19 de diciembre de 2021

Primer recorrido armenio

Monasterio entre el bosque. El primero visitado
Atravesó la frontera entre Georgia y Armenia con cierto desconcierto, o miedo a que extremaran precauciones con relación al Covid19, pero todo fue muy fácil. Traspasó la frontera de Georgia con facilidad y al entrar en el edificio fronterizo de Armenia una enfermera, o eso parecía, le pidió el papel de la doble vacunación. Eso fue todo. “AstraZeneca”, dijo, y le permitió avanzar hacia el control de pasaportes. Subió al coche que le llevaba hacia Erevan, y continuó viaje. Ya había apalabrado con el conductor que le dejara en Dilijan, aunque había pagado el trayecto completo. Quería visitar la zona, a pesar de no tener muchos datos sobre el interés que podría tener esta ciudad y sus alrededores.

No se arrepintió pues era una tranquila ciudad rodeada de montañas y bosques, la más frondosa que encontraría en todo Armenia. Había reservado a través de Booking una habitación que le resultó difícil encontrar. El nombre que figuraba como dirección más bien era la parte de atrás de dicha calle y nadie conocía semejante lugar. Mochila al hombro, se arrepintió de no haber tomado un taxi. Enfadado y cabreado con la situación, después de mucha vuelta, preguntas y vaivenes encontró el lugar. Una tranquila casa, semejante a un chalet, con una habitación de invitados a la entrada del jardín.

Dilijan no era muy grande. Se asentaba a la orilla de un río y en la ladera de varios montículos adyacentes. Verde, muy verde, con un centro que estaba en una de sus laderas y no por donde pasaba la carretera general. Era domingo y necesitaba dinero armenio, pero no logró encontrar un sitio donde le hicieran el trueque. Eso sí, recorrió a pie toda la ciudad en su busca.

Descansó esa noche y en la mañana se dispuso a conocer la zona. Ayudado por el taxista con el que negoció se marcó un recorrido por los alrededores que abarcaba al menos tres monasterios. Sin que su pasión sean las piedras, esto le permitía conocer un poco toda el área. Los taxistas armenios, además, eran muy asequibles para el raquítico bolsillo del viajero insatisfecho, por lo que no dudó en encomendarse a sus servicios. Los dos primeros, eran unos monasterios abandonados en medio del monte, poco visitados y menos atractivos. Le dieron la oportunidad, nada más, de pasear solitario por aquellos parajes pues el taxista en un determinado lugar le mandó subir, primero, por una estrecha vereda hasta donde cuatro piedras añejas formaban una iglesia rectangular y, luego, por una empinada cuesta para alcanzar el musgoso y deshabitado monasterio del siglo X.

Monasterio Haghartsin

El tercero, más famoso, se encontraba alejado, pero sin problemas. El taxista, según lo convenido, le acercó, le esperó el tiempo necesario y le devolvió a Dilijan. Se llamaba monasterio Haghartsin, El monasterio de la danza de las águilas. Bonito nombre. Construido entre el siglo X y XII tenía tres iglesias: la de San Gregorio el iluminador, la de la Virgen y la de San Esteban (¡Qué cosas os cuenta!). Tras una reciente restauración, financiada por el jeque de Sharjah, de Emiratos Árabes Unidos, las iglesias habían perdido la pátina histórica y a muchos visitantes les resultaba desconcertante su aspecto reluciente.

¡Verdad!

En la parte de atrás, un tronco viejo, quemado y con varios agujeros era talismán. Atravesar por uno de sus huecos daba suerte.

¿Verdad?.

Árbol de la suerte

Regresó a Dilijan. El resto de tarde, unas cervezas, un paseo por la orilla del río y un entretenimiento que le recordaba a sus años infantiles: abrir nueces con una navaja para comer su interior blancuzco, aún sin secar.

Copyright © By Blas F.Tomé 2021 

7 de diciembre de 2021

Antigua ciudad de Vazdzia / Georgia


Al fondo, la ciudad excavada en roca de Vazdzia

El minibús que le traía, ya ni recuerda de dónde, le dejaba en la ciudad de Akhaltsikhe. Seguía las instrucciones que le marcaba la Lonely Planet que rezaba así en la introducción de la referencia a la localidad: “La magnífica restauración del castillo del siglo XII que domina la localidad, ha contribuido a convertir Akhaltsikhe, que era un triste ejemplo de declive postsoviético, en una parada relativamente atractiva desde la que visitar Vardzia”.

Y ahí, a la antigua ciudad excavada en roca de Vazdzia era donde se dirigía. Las ruinas estaban a 60 kilómetros de la ciudad en la que se encontraba, y el transporte público no era frecuente, si existía. La única posibilidad era alquilar un taxi que, según alguna información, no era un medio muy caro, incluso para un solo ocupante. ¡Fue fácil! Nada más descender de la marshrutky/minibús un simpático y veterano taxista local le ofreció el trayecto a un precio muy razonable. Consiguió bajarle unos pocos laris (moneda local) y le contrató sin más. Fue su hijo quien realizó el trayecto. Hablaba un corto inglés, parecido al del viajero insatisfecho, y se lanzaron a la carretera.

Vazdzia, excavada en roca, era bastante espectacular por sus muchas cuevas, túneles y una impresionante iglesia con decenas de frescos extraordinarios. Aún la habitaban unos cuantos (4 o 5) monjes. Y, además, era un símbolo, y ocupaba el corazón de los georgianos que la visitaban habitualmente. Una foto imprescindible era cuando, desde la carretera, se comenzaba a ver el muro montañoso horadado de huecos, parada obligada para apreciar en toda su amplitud la antigua ciudad ‘queso gruyère’.

Vazdzia y al fondo la ribera

El rey Giorgio III construyó una fortificación aquí en el siglo XII, y su hija, la reina Tamar (otra vez esta reina, como en Uplistsikhe) fundó un monasterio que creció hasta convertirse en una ciudad santa que albergó a unos 2.000 monjes. En la época, y a nivel mundial, fue conocida como el bastión espiritual de la frontera este de la cristiandad. En 1283 un gran terremoto sacudió las paredes exteriores de muchas cuevas, lo que marcó el inicio de la larga decadencia del lugar.


Vazdzia (en el centro la iglesia de la Asunción)

El mochilero pasó por caja, como cualquier local o extranjero, y haciendo uso de un pequeño vehículo con remolques, habilitado para dejar al visitante al pie de las escaleras, inició la ascensión, la visita y la internada en las cuevas que iban apareciendo a su paso. Un permanente zigzageo por escalerillas, pasadizos y sendas. En el centro del complejo se hallaba la iglesia de la Asunción. La fachada se había perdido, se suponía como efecto del terremoto, pero en el interior se hallaban multitud de frescos, pintados cuando su construcción (1.185). Antiguos. En algunos se apreciaba a Giorgio III y a su hija, antes de casarse ésta. Allí, como en el resto de las iglesias georgianas, las mujeres debían usar falda larga y cubrirse la cabeza, y los hombres pantalón largo. Se cumplía, pero no vio mucha rigidez. En una de las grutas, un largo túnel (iluminado y un poco claustrofóbico) ascendía hasta otra cueva en el piso superior. Al final, casi perdido, descendió de aquel laberinto, por otra parte bastante bien señalizado.

Una experiencia brutal, si uno pensaba y aproximaba a lo vivido por los antiguos monjes entre aquel laberinto de cuevas y salas, bodegas y almacenes.

El taxista esperó paciente a que finalizara el recorrido y, luego, regreso a Akhalsikhe, visitando, además, un castillo y un tradicional monasterio habitado.


Túnel

Nota.: ¿Me ha salido un 'post' parecido al de Uplistsikhe?

Copyright © By Blas F.Tomé 2021 

19 de noviembre de 2021

Kazbegi (Stepantsminda) / Georgia




Tsminda Sameba. Al fondo, el monte Kazbek

Desde lo alto de la iglesia de Tsminda Sameba el paisaje era espectacular. Detrás de sus muros, aunque lejano, el imponente monte Kazbek. Delante, una inclinada pendiente, casi precipicio. Desde la perspectiva del viajero insatisfecho parecía que aquel monje asomado a la balaustrada acometiera un intento de suicidio. En la base, la población de Stepantsminda y, al otro lado del valle, a lo lejos, un macizo montañoso rocoso y arbolado, a trozos. Casi veteado de verde y ceniza. La iglesia del siglo XIV era de piedra erosionada, decorada con interesantes tallas, una de las cuales, en el campanario, parecía mostrar dos dinosaurios.

                                                                    Monje asomado al precipicio

Desde Stepantsminda había varias maneras de subir, entre ellas, andando. Este mochilero lo hizo desde el final del pueblo, por un estrecho valle, tomando una senda ‘de cabras’ que subía zigzagueando y rodeando un cerro hasta llegar a la iglesia. Estaba a 2.200 metros por encima de la población, en pronunciada pendiente. ¡Agotador! Recién levantado y con fuerza, acometió la tarea. En principio, era una fresca mañana, pero según transcurrían los metros de ascensión el calor y el sudor ocupaban el espacio del frío matinal. Llevaba su mochila azul con la cámara de fotos y una pequeña botella de agua mineral. Al iniciar la ascensión, una tubería que llevaba agua a la población, dejaba escapar un hilo de su fresco y sabroso contenido. Vació su botella de líquido y lo sustituyó por lo que salía de la tubería: prefería el manantial de las montañas. Agua recogida de algún regato en lo alto de alguno de los muchos cerros montañosos que allí deslumbraban al visitante. Quizás directamente del glaciar del monte Kazbek.



Monumento a la Amistad ruso-georgiana

Había llegado el día anterior a la población, directamente desde Tiflis. La conexión desde la capital hacia Kazbegi (ahora, Stepantsminda) era mucho más fácil que intentar tomar una marshrutky en cualquier cruce de carreteras o población intermedia. El vehículo que le ofrecieron, más apropiado para turistas -todos lo eran- paró en varios sitios, curiosos lugares apropiados para alguna especial visita: en la fortaleza de Ananuri, al borde de la presa de Zhinvali; en una pequeña población donde había un camping con posibilidades de hacer un paseo por el río, y en el monumento a la Amistad ruso-georgiana. Si bien las relaciones de ambos países no estaban en buenos momentos, cuando se construyó, en 1983, las cosas se ‘cocinaban’ diferente. En todo caso, merecía la pena acercarse por sus murales de azulejos y las increíbles vistas del valle. También se le llamaba el mirador de Gudauri, la población más cercana.

En fin, disfrutó por aquellos parajes montañosos que eran verdes praderas, inmensas alturas rocosas, caminos de paso, vacas pastando, o en la carretera y caballos en las laderas, casi equilibristas.


Vacas en la carretera hacía Kazbegi

Copyright © By Blas F.Tomé 2021

30 de octubre de 2021

Gori y Uplistsikhe / Georgia


Ocho guerreros, monumento a los caídos en la guerra de 2008 / Gori

Otra de las escalas del nomadismo veraniego fue Gori, ciudad conocida mundialmente (entonces en el Imperio ruso) por ser el lugar de nacimiento del ‘amigo’ Josef Stalin, Iósif Vissariónovich Dzhugashvili. Este líder, en el seminario ya había comenzado con el movimiento revolucionario, según sus biógrafos. Se unió a la organización socialdemócrata de Georgia, en la que fue instruido en política marxista por el profesor Noe Zhordania y comenzó a difundir el marxismo.

El gran Museo Stalin era la principal atracción de la ciudad, aunque la idea de parar en Gori no fue por idolatría hacia Stalin, o como perseguidor de sus orígenes, sino más bien como punto de partida para visitar la localidad excavada en la roca de Uplistsikhe. 

¡Vamos a ello!

Antigua localidad de Uplistsikhe, excavada en roca

Se había hospedado en Tamar Guesthouse, casa que recomienda a todo mochilero que se acerque por Gori. Tamari, jefa del establecimiento, era una mujer encantadora y su negocio, cuidado y limpio. Además de estar en un lugar tranquilo, la dueña era atenta y llenaba de atenciones. Su marido, a su vez, ejerció de taxista para poder visitar de manera práctica la población excavada en roca.

Temprano, el viajero insatisfecho realizó un recorrido más bien rápido por la ciudad de Gori y visitó su fortaleza, parcialmente reconstruida que se alzaba sobre un cerro. Como hecho anecdótico, o no tanto, en la ladera de este promontorio, un círculo con ocho guerreros de metal mutilados constituía el escalofriante monumento conmemorativo a quienes perdieron la vida en la guerra del 2008 contra Rusia por el control de Osetia del Sur. Luego, el marido de Tamari y este mochilero se lanzaron a la búsqueda de Uplistsikhe.

Por dar algunos datos para situar en el tiempo aquella ciudad rocosa: Entre los siglos VI a.C. y I d.C. Uplistsikhe se convirtió en uno de los principales focos políticos y religiosos de la Kartli precristiana, con tempos dedicados sobre todo a la diosa del Sol. Después de que los árabes ocuparan Tiflis, en el 645 d.C., esta localidad se convirtió en residencia de los reyes cristianos y en un importante centro de comercio. En su apogeo alojó a 20.000 personas.

Desde el interior de una de las salas

Tras pasar por caja, se metió en el recorrido como si fuera un experto arqueólogo. Subió, bajó, paseó, curioseó y resbaló en alguna de las rocas pisada y repisada por los miles o millones de turistas predecesores. Era un lugar singular, con cavidades rocosas de todo tipo que miraban al cercano río Mtkvari. Cavidades que habían sido moradas privadas, salas (como la de la reina Tamar), teatros, palacetes, bodegas o residencias. En la actualidad, era difícil diferenciar a primera vista el uso de aquellos agujeros horadados en la roca, pero había carteles informativos que facilitaban la búsqueda. Incluso, señalaban un posible recorrido. Al tratar de hacerse una de sus 'fotos señuelo', de espaldas y con los brazos en alto, acudió a los favores de una veterana pareja de enamorados, aunque más parecía que estuvieran ambos haciendo una 'pillería', contra sus respectivos consortes. Sospechó y, ahora, no asegura.

Para abandonar el complejo, nada mejor que utilizar un largo túnel (recomendado por la Lonely Planet) que iba a parar al Mtkvari, una ruta de escape que debió utilizarse, a su vez, para subir agua a la ciudad.

Túnel de escape


Copyright © By Blas F.Tomé 2021

12 de octubre de 2021

La zona de Svaneti / Georgia


Las torres de los svan, en Mestia

Necesitó el Google Map, una vez en la localidad de Mestia, en Svaneti (Georgia), para encontrar la Guesthouse Mon Amie que había reservado por Booking. La incomunicación fue absoluta con las dos o tres personas a las que preguntó y se dio cuenta que el idioma iba a ser una gran barrera. Anochecía cuando el viajero insatisfecho descendía de la marshrutky que le traía de Zugdidi, a donde había llegado en similar vehículo desde Tbilisi o Tiflis. Esta zona era el antiguo territorio de los temidos svan, y tan remota que ningún gobernante había querido conquistar. En la actualidad, aun siendo transitada por turistas, seguía con su mística belleza.

A parte de esa característica de zona remota del Cáucaso, tenía sentido visitarla por las famosas torres de defensa (koshki) de los svan. Una de las primeras instantáneas desde la marshrutky, al llegar a la zona, fue para las koshki que aparecían a lo lejos: imponentes, austeras, antiguas y soberbias. Sobresalían sobre las edificaciones más altas de Mestia como verdaderas torres de vigilancia, aunque era difícil explicarse el por qué algunas de ellas estaban tan juntas. Fueron diseñadas para proteger a los lugareños de las invasiones y contiendas locales. Se debe tener en cuenta que hasta hace poco Svaneti era conocido por las venganzas de sangre entre sus habitantes y vecinos.

Los picos gemelos del monte Ushba

'Torre del amor', en la ruta hacia Ushguli

Durmió contundente aquella noche en la guesthouse, después de un viaje tan largo (en tiempo) desde Tiflis, pero al amanecer no demoró la inspección de calles y de varias koshki que tenía cercanas, admirando su conservación ya que la mayoría de ellas fueron construidas entre los siglos IX y XIII. En la base de una de ellas, comprobó la existencia de un establo con ganado, en otra, una guesthouse se arrimaba a la torre, pero todas ellas ocupando en el paisaje una imagen de contraste.

La marshrutky a la que se subió también a primeras horas de la mañana para conocer el pueblo de Ushguli, a unas dos horas, transitaba por espectaculares valles llenos de natural belleza. En el trayecto, paró un rato para así fotografiar los espectaculares picos gemelos del monte Ushba (4.710 metros), a las espaldas de Mestia; para visitar una solitaria torre a orillas de un río, que apodaban ‘Torre del amor’, y para permitir que varias máquinas trabajaran en la mejora de la carretera que nos llevaba a Ushguli. Bellas montañas a los lados cargadas de agreste vegetación y ríos que bajaban con fuerza por los diversos valles (de uno se pasaba al otro), conformaron una bonita experiencia visual.

Ushguli, bajo el glaciar Shkhara

El pueblo de Ushguli estaba situado en lo más alto del valle de Enguri, bajo el macizo nevado del monte Shkhara (5.193 metros), el techo de Georgia. Un lugar fascinante. Esta pequeña población tenía 40 antiguas torres svan, que conformaban un conjunto mágico bajo la protección del famoso glaciar; se componía de un conjunto de casas, con techos de pizarra, y unas calles embarradas y llenas de ganado sesteando o simplemente rumiando su buche lleno de hierba de las laderas. En uno de los laterales del poblado, en lo alto de un cerro estaba la torre de la reina Tamar, evocadora torre por lo genuino del poderío de aquella mujer en una determinada época.

Paseos por unas calles con subidas y bajadas, entre piedras y barro completaron la jornada. Había llegado la hora de un kubdari, comida típica de la zona, y del regreso a Mestia.

Copyright © By Blas F.Tomé 2021

21 de septiembre de 2021

Imprescindible capital georgiana


 Panorámica de Tiflis

Llegó a Tbilisi (en adelante, Tiflis), capital georgiana y destino de su avión, sobre la medianoche. La entrada fue sencilla. El policía de inmigración parecía tenerlo claro y no le interrogó más allá de la sencilla pregunta de si tenía los papeles de vacunación en regla. Se los mostró.

Despertó en un barrio de tranquilo aspecto en el centro de la ciudad y se dispuso a integrarse lo antes posible entre una gente a la que no entendía, ni le entendían, ni parecía ser que ello fuera necesario.

Hizo el imprescindible cambio de dinero, de euros a laris, y se embarcó en la tarea de conocer aquella ciudad que había visto por primera vez de noche, cuando entró en ella, procedente del aeropuerto, en aquel coche solicitado al hotel. Lo primero fue abrir el libro/guía que llevaba del país para situarse en el terreno. La guía exponía un recorrido con el que, supuestamente, visitaría los puntos claves de esta urbe caucásica. Precisamente, se encontraba cerca de la plaza de la Libertad donde comenzaba el recorrido. Antes de llegar se encontró con el edificio del Parlamento georgiano que lucía banderas europeas junto a la bandera georgiana, un intento del presidente y de la clase dirigente del país por conseguir los parabienes europeos y desligarse del (real y tradicional) yugo ruso.

El nombre oficial del país era “Sakartvelo”, como recordaba una pegadiza canción, escuchada en todos los lugares y transportes públicos del país. El viajero insatisfecho ante la insistente tonadilla preguntó a un conductor: “¿Qué es sakartvelo?”, y le contestó que era ‘esto’, señalando al suelo y los alrededores.

Plaza de la Libertad

Tiflis era una ciudad de algo más de un millón y medio de personas, no excesivamente grande y con una parte central o casco viejo muy definidos que se extendía entre la plaza de la Libertad, el río Mtkvari y la fortaleza Narikala.

Algunos puntos claves:

La plaza de la Libertad que tenía un nombre en georgiano, como todos los puntos que va a describir, raro y, como no, de difícil pronunciación. La inmensa columna, en el centro de la plaza, estaba coronada por una estatua dorada de San Jorge y el dragón. Bordeando la antigua muralla de la ciudad, muy bien integrada en el conjunto, e internándose por una calle peatonal se llegaba a la Torre del reloj, una edificación que parecía construida a base de retales arquitectónicos, pero que desprendía belleza y extravagancia a la vez, y se había alzado a símbolo de la ciudad. El diseño era del maestro titiritero Rezo Gabriadze. A paso lento pero acalorado llegó a la iglesia más antigua y bonita, la basílica de Anchiskhati. Bajó por unas escaleras y entró en el recinto, con un interior coloreado, aunque oscuro también. No imponían ‘pasar por caja’ al entrar, cosa que en principio le extrañó, luego, según progresaba en el recorrido por el territorio, se daría cuenta de que en la gran mayoría de las iglesias, basílicas o catedrales del país no cobraban entrada alguna. Debían tener un clero menos usurpador que en el que dirige los altares españoles.

Torre del reloj
Puente de la paz

Otro punto -orgullo o vergüenza georgianos, no sabe- era el puente de la Paz, sobre el río Mtkvari: una pasarela peatonal, de un estilo vanguardista innecesario como el propio techo que la cubre, diseñada por el italiano De Lucchi e impulsada por el anterior presidente Saakashvili. A pocos metros, la entrada al teleférico que llevaba a la fortaleza de Narikala, otro de los lugares imprescindibles de la ciudad y que ésta dominaba desde la altura. La fortaleza databa del siglo IV, cuando era una ciudadela persa. Ahora mismo, unas ruinas de difícil apreciación. En lo alto de una de estas murallas derruidas, este mochilero encontró a aquella joven y bella mujer tocando una especie de xilófono que le recordó a Afrodita, diosa griega, o la Diana de los romanos. Y allí, todo integrado como un conjunto desordenado y carente de un llano diseño estiloso, estaba la iglesia de San Nicolás y, también, Kartlis Deba, una especie de estatua de aluminio de veintitantos metros de altura que “acoge con los brazos abiertos al visitante y combate el enemigo con vehemencia”.

Estos puntos de visita, y otros muchos más en el recorrido, completaban una Tiflis, moderna, estilosa, tranquila, caucásica, ambientada y acogedora.

Joven tocando un xilófono, en lo alto de la fortaleza Narikala


Copyright © By Blas F.Tomé 2021

30 de agosto de 2021

En busca de "otra" Marlene Dietrich


Durante el periodo de confinamiento en 2020, por la Covid-19, el viajero insatisfecho decidió dedicar su tiempo a recopilar con ilusión, recuerdos, anécdotas y vivencias de viajes pasados. Su punto de partida fue un relato al que tiene mucho cariño, que mereció hace pocos años el premio del I Concurso de Relato Corto Monasterio de Escalada. Con estos textos previos y las ganas de contar historias que le habían ocurrido en los viajes, se lanzó a escribir un libro que tuviera cierta coherencia, autenticidad y, sobre todo, verdad, aun teniendo en cuenta que la trama argumental partiría de hechos novelados. Resumiría así el argumento:
“Bruno, obsesionado con la actriz Marlene Dietrich, a raíz de un encuentro imprevisto en época infantil, se relaciona con un amigo que le hablará de Waldo, casualmente, conocedor en su juventud de la artista alemana. Ambos se movían en los casinos y cabarés de Las Vegas y Broadway. Actualmente, este personaje disfruta de sus últimos años en Madagascar con una amiga francesa, su petite vedette.
Varios capítulos son escritos del propio Waldo, en primera persona, dando a conocer él mismo su trayectoria. Primero con pasajes vividos durante la guerra civil y, luego, sus andanzas y actuaciones como artista, «hombre de trapo», acompañado de su inseparable mujer, Elsa.
Intentando conocer más y más sobre Marlene, Bruno se lanza a la búsqueda de Waldo por Madagascar. Sufre, en carne propia, los difíciles trayectos por la isla, con carreteras abandonadas y en medios de transporte locales, atestados de gente local que viaja con las incomodidades otorgadas por la explotación y la pobreza. Desde Antananarivo sube a Mahajanga y, de ahí, a Antsiranana. Conoce el norte de la isla y la gran bahía que acogió a la idílica república pirata de Libertalia y se aventura por la isla de Nosy Be hasta localizar a Waldo y su petite vedette. Una vez encontrados, liberado Bruno ya de la obsesión por el Ángel Azul -como fue conocida Marlene- gracias a la originalidad y familiaridad del veterano artista, a su naturalidad y su manera de vivir, decide lanzarse a conocer África continental. Atraviesa el canal de Mozambique en barco y llega a Mozambique, sube por Malawi y se adentra en Tanzania (en todos estos recorridos, cuenta anécdotas reales que le sucedieron y recoge historia y vida de los países que visita). Alimenta, así, su pasión por África”.

Copyright © By Blas F.Tomé 2021

28 de julio de 2021

Georgia y Armenia


En Gori, Georgia, nació Stalin, uno de los mayores enemigos de los georgianos, según algunos críticos. En Georgia nació, también, Eduard Shevardnadze, presidente de su país entre 1995 y 2003. Anteriormente, había ejercido las funciones de ministro de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética bajo la presidencia de Mijaíl Gorbachov desde 1985 hasta la disolución de dicho país en 1991. Shevardnadze vino a paliar, en parte, los desmanes, abusos y terribles envestidas que los soviéticos, personificados en Stalin, cometieron con los georgianos.

El monte Ararat, en Armenia, es el lugar que, según el Génesis, sirvió de puerto, después de 40 días y 40 noches de lluvia, al arca en el que Noé y su familia se salvaron del castigo divino. En casi todas las fotografías, las nubes rodean esa cumbre; unas nubes que lo convierten en un lugar de apariencia inaccesible.

Estos dos países con tan larga historia y con tanto acervo cultural serán el destino próximo del viajero insatisfecho.

Llegará a Tiflis, capital de Georgia, y regresará desde Ereván, capital de Armenia. En medio prevé largos recorridos en medios de transporte locales, marshrutkas, minibuses o trenes. Ojea y hojea la guía de Lonely Planet y se encuentra con nombres como Stepantsminda, Dedoplis Tskaro, Svaneti, Khevsureti, Kajetia o Tusheti que le suenan ‘a chino’. Y se pregunta por primera vez: “¿dónde me voy a meter?”.

Así escriben los georgianos:






Y así los armenios:






Complicado, ¿verdad?.

La mochila volverá a ser su castillo de pertenencias, su mansión transportable, su compañera de viaje, y su amiga. La tiene abandonada, dormitando o invernando desde enero de 2020, cuando regresó de su viaje a Costa de Marfil. Ganas tendrá ella y ganas tiene él.

Copyright © By Blas F.Tomé 2021

30 de junio de 2021

Pasión por África


África, ese país soleado del que hablan los documentales, esa realidad teñida de pobreza, de acantilados marrones, de animales con rayas y manchas, de matanzas, inmensidad verde de árboles altos y de copa plana, carreteras rojizas y personas de piel negra y brillante. Ese continente lleno de vitalidad, oportunidades e iniciativas. Esa capacidad de sus gentes para luchar contra las adversidades, para asumir decadencias, apuros y desganas. Ese África es el que va llegando al corazón. Aun sin conseguir entrar en la profundidad de su alma (¿Quién puede entrar en la cueva donde la osa cuida de sus oseznos?), dedicarle un tiempo de observación, teñida de cariño, culpa a todos de sus problemas. Siempre presentes.

¿De dónde eres?, le preguntó a aquel muchacho al atravesar la frontera entre Malawi y Tanzania. «Soy africano», contestó con orgullo, como una identidad de familia, identidad de raza y filiación de territorio, de pueblo. No dijo soy de Malawi, o tanzano. El joven africano, el adulto, la mujer o el anciano que mira de frente lucha, es consciente de su dependencia de la tierra y se siente subyugado por la naturaleza y sus tradiciones. Porque depende de sus antepasados, de los dioses de la tierra, de los seres invisibles que no acreditan existencia, y depende, también, de sus semejantes, del jefe de su poblado o del patriarca de su estirpe. Es un eslabón en la cadena que une los mandatos pasados, con el progreso del futuro. Y, si sabe transmitir, logrará penetrar en el misterio de las cosas de la vida. 

El africano tiene la fuerza material, más que eso, espiritual, aprendida de niño. La mamma protege al pequeño, le alienta en su más tierna infancia y le aplaca en su juventud. 

Háblame de los niños africanos, le preguntó un rapaz hace unos días. Le contestó: «Los niños en África no lloran». Le miró perplejo. Su mirada le acusaba.

África es un continente joven. El niño ha oído hablar a sus padres o a sus abuelos de la lucha por la emancipación. ¿Qué mejor enseñanza que esa? No se les ha olvidado que son púberes en libertad, o que la tuvieron y la perdieron. Ahora, hace un instante, la han vuelto a recuperar, pero según transcurre la frase, la vuelven a perder por el expolio, el manejo y la manipulación que viene de fuera, que interfiere en su rumbo. Pero al momento, las luchas aparecen y África vuelve a retomar las cuerdas de su futuro. Un verdadero diente de sierra, de subidas y bajadas, de ascensos al cielo y descensos a los infiernos de la explotación.   

¡Fuerza, África! Para dejarte aupar si fuera preciso, ¡fuerza, África! Para preservar los valores tradicionales: el sentimiento de pertenencia al clan; el valor para provocar el encuentro personal, ya sea en una reunión bajo la sombra de un tendido de pajas o bajo las ramas de un árbol colosal; la caricia a la mano que te da de comer, llamada tierra, o la comunicación personal, en el diario encuentro en las calles, en las plazuelas o en la huerta que labrar. ¡Fuerza, África! Para luchar contra los tópicos, estereotipos y paternalismos, y salir fortalecida de la lucha.

¿Qué es una pasión? Una pasión es comprensión o entendimiento, pero, también, cerrazón. Su pasión por África tiene mucho de comprensión; de sentir la cercanía; de estudiar los aspectos físicos y las manifestaciones de la sociedad (sin ser antropólogo); de abstraerse a su olor, mezcla de hierbas medicinales, agua encharcada y fuerte sudor humano. La pasión del viajero insatisfecho por África es entender, hablar de su fuerza con naturalidad y quitar miedos preconcebidos. 

Satisfecho de haber logrado conocer un poco el continente, en la variedad de países hasta ahora visitados. De haber sufrido, mínimamente, las inconveniencias de la vida diaria. El día a día africano es, a veces, concienzudo, demoledor y desesperante. Pero, con pasión, difuminó lo sufrido.

Copyright © By Blas F.Tomé 2021

18 de mayo de 2021

Palo de rosa


Hacía tiempo que se explotaba y trabajaba el palo de rosa. Cuando el 
viajero insatisfecho pasó por aquel puesto de artesanía, en Ambanja (Madagascar), observó varias pequeñas vasijas y unas columnas en espiral perfectamente pulidas de esta madera preciosa. Muy fácil de identificar pues sus tonalidades iban desde el rosa débil hasta el más fuerte matiz púrpura. Era una madera especial, que por su delicadeza y características le recordó a otra que pudo ver en Panamá: el cocobolo.


Menuda paliza y sudada se pegó por ayudar a cargar troncos de cocobolo en un 4x4. Serrados para seleccionar el verdadero corazón de la madera, pesaban más que un matrimonio a la fuerza. En La Palma, una coqueta población en la zona del Darién donde se encontraba, había hablado con un ganadero de Quintín para que le acercara a su lejano poblado. Aceptó gustoso, pero en el trayecto tenía que hacer un flete en una apartada finca de difícil acceso. Allá se fueron, a cargar unos troncos de cocobolo para transportarlos a Quintín. La dueña era una mujer simpática, madura y rolliza, con una vitalidad de llamativas formas. Dos hijos, una adolescente joven y un niño en edad escolar, la acompañaban en la entrada de la finca. La joven adolescente con su pelo negro recogido en trenzas tenía unos preciosos ojos. Le miraba y sonreía al son de su timidez. Y allí estaba para disfrutar de la compañía y dispuesto a ayudar, a cargar, si hiciera falta, con todo el cocobolo de la zona del Darién.

- ¿Por qué es tan valiosa? –preguntó.

- No lo sé. Es muy escasa, de buenísima calidad y la compran los chinos -contestó el joven ganadero.

Supo más tarde que aquello era una posible tala ilegal de un árbol protegido como el cocobolo. Debido a su gran belleza y alto valor, este árbol se había sobreexplotado, fuera de parques nacionales y reservas. Entonces, ya estaba en peligro de extinción. Su textura era muy densa y aceitosa, a la vista y al tacto. Con aquella hermosa y carísima madera se hacían guitarras, oboes, piezas de ajedrez, manillas de cuchillo y artesanía que representaba el mundo animal.

Cuando alguna persona se plantee tener su guitarra de palo de rosa, debería pensar que ello implicará un nuevo golpe mortal al hábitat de los bosques en Madagascar. El trabajo de extracción era duro. Localizar el árbol suficientemente grande para talar, podía llevar un día. Luego, estaba el corte, traslado y porte. Un destrozado hábitat que afectará también a uno de los animales más amenazados del territorio malgache, los lémures.

- ¿Quién compra esta madera?

- Los chinos –dijo aquel hombre, sentado a la entrada de la tienda artesana.

¡Vaya, otra vez los chinos!

Al lado, un malgache lijaba una de estas maderas, y le daba formas, sobre un tronco utilizado como soporte. Un serrín rosa bordeaba aquel tronco donde el joven pulía su obra. Sin duda un artífice puesto allí para certificar la autenticidad de lo que en el interior se vendía.

En la zona de Cap Est había una gran explotación de palo de rosa.


Copyright © By Blas F.Tomé 2021

9 de abril de 2021

Atravesando fronteras


Ejemplo de transporte local

Musoma, en Tanzania, a orillas del lago Victoria, no daba para mucho más, aunque esta afirmación esté llena de las ganas que tenía de aterrizar a aquella otra parte de Tanzania donde el recorrido turístico tiene el mayor aliciente, al menos, para mucha gente. En el otro lado, la ciudad de Arusha era centro de expediciones al Serengueti y Ngorongoro. Se levantó sin prisas pues sabía que tomaría un transporte, el dala-dala, pasado el mediodía. Le daba pena abandonar aquel hotel que tenía cierto encanto y alguna que otra comodidad. No muchas. Pero con pena o sin ella, tenía que lanzarse con ánimo y valentía, enfrentarse a la realidad.
Después de comprar el billete en una de las casetas de venta y comprobar que su equipaje quedaba bien situado en el sucio maletero, el viajero insatisfecho se subió al autobús que le llevaría a la frontera y más allá. En el bus ya había un buen número de tanzanos o keniatas ¿quién sabe?, que esperaban su salida. El papeleo en la frontera fue sencillo, aunque le echó un cable el ayudante del conductor, y como su destino era de nuevo Tanzania, en la frontera keniata hicieron el control mínimo imprescindible. En la mayoría de los casos, fueron bastante más estrictos con los propios locales.
Poco después del cruce de fronteras, cayó la noche de un plumazo. Tuvo la suerte de que nadie se sentó a su lado en ese trayecto y pudo viajar relativamente cómodo, piernas estiradas, sin olor humano cerca y posibilidad de ejercitar el cambio de postura sin molestar a nadie. 
Pensó en su mochila grande, la pequeña la llevaba a su lado, que era todo su equipaje. La última vez que la había visto fue antes de cruzar la frontera cuando aquel servicial muchacho (por interés) se la trasladaba, del dala-dala al autobús. En la frontera vio examinando equipajes, sacando unos y metiendo otros en las tripas del bus, pero él -inconsciente- ni se acercó a controlar sus bultos. 
“¡Rezaré porque esté viajando conmigo!”.
En mala hora se acordó de la mochila. Pasados unos minutos, el autobús se detuvo. Desde el asiento que ocupaba, en la mitad del autobús, no llegaba a percibir nada, pero alguien cerca dijo ‘¡Police!’. Se despejó, sin más. Una vez caída la noche, con la tranquilidad reinante en el interior, salvo alguna charla lejana que no molestaba, su cuerpo cómodo se había relajado y estaba a punto de caer dormido. Pasaron unos segundos y el policía debía estar allí, oculto en una casucha situada al lado del control observando al autobús y a su conductor. Miró al que tenía al otro lado del pasillo que parecía decir “no conviene que muestres nerviosismo, debemos comportarnos como si nada, con total normalidad”. Escrutaba también por la ventanilla los alrededores, pero únicamente a la oscuridad negra alcanzaban sus ojos. Algún comentario en el interior se alzaba ante la desconcertante espera, aunque sólo hubieran sido unos segundos, quizás, minutos. Deseaba que apareciera el policía entre la oscuridad para salir de aquella incertidumbre. Como si hubiera leído sus pensamientos, un joven entró en el vehículo por la puerta delantera, algo alejada de donde se encontraba. Portaba un extraño medio fusil, o corto fusil, que parecía llevara incrustado al pecho. Con señas y miradas, quizás alguna palabra que desde donde estaba no oyó, fue ordenando y revisando la documentación del pasaje delantero. Era el único blanco que iba en aquel autobús de negros. Rebuscó en su mochila de mano para dar con el pasaporte, sabiendo que el policía iba a alcanzar su asiento en un corto espacio de tiempo. Con un gesto le solicitó la documentación. Le miró, ojeó el pasaporte y le preguntó por el destino. Le dijo, “Arusha”, en Tanzania. El joven militar siguió revisando al resto de los acompañantes de detrás con su pasaporte en su mano. Al volver hacia adelante, con una seña le indicó que le acompañara. Bajaron del bus. Debía mostrarle -dijo- el contenido de su equipaje, es decir, el revoltijo de calzoncillos y calcetines sucios, sus raídas camisetas malolientes, zapatillas arrugadas y todo el resto de innecesarios cachivaches que portaba al viajar. El ayudante del bus le ayudó a localizar su mochila entre todas las maletas y fardos en los bajos habitáculos. Una vez, localizada y colocada en el suelo, le ordenó sacar despacio su contenido. Otro policía que apareció a su lado, vestido con un sucio anorak deportivo, le pidió el pasaporte. Lo ojeó de nuevo, sin verlo, pues la oscuridad lo impedía y le alargó su mano libre abierta solicitando no supo qué. Puso 20 dólares que tenía en el bolsillo en ella. Como contrapartida le devolvió el pasaporte, le hizo cerrar la mochila, le ordenó subir al autobús y les dejó continuar el viaje en la oscuridad más oscura rumbo a Nairobi. Después, a la frontera tanzana y a Arusha. La ‘mordida’ se había consumado.
Se despertó en Nairobi cuando la tenue luz de aquellos focos le impactó en los ojos.

Copyright © By Blas F.Tomé 2021


8 de marzo de 2021

Las cataratas Tello / Camerún


Escena en el trayecto a las cataratas Tello

Estaba en la ciudad de Ngaounderé, en la provincia central de Adamawa, fundada en 1835 por un clan peul procedente de la vecina Nigeria. Hasta entonces aquella área era dominada por los mbum. De ellos quedaba el nombre del monte y de la ciudad, Ngaounderé (en mbum, “monte ombligo”).

Pasó unos días por aquella provincia sin saber que cada día iba a tener una ocupación distinta. El día anterior había conocido, a unos 25 kilómetros de la ciudad, las cataratas del río Vina, y alternado con una familia mbum cerca del sitio.

Debía ocupar todos sus días en conocer la zona y la moto era una de las mejores opciones. Desayunó temprano, recuerda que era domingo y tuvo dificultades para encontrar un lugar para ello, y se propuso regatear con alguno de los moteros que había por allí sentados, despreocupados, y de risas y charla entre ellos.


Cataratas Tello

Destino previsto: las cataratas Tello, a unos 50 kilómetros de Ngaounderé. Resultó bastante difícil convencer a uno de aquellos moteros para que le acercara al lugar. Para ellos, taxistas de ciudad, el camino al poblado peul de Tourningal, cercano a las cataratas, era demasiado largo. Pero siempre había alguien dispuesto, por dinero, a hacer cosas difíciles, no habituales y, si se presionaba un poco la cartera, imposibles.

Fue un camino largo, sí, pero entretenido, por aquella carretera de tierra rojiza, polvorienta, pero relativamente bien cuidada. No era época de lluvias y eso facilitaba las buenas condiciones de aquel camino terrero. No necesitaron llegar a Tourningal, aunque irían después, para llegar a ‘las Tello’. Se desviaron por un camino de cabras, estrecho y poco transitado. Las cataratas resultaron ser muy interesantes, pero estaban fuera de cualquier ruta turística extranjera y no debía ser un buen día para el turismo local: estaban solitarias y tranquilas. El agua de varios riachuelos cae desde unos 50 metros de altura formando una piscina natural de color verde esmeralda, utilizada –al menos, entonces, lo fue- por rebaños de vacas que se acercaban allí para calmar su sed.


Cataratas Tello

Debajo de la caída, se podía pasear por una enorme caverna que formaba la roca, detrás de la catarata. Incluso un asiento, allí colocado, lleno de humedad y líquenes, podía servir para disfrutar un rato del ruido permanente del agua cayendo de lo alto. Y el viajero insatisfecho se sentó, dejándose llevar por el sonido acompasado, casi musical, del agua.

Tardaron más de una hora en llegar; otro buen rato, perdieron visitando y descansando a la orilla de aquella belleza natural. Se acercaron a visitar y pisar el pueblo de Tourningal, muy tranquilo, sin nada que ver. Ni siquiera pudieron comprar una botella de agua para atenuar la deshidratación del fuerte calor.

Cuando llegaban de vuelta a Ngaounderé era primera hora de la tarde. Misión cumplida. Pagó al motorista lo convenido, y algo más, y se sentó a tomar unos pellizcos de carne cocinada, en unas brasas negras y grasientas, cargados de guindilla y acompañados con una fría cerveza.


Enjambre/colmena tradicional, camino de las cataratas


Copyright © By Blas F.Tomé 2021

17 de febrero de 2021

Trayectos

Trayecto hacia el norte
El paso de los franceses por territorio malgache no fue un camino de rosas, a pesar de que no había sentimientos mutuos de odio, todo lo contrario. Tenía sus luces y sus sombras, sobre todo luces para los franceses y más sombras para los malgaches. En el período colonial, durante la II Guerra Mundial miles de soldados malgaches combatieron al lado de los franceses, junto a otros miles de argelinos. Aunque la participación no era desinteresada, pues más bien parecía una contraprestación para alcanzar al finalizar una merecida independencia, De Gaulle no lo consideró así, lo que provocó una insurrección que tuvo como chispa las selvas malgaches, donde algunos de los soldados recluidos iniciaron la revuelta.

Este tema seguía siendo tabú en aquel entonces y eso que habían pasado más de cincuenta años. Es posible que haya cierto oscurantismo por vergüenza de los franceses que dieron una respuesta excesiva y contundente a aquellos humildes soldados que alentados por fuerzas internas reclamaban lo que, en buen juicio, les pertenecía. La memoria popular e histórica ocultaría aquellos hechos a los malgaches venideros. Unos incidentes que se convirtieron en masacre cuando intervino la aviación francesa y se propiciaron fusilamientos en masa. De ello, aún quedaban testigos. Uno de ellos se dirigió al viajero insatisfecho en aquella especie de pic up, en el trayecto de Mahajanga a donde se encontraba.

- ¿Eres francés? –dijo. Le contestó una negativa con la cabeza.

- Soy español.

Luego, relató que los franceses no fueron buenos en su poblado, a muchos kilómetros de donde transitábamos. Los vazaha (blancos) les obligaban a trabajar las plantaciones de café para luego exportar el producto, lo que produjo mucho descontento y, al final, rebelión. Los franceses, según aquel interlocutor, habían enviado soldados senegaleses a combatir a los insurrectos malgaches en aquella área nororiental donde él vivía. Era difícil entrar en un tema que desconocía, pero desde que le había dicho que era español su semblante se transformó en risueño y tranquilo.

Ahora podría ocurrir lo mismo con las hectáreas y hectáreas de plantaciones de vainilla, aunque hoy en día al margen del hecho colonial francés. Según Winston Churchill: "El pueblo que no conozca su historia está condenado a repetirla”.

Copyright © By Blas F.Tomé 2021

25 de enero de 2021

La casa de los esclavos, en Ilha Moçambique

Una de las calles de Ilha Moçambique

Estaba en Ilha Moçambique, una isla, una ciudad. Aquella mañana encontró lo que buscaba, la casa de los esclavos, documento viviente -o mejor moribundo pues estaba abandonada a su suerte, ubicada en la ciudad de piedra- y monumento histórico que sirvió durante varios años en la época de la esclavitud como lugar de almacenamiento de esclavos. Se mantenían allí por un período indeterminado, bajo un régimen de “cuarentena”, con el objetivo de recuperar sus fuerzas y nutrientes antes de ser vendidos a comerciantes. Según fuentes orales, muchos de los esclavos murieron allí mientras esperaban a sus futuros jefes.

Comercio vil y vergonzoso, en aquellos siglos (XVII y XVIII), no solamente por la intervención de los esclavistas árabes y europeos sino por la responsabilidad de los propios africanos, sobre todo jefes y reyezuelos que, por el sentido de posesión y por intereses también económicos, participaban y facilitaban este mercadeo. Estos jefes africanos consideraban a los súbditos como objetos de su propiedad y comenzaron a intercambiarlos por abalorios, collares o armas de fuego. Primero serían los siervos condenados por su propia ley penal, pero luego se extendería, ante la generosidad de los traficantes, a todos los miembros de la comunidad o tribu en su condición de vasallos. Constituía todo un entramado de caza mayor pues el negrero o esclavista pagaba, como ahora se paga en los safaris de caza, por raptar jovencitas, hombres musculosos o niños con futuro prometedor. No tenían nada más que penetrar en el interior del territorio africano, surtirse de un buen grupo y en condiciones infrahumanas traerlo a la costa donde comenzaba la distribución hacia el exterior en barcos negreros. Obligados a caminar, como muestran algunos documentales, atados y maltratados, al llegar a Ilha Moçambique, a aquella casa de los esclavos que visitó el viajero insatisfecho o a cualquier otro paraje costero, serían lavados y acicalados para una minuciosa y detallada inspección de los compradores. ¡Tremendo!

También conoció la residencia del poeta portugués Luís de Camões que ¡pásmense!, poco antes de su ocupación había sido lugar de subasta de esclavos, donde eran vendidos o comprados.

¡Cuántos recodos tenían aquellas viejas calles!


Copyright © By Blas F.Tomé 2021