21 de septiembre de 2019

¡A la mierda!, la organización

Casa típica de aquella región

Parte del reconocimiento personal y expreso de que no preparó el viaje a Canadá. No lo planificó como los canadienses, y el resto del primer mundo (?), quieren que se prepare. Previsión de lugares a visitar, reserva de hoteles, coche de alquiler (si fuera posible), planning de recorridos, reservas de autobuses, aviones o cualquier medio de transporte. Si, así se inclinaría a hacerlo el más inteligente, así parece ser que se viajaría a Canadá, a Estados Unidos, a Italia o a San Petersburgo. Todo ello, muy lejos de cómo el viajero insatisfecho quiere moverse.
¡Se acabó!
Si tiene que cumplir todos esos parámetros de estupidez organizativa, de previsión impuesta por la masificación turística y de falta de libertad de movimientos al no tener un sitio reservado con unos días, semanas o meses de antelación, este mochilero leonés se retira a su ‘terruño’ y que viaje el sursuncorda. Tratará -antes de que le acoten aún más el camino a recorrer- de ir a lugares donde intuya cierta libertad y albedrío. Piensa en la parte de África que le queda por conocer, tal vez un poco de Sudamérica y algún que otro país del Extremo Oriente. Si, aun así, necesita el ‘Booking’ como aplicación de cabecera, ya vera el rumbo a tomar.
¡A la mierda, la organización!
Que tiene cosas interesantes este país, Canadá. No lo duda. Que tiene paisajes de ensueño en sus montañas rocosas. Cierto, y lo sabe. Que sería toda una experiencia atravesar del Pacífico al Atlántico en un típico tren canadiense. ¡Menuda envidia este recorrido! Aunque insiste, ¡a la mierda, la organización!
Pero, una vez referidas estas actitudes a modo de introducción, va a contar algo más sobre su ‘insulso’ viaje a Canadá. Caros alojamientos, aunque dignas habitaciones en colegios universitarios (pero no es el estilo de este mochilero el alojarse así) y la masificación en albergues y otros alojamientos fue tónica general en su periplo canadiense. No quiere contar, tampoco, la prepotencia que encontró en alguna de estas estancias, en régimen cuasi-dictatorial, con formas poco educadas y personajillos en recepción amenazantes hacia el posible o futurible huésped.
¡Lamentable, si!, pero cuenta una realidad vivida.
Al decidir lanzarse desde Quebec a conocer la península de Gaspé que se forma más al norte, hacia la desembocadura del río San Lorenzo, pensó que una buena etapa sería llegar hasta Rimouski, donde podía aprovechar para conocer el Parque Nacional de Bic. Pero los parques nacionales no están al lado de las ciudades como era de suponer, y ya suponía este viajero. Se acercó a la oficina de turismo, muy peripuesta y emperifollada, por cierto, para intentar lograr información sobre la forma de llegar a aquel parque nacional. Pero no, no había en toda la ciudad ningún tour o agencia que acercara al visitante al mismo y, por supuesto, no había medio de transporte público que dejara a cualquier interesado en los alrededores. Sugerían, desde la oficina de turismo, contratar un taxi. ¡Valiente oficina de turismo! Aunque bien atiborrada de folletos, lo único que ofertaba era un paseo por la orilla (asfaltada, eso sí) del río San Lorenzo, una visita al museo del Mar o al museo Regional de Rimouski, rutas de senderismo para ‘pasar la mañana’, y poco más.
Isla de Saint Barnabé

Se levantó animoso al día siguiente en el impresentable hospedaje (a 65 euros la noche), con dueño estúpido, donde se encontraba. No sólo eso, para ducharse había que descender varios tramos de escalera hasta el sótano. Decidió acercarse a la isla St. Barnabé, frente a la localidad de Rimouski. Era una isla hermosa y tranquila cubierta de bosque, atravesada por senderos, orlada de playas de piedra y arena y poblada -decía el libro/guía- de garzas reales azules y focas.
¡Mentira!.
Se encontró con una islita (4 km. de largo por 400 m. de ancho), eso sí, con una breve historia de contrabando de alcohol: un cartel al llegar contaba estos avatares. En otro lugar de la isla, en un cuidado tenderete, se relataba también la historia, esta sí más duradera, de sus últimos propietarios, una familia con varias generaciones en ella. Pero, recopilando hechos más antiguos, en el siglo XVII, la isla fue habitada por Toussaint Cartier, un ermitaño, cuya historia aún está envuelta en el misterio, aunque todos los de la población debían conocer. El ermitaño se trasladó al centro de la isla, en el lado sur, donde construyó una cabaña y un pequeño establo. Se basaba en el cultivo de un pedazo de tierra y en la cría de algunos animales domésticos. Se creía que "a veces cruzaba a Rimouski para asistir a los servicios religiosos de la misión”.
Y en fin, ¡vuelta a la ciudad!
Esta situación de falta de oferta de transporte para visitar sitios emblemáticos, le ocurrió en tres o cuatro localidades más: en Trois Rivières, en Montreal, en Mont Tremblant,… En algún caso, les sugirió que era algo de lo que deberían disponer para el turista de a pie, pero levantaban los hombros como indicando no saber qué contestar.
Como no había nada que hacer en Rimouski, trató de organizar algo para su próxima etapa, Gaspé y Percé, en la desembocadura del río San Lorenzo. Lo primero, fue el alojamiento. Nada. Imposible encontrar algo después de desmembrar las páginas de ‘Booking’, y otros buscadores. No se aventuró a ir pues debía llegar de noche a Gaspé y, en vista de lo ya experimentado, sin un lugar de cobijo era desacertado aparecer.
No quiere cansar con más divagaciones pero, eso sí, alguno de estos detalles podrían ser elevados hasta el infinito.



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8 de septiembre de 2019

Cataratas del Niágara




Cataratas del Niágara

Una masa humana. Un sonido profundo de toneladas de agua lanzándose al vacío. Una multitud de curiosos con sus móviles en posición de ataque. Un espléndido día, a veces enturbiado por nubarrones. Un manto infinito de agua, aunque de sólo 64 metros de altura, que impactaba en el lecho del río de manera salvaje, como un estruendo. Parejas y parejas agarradas de la mano, mirada emocionada. Calificativos de ‘wonderful’ (maravillosa) o ‘awesome’ (impresionante), y una jauría de chinos asomada al balcón ‘de las brujas’ (balaustrada protectora).
Así definiría, ahora, aquella visión de las cataratas del Niágara el viajero insatisfecho. Pero ¿por qué ‘niágara’?. Lo mismo que ocurría con las famosas cataratas Victoria del río Zambeze, llamadas por los locales Mosi-oa-Tunya, que significaba ‘el humo que truena’, este salto americano del ‘Niágara’ venía a significar, en la lengua iroquesa, ‘trueno de agua’. Similar ¿no?.
Masa de gente en las cataratas

Este famoso salto no era de los más altos del mundo, según el libro-guía, ocupaba el puesto 50 a nivel mundial, pero sí el único con semejante caudal de agua. Según este mismo libro “de día y de noche, y en cualquier época del año, las cataratas impresionan: 12 millones de visitantes al año no pueden equivocarse” (o sí, añadiría).
Y sí, hacía un espléndido día (aunque por un momento y a primeras horas de la mañana, lo enturbiaron unas tímidas gotas de agua), cuando el autobús que les trasladaba desde Toronto estacionaba en un parking cercano al salto. Sorprendían los 4 o 5 rascacielos que acampaban al lado -hotel Marriot, incluido- ¿Qué hacen estos ‘mamotretos’ asaltando la belleza de la naturaleza?. Pues sí, así es y será -supone- el carácter de este pueblo americano. ¡Qué más da que sea canadiense o estadounidense a la hora de encontrar negocio! Con aquella impactante catarata, el espectáculo estaba servido.

Barco acercándose al pie de la catarata

El trayecto de Toronto a las cataratas no era muy largo. En términos turísticos, la visita era ‘de un día’. Sin equipaje (la mochila, aún la tenía SwissAir) el mochilero leonés no se complicó la vida. En el hostel en que se hospedaba en Toronto contrató el billete de un bus-tour que le llevaría y le devolvería a la ciudad. Al redil. No era muy temprano cuando abandonaba el hotel, sobre las 9,30 de la mañana. El bus iba cargado hasta su último asiento, aunque teniendo el destino y los movimientos del día ya definidos, la preocupación era mínima. Se dejaría llevar. Entre otros movimientos, estaba la posterior visita a un viñedo y recorrido por ‘Niagara on the Lake’, población ésta cuidada de manera exquisita con sus casas totalmente reformadas, sus paseos y calles ajardinados y ‘maquillados’ al gusto turístico. A destacar, el hotel Prince of Wales, con su exterior cuidado en exceso e, imaginaba, interior con gusto ‘vintage’.
La excursión desde la salida era cómoda, con un alto para repostar el cuerpo, y parada casi al mismo borde las cataratas. El propio conductor y guía, después de admirar aquella maravilla desde arriba, organizó a los presentes que quisieran un ticket para el barco que llevaría a los turistas al mismo borde del salto, donde el agua rompía. Y este leonés se apuntó, previo pago de 20 dólares, según cree recordar. Con el débil chubasquero que le regalaron se mojó hasta las trancas pero disfrutó de esa cercanía de las aguas y del bullicioso e impactante ruido del salto. No duraba mucho la experiencia, alrededor de veinte minutos, pero no se arrepintió de haber hecho un poco el turistón y llevarse el placer. Un descanso al finalizar este recorrido en barco para el almuerzo y el relax. Esto le llevó a Clifton Hill, una calle cercana ocupada por un sinfín de señuelos artificiales para turistas. Entre otros: House of Frankenstein o Castle Dracula. Una calle con poco estilo y hortera a rabiar.
¡Cosas de los americanos!.
A este mochilero no le gusta el vino pero también se visitaba uno de los muchos viñedos que hay por la zona y se sometió sin remedio al mandato del tour. No estuvo mal sino fuera porque en este tipo de citas siempre prevalecía el mercadeo atroz.
Regresaron a Toronto cuando el sol ya había caído, con la sensación de haber realizado una visita sin contratiempos y afable.
Y esto era mucho.
Viñedos

Calle de la población 'Niágara on the lake'

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