24 de octubre de 2015

Areci malai

-Areci malai-

A las afueras de Trincomale, una ciudad de la costa este de Sri Lanka, había unas playas en las que todos los extranjeros que visitaban la zona tenían casi la obligación de hospedarse. Lo sugería la Lonely Planet como un buen lugar para alojarse, evitando así los pocos y malos ‘hoteluchos’ de la ciudad. Y lo que decía esta guía (de la que empieza a estar un poco harto) se convertía en mantra para todos aquellos mochileros que la utilizaban. Y, sí, el viajero insatisfecho también fue a caer por allí. La playa, muy normal. El hospedaje, muy regular y relativamente caro. La estancia, bastante aburrida, como son todas las playas del mundo mundial (excepto las españolas y alguna otra, según tiene entendido).
-Guía/tuc-tuc en la senda hacia la playa-

En esa búsqueda obsesiva por hacer algo que no fuera pasarse el día tumbado al sol y algo extra-lonelyplanet, se encontró con la posibilidad de visitar una playa (¡vaya!, ¿no habría otra cosa?) a unos sesenta kilómetros de donde se encontraba. El atractivo, según le dijo el mánager del hotelucho donde se hospedaba, era su arena, similar a los ‘granos de arroz’ (“Bonita e interesante”, decía el hombre). Y allá se lanzó este mochilero pensando encontrarse no sé qué. En todo caso, ello contribuía a ocupar el tiempo en esas horas 'mañaneras', evitando así el solazo playero. Un autobús local en dirección a otra ciudad más al norte le llevó a la zona. Allí, en una pequeña localidad, se dejó engañar por el conductor de un tuc-tuc que le hizo de guía y le acercó a la escondida playa Areci malai (en español ‘montaña de arroz’). Previa inscripción en el control militar que había en el acceso, por una senda entre matorrales se acercó al lugar, que aparecía al asomarse a un pequeño terraplén. Nada especial, una diminuta playa con una singular arena que simulaba ‘granos de arroz’, al menos si se observaba con imaginación y mente preconcebida, alimentada -recordaréis- por el mánager del hotelucho de las afueras de Trincomale. Muy cerca de allí, una factoría de arena, uno de los elementos generadores de riqueza para el país. Su exportación a China suponía unos bonitos beneficios.
-Arena como 'granos de arroz'-

La corta excursión en aquel bus local le permitió, además, conocer pequeños poblados y palpar una vez más la realidad rural de aquel bello país.Y pareciera poco, pero no lo es.

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16 de octubre de 2015

Viajar es algo fácil de contar

Después de comer, el viajero, que ha vuelto al terreno llano, despide a Quico y a su mula ‘Jardinera’, se echa a la sombra y se tapa lo ojos con el sombrero. Poco más tarde está profundamente dormido, con un sueño suave, fresco, confortador.
Cuando se despierta se incorpora, se estira un poco, carga con su morral y sigue adelante. Ha debido pasar bastante tiempo porque Quico y su mula ‘Jardinera’ están ya al otro lado de las Tetas, no se les ve por lado alguno.
Una mujer lava en silencio, con la cabeza al aire bajo un sol de justicia. Es el mediodía. El silencio es completo, no se oye más que….”. Así, con esta sencillez de novato viajero escribe Camilo José Cela su “Viaje a la Alcarria”.
Impresiona, si, su sencillez y su descripción pausada, nada extravagante o pretenciosa. Le gusta esa simplicidad, casi ingenuidad, al viajero insatisfecho. Muchas veces uno mismo piensa que necesitaría otro lenguaje para contar sus vivencias pero, siempre, fueron elucubraciones pasajeras, nada firmes. Este mochilero para construir las secuencias reales se apoya en los hoteles que utiliza, en los autobuses que toma, en el color de las paredes, en lo salvaje de la naturaleza, en la cara de la gente que cruza, en lo que lee, en lo que vive, en ese paseo precipitado o en ese trasnoche sin justificar. Solo así se siente a gusto con sus descripciones. El otro día salía solitario por un campo de hilagas/aliagas, matorrales agostados, carrascas de bellotas a punto de explotar, y cuando paseaba tranquilo se fijaba en todo y pensaba en lo fácil que sería contar todo aquello. Viajar es, quizá, eso: algo fácil de contar.
Y así, de pronto, se acordó de aquel día que vio en Tailandia a un adolescente avanzar por un camino, entre sombras y destellos de luz, que llevaba a la frontera de Birmania. ‘Allá, al fondo, esta Birmania’, le dijo el motero que le acompañaba. Entró en Birmania sin entrar. Visitó el país sin ver. Destruyó un régimen sin luchar.
¿Veis que fácil es contar un viaje?.

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4 de octubre de 2015

Polonnaruwa

-La dagoba más grande de Polonnaruwa-

Pensaba, literalmente, ‘pasar de piedras’ en este viaje y cayó en esta ciudad casi de casualidad. Polonnaruwa era una de las ciudades antiguas de Sri Lanka, la de mayor contenido patrimonial junto con Anuradhapura, y, después de visitada, debió de reconocer que era de imprescindible paso para todo viajero que venga a esta isla, “lágrima de la India”. Los monumentos de la ciudad se remontaban a hace 800 años, sus glorias también, y ahora daban una idea bastante buena del aspecto que tendría el sitio en sus mejores tiempos.
Llegó una calurosa tarde de agosto. Calurosa, de verdad. Después de dejar los bártulos en la ‘guesthouse’ alquiló una bicicleta allí mismo y se acercó al gran lago artificial Topa Wewa, para dejar correr las pocas horas de la tarde en sus orillas. A la mañana siguiente, alquiló de nuevo una bicicleta para acercarse a visitar las ruinas sin saber si después del tute del día anterior (le dolía el culo, majado por el asiento y la falta de costumbre) se arrepentiría. No lo hizo. La bicicleta era un buen complemento para visitar el sitio arqueológico: largas distancias entre algunos monumentos, no había excesivas pendientes y sí muchas sombras de árboles por los caminos, además, contaba con varios sitios donde vendían agua mineral, refrescos y agua de coco. ¡Excelente!.

-Uno de los monumentos del Cuardrángulo-

Dejaba la bici aparcada y visitaba, dejaba la bici aparcada y visitaba: Así era el ritmo.
Había varias zonas, la del Palacio Real que, por cierto, era pura ruina, cuatro paredes mal conservadas aunque se apreciaban esos grandes muros anchos y compactos. Otra de las zonas, el llamado Cuadrángulo que poseía una buena colección de diferentes edificios, una delicia para los arqueólogos, seguro. El viajero insatisfecho los visitó sin haber sentido nunca la llamada pero no dejando de sorprenderse con alguna de las ruinas vistas.
En el recinto de Polonnaruwa había, además, dos o tres estupas, o dagobas como decía el libro/guía, inmensas, la más grande de allí era la cuarta más grande de la isla. Y lo más sorprendente para sus ojos inexpertos estaba al final de recorrido: el Gal Vihara. Se componía de cuatro imágenes de Buda separadas, todas ellas esculpidas en un largo bloque de granito. El Buda de pie medía 7 metros y el reclinado, representado mientras entraba en el nirvana tras la muerte, 14 metros. Completaban el sitio otros dos Budas sentados. Si no lo más interesante e importante de Polonnaruwa, al menos este mochilero lo calificó como uno de los lugares más vistosos.


-Gal Vihara (Buda de pie y reclinado)-


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