Hay muchos lugares en
el África-mito
que aleccionan. Donde uno siente que está aprendiendo o recibiendo enseñanzas
existenciales que nunca, nunca olvidará.
Pasear por Ilha de Moçambique (Mozambique) mezclaba dos placeres: el regocijo viajero y
el agrado de la tranquilidad. Desprendía tanto altivez colonial como normalidad
en el diario vivir.
Callejear cuando el
sol caía en el horizonte entre aquellas ancestrales casas coloniales -reformadas, unas;
pintadas pero abandonadas a su suerte, otras-, caminar entre aquellos árboles
centenarios caídos por el entonces reciente huracán del que además se veían
otros destrozos y observar a aquellos vecinos sentados ante las puertas
abiertas de sus casas en las que se intuía la magia de añejos aristócratas
ocupantes, fueron unas de las muchas docencias que le imprimió África. Otra, contemplar el poblado Makuti, en mitad de la isla como un barrio más, hundido
en su inquietante foso, abarrotado de pobres pobladores, humildes pescadores,
antaño siervos de colonos y semi esclavos de miseria.
-Primer plano del poblado Makuti-
Ilha de Moçambique,
isla de antiguos comerciantes, negreros, embajadores del mundo y monjes obesos
y mandones. Fue mágica, aunque nunca supo por qué.
El viajero insatisfecho no puede asegurar
ahora que contempló el atardecer más inverosímil de su vida pero sí el de mayor
quietud. Desde que atravesó, un mediodía de marzo, aquel estrecho y largo
puente que unía la isla al continente pensó que era un lugar seductor.
La abandonó cuando todavía el sol no había dado
señales de alborear. Atravesó de nuevo, en dirección contraria, el puente que
le alejaría de allí, kilómetros y kilómetros.
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