30 de noviembre de 2017

La tierra de Oz (libro)


Se le acaba de caer de las manos ‘La tierra de Oz’, de Manu Leguineche, pero no porque el libro fuera malo (tampoco es bueno, conoce otros mejores) sino porque acaba de terminarlo. El libro trata sobre un viaje, pareciera de evasión, a Australia, un recorrido desde la ciudad norteña de Darwin hasta Sidney pasando por Adelaida, en el sur. Así comienza el autor el relato: “Oz, sobrenombre cariñoso e irónico de Australia, inspirado en el país del mago del mismo nombre. Los australianos se llaman a sí mismos ozzies, o también aussies”.
No tenía ni idea de tal apodo, aunque hace unos días tomo conciencia de nuevo de él al oírlo en un programa documental de La 2.
¡Qué cosas tan casuales!.
No conocía de nada este libro y lo adquirió de segunda mano en una de esas librerías que últimamente aparecen como churros por los barrios de Madrid. Estos ejemplares, aún en apariencia nuevos, suelen oler a polvo rancio, a suciedad añeja pero debe ser ese tufo ya impregnado en el papel que ha ocupado años y años un sitio en estanterías de casas moribundas. Cree. Consultó en Wikipedia las obras de este gran periodista y ‘La tierra de Oz’ no aparece entre ellas. Debe de ser un libro menor.
Se lee bien, no se hace pesado y cuenta anécdotas sobre un país que pareciera haber nacido hace pocos años. Pero lo que le ha llamado al viajero insatisfecho la atención es la descripción que hace sobre la ciudad de Sidney que, sin ser una joya literaria ni imaginativa, le ha gustado y, en cierto modo, le ha incitado a visitarla, aunque no lo tiene previsto, por el momento.
Sidney vive de puertas hacia fuera. ‘Sólo entran en casa para orinar, y eso desde hace muy poco’, aseguraba un humorista. La arquitectura no es gran cosa, tal vez porque, como afirmaba el urbanista Richard Johnson, la topografía y el puerto son tan impresionantes que ‘hemos ignorado la arquitectura’. Las casas pueden ser vulgares, pero la luz es pura, esa luz alabastrina de invierno que se diría procede de las heladas montañas de la Antártida para iluminar las alas blancas del palacio de la Ópera […]. ‘Mi impresión –escribía en 1921 Lord Northcliffe- es que hay demasiadas diversiones. No se parece en nada a lo que tenemos en casa’. 
[Sus pobladores] son cáusticos y se consideran el ombligo del mundo. Entre los chistes que circulaba hace ya años estaba el del agente del censo que preguntaba a una mujer cuántos hijos tenía y ésta respondía: ‘Cinco, dos viven y tres residen en Melbourne’…..”.

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18 de noviembre de 2017

Los ‘karamojons’, un pueblo tradicional en el norte de Uganda

Interior de una 'manyata', observad el vallado

El joven guía hablando con el jefe del poblado 'karamojon'

Tenía referencias sobre ellos, sobre los ‘karamojons’, pero quería conocer algo más o, ya que se encontraba donde se encontraba, al menos hacerles una visita, más por curiosidad que por resolver algún problema antropológico. Para eso ya están los antropólogos. No podía perder la oportunidad estando, cuando lo pensó, en Soroti, relativamente cerca. Allí había llegado desde la ciudad de Gulu, en la zona norte de Uganda, lejos de parques nacionales y, por consiguiente, alejado de rutas turísticas. Soroti era una reposada ciudad -todo lo reposada que puede ser una ciudad africana- una pequeña población con pocas cosas que ver. Eso sí, estaba hospedado en un hotel barato, casi nuevo, limpio y donde los empleados, sobre todo ellas, le trataban a cuerpo de rey. Por este detalle, casi pasa más días de la cuenta en el lugar (estuvo únicamente dos). Para acercarse a la región karamoja, tomó muy cerca del hotel, después de un copioso desayuno, un taxi-compartido (parecido a un ‘matatu’ pero más pequeño) que le llevaría hasta la población más grande de la zona. Fueron más de seis horas por un camino sin asfaltar, la mayoría de las veces dando tumbos dentro de aquel coche atestado de pasajeros, mala medicina ésta para su siempre dolorida espalda. Pero, sin problemas. África es así. La ciudad de la región karamoja a la que se dirigían era Moroto, al pie de las laderas de un monte homónimo. Ya muy cerca de ella, a unos 12 kilómetros, el coche comenzó a pisar carretera asfaltada, y en buenas condiciones, pero ya era tarde para los dolores de espalda que el mochilero llevaba después de tan largo trayecto.
Esta región semiárida, se extendía a lo largo de 28.000 kilómetros cuadrados de superficie, limítrofes con Sudán y Kenia, según decía el libro-guía (la Bradt). En ella se practicaba el pastoreo trashumante: hombres y animales se desplazaban a través del paisaje en busca de pastos y agua, sobre todo, durante las estaciones secas. Las gentes ‘karamojons’ vivían aún de forma tradicional, como pudo observar el viajero insatisfecho en su paseo por uno de sus poblados, aunque -según informaciones- debido al efecto combinado de la sequía, las inundaciones, los conflictos y los tipos de administración de tierras, la vida pastoral tradicional de los ‘karamojons’ estaba cambiando. Estas gentes, estaban en conflicto constante -en la actualidad, menos- con sus vecinos en Uganda, Sudán y Kenia debido a las frecuentes incursiones para realizar el pastoreo y también, como no, para robar ganado. Podría ser en parte debido a una tradicional creencia que otorga a los ‘karamojons’ el ganado por un derecho divino. Era, además, territorio hostil, había muchas armas y con ellas el peligro latente aumentaba. Fuera por lo que fuere esta zona siempre estuvo al margen de las atenciones gubernamentales, y un poco alejada de leyes y servicios. En aras de la verdad debería decir que en la actualidad esa actividad conflictiva había aminorado, en especial desde que el gobierno ugandés se había decidido a confiscar la gran mayoría de armas de fuego.
Contrató un guía local en Moroto para su ansiada visita. Era un simpático ‘karamojons’ que hablaba inglés (solían hablar únicamente su propia lengua) y conocía a la perfección a las gentes del lugar. En una moto -este leonés ‘de paquete’- se acercaron a uno de los poblados, en medio de una extensa llanura a unos 25 kilómetros de la pequeña ciudad. Primero por una carretera asfaltada pero luego por un camino de baches donde su espalda comenzó de nuevo a sufrir. El poblado estaba completamente vallado por un tupido entramado de palos dispuestos de manera entrelazada y ordenada: las célebres ‘manyatas’. Dentro del vallado general, cada familia construía otro cercado para su choza y las de sus hijos, pues estos adquirían una evidente independencia al subir de grado en su virilidad. Los ‘karamojons’ luchaban para conseguir su futura mujer, y podían tener varias, hecho que concedía al afortunado (‘?’) cierto poderío social.
¡Qué se le iba a hacer!. Las tradiciones mandaban.
Paseó por aquellos callejones llenos de un tradicional encanto y una cierta tranquilidad y quietud, a veces suspendidas por un grupo de niños que corriendo y riendo festejaban la presencia del extraño. Saludó a mucha gente que le recibía con amabilidad (iba acompañado por un conocido joven) y celebraron con risas, cantos y bailes su estancia en el poblado.
¿Podía este mochilero pedir más?.

Un grupo de jóvenes 'karamojons' salta y baila


El V(B)iajero Insatisfecho salta con un grupo de niños 'karamojons'

VÍDEO



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5 de noviembre de 2017

Pigmeos batwa, o algo parecido

El grupo de pigmeos en el recibimiento

En plena selva, en lo más espeso y recóndito de la selva ugandesa, existían tribus de pigmeos, lejos de toda civilización y en un excelente entorno verde, dedicados a la caza de monos y reptiles, y a la recolección de miel.
Así debería haber sido la visión del viajero insatisfecho a la tribu de los pigmeos batwa, en las inmediaciones de la ciudad de Kisoro. La realidad fue muy distinta y lo que se encontró nada tenía que ver con la dignidad y costumbres de un pueblo, más bien tuvo que ver con una pobre gente acosada por la suciedad, marginación, minados por el alcohol y desplazados de su selva natural por el bien de no se sabe qué cúmulo de intereses. Desde niños deberían aprender a cazar, buscar alimentos y autoabastecerse del medio natural que les debería rodear. Pero, no. Nada que ver. Su pequeña estatura, sus primitivas costumbres y sus creencias excesivamente supersticiosas los convirtieron en un blanco fácil para las poblaciones vecinas, que los expulsaron de su entorno selvático y atrajeron a sus cercanías para una integración ‘de risa’.
Cuando se acercaban al lugar, a las afueras de Kisoro, el joven guía le comentó que aquellos que se veían en lo alto, al lado de unas casas en apariencia a medio construir, negras, sucias y grasientas, les estaban esperando para darles la bienvenida. Se puso a la defensiva. ¡Estaban advertidos de la visita!. De inmediato, se puso expectante ante una posible y ya recurrente ‘turistada’, como así sería. ¡No aprende!. Cada vez que en un país ha visitado una antigua tribu en peligro de extinción había salido un tanto asqueado. Se temía que esta vez también lo fuera.
Nada más entrar en el recinto, una especie de cuadrilátero cerrado por tres lados con lamentables construcciones, el olor a suciedad vieja ya tiraba para atrás. Al fondo, un grupo de pigmeos, sucios, deshilachados, hombres y mujeres, niños, todos ellos con aquel tufo que desanimaba a cualquier roce o contacto.
Comenzó el momento de la supuesta bienvenida y cada vez le repelía más la situación.
¡No aprenderé!, se decía.
Mientras el guía local se afanaba en explicarle la situación, el momento, en un inglés difícil de entender, él se esforzaba en mantener la calma y una fingida media sonrisa para evitar ser un maleducado. El instante en el que comenzaron los bailes y cánticos, supuestamente pigmeos, fue aún peor. Ver a uno tocando el tambor; al otro, una especie de guitarra española, y uno más soplando por un tubo de bambú (lo más auténtico) era patético y desagradable a la vez.
¡Qué mal se sentía presenciando aquella maldita ceremonia!.
El ambiente desprendía un asqueroso hedor a orín, sudor rancio, putrefacción y grasa añeja, la grasa de la miseria. Se esforzó por no vomitar. Descrito así pareciera desprecio. Pero no, era pena, lástima de aquel grupo pigmeo, despreciado por el resto de la sociedad. Borrachos, andrajosos, drogados y sucios.
¡Lástima de pueblo!.
Uno de los pigmeos, diría uno de los auténticos, pues había de todo tipo de desahuciados, se arrastraba por el suelo como poseído. Sudaba. Sudaba él y sudaba el resto de bailarines.
Le pidió al guía que terminara ya el recibimiento que se alargaba muchos minutos. Pero en ese afán de los pobres pigmeos de ganarse los parabienes del visitante, el ridículo pasó a otro juego: el juego de la caza. Con un pequeño arco que recordaba (y lo era) un arco infantil artesano y endeble, simularon una cacería en la selva (en realidad, en aquel corral de suciedad y mugre) de los animales que supuestamente sus ancestros persiguieron: monos, pequeños roedores, reptiles y alguna que otra ave. Una vez ‘cazado’, en aquella representación ridícula, simularon trocear el animal muerto (en realidad, un ato de cortezas y hojas seco) como lo hubieran hecho sus antecesores en plena selva. Con la mirada le pidió al joven guía que terminaran con aquel esperpento.
Para simular estar interesado en aquella pantomima sacó unas fotos de los chamizos y chozas, y se interesó por las plantas que allí crecían. El joven guía se esforzó en mantener la mentira, su mentira, detallando las plantas con sus consiguientes remedios para enfermedades.
La duración de la visita, que habían previsto para cuatro horas, duró una. Finalizó con un obsequio al pueblo pigmeo, deprimido y despreciado por la sociedad, y con el correspondiente pago al joven que le acompañó.
Una verdadera decepción.


Uno de los pigmeos


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