como debió de ser en sus orígenes.
Allí se tomaría la primera cerveza sudafricana y escucharía ritmos de música
“de los 80, 90 y 2000”.
No había decidido qué rumbo tomar y entre trago y trago, entre acordes que le entraban por los oídos, fue planteándose el trayecto sudafricano a ritmo también de la vieja guía de Lonely: el primer destino que veía en su mente era Bloemfontein, para desde allí dirigirse a Lesoto.
Pasó todo el día siguiente recorriendo sin rumbo el centro de Ciudad del Cabo, sin
programar nada, sin atenerse a un plan, sabiendo que le dedicaría tiempo al
regreso. Paseó por los jardines de la Compañía; el edificio donde Mandela dio
su primer discurso al salir en libertad; Long Street, la calle más auténtica,
que mantenía muchos edificios coloniales; pequeños mercadillos en el centro;
Slave Lodge, casa museo de los esclavos; castillo de Buena Esperanza, que estaba
en la ciudad no, como pensaba, en su homónimo cabo.
¿Había peligro en este viaje? Parecía que ese rápido trayecto urbano fuera para sacar conclusiones. Pero, no, no tenía esa intención. Era, en realidad, una inspección de curioseo viajero. La Table Mountain (icónica montaña de fondo) estuvo todo el día cubierta de nubes y la pregunta interior de cómo sería con el cielo despejado se quedó sin contestar. Ya lo averiguaría a la vuelta. Vio en el rápido recorrido tantos negros como blancos, sin observar extrañas diferencias. Vio turismo, se apreciaba un constante goteo de visitantes que parecían fáciles de identificar. Y lo eran. Algún “sin techo”, pero como en todas las ciudades. ¿Qué tenía entonces de especial Ciudad del Cabo? Su ubicación; su función económica como puerto, su realidad social, y sin duda su historia.
Era
sábado y, en varias plazas, vio y oyó grupos de jóvenes cantando y bailando
música góspel, o sin ser tan puristas, música de ritmos que siempre identificamos
como de negros. En un círculo, muchos turistas observaban, tiraban fotos,
alguno bailaba al ritmo y, otros, cumplían con la cita del sombrero, allí
colocado para la consabida colecta. El primer día, el viajero insatisfecho terminó agotado, había recorrido de norte a
sur y de este a oeste todo el centro antiguo de la ciudad.