24 de septiembre de 2015

Imperial Saloon

-Exterior del 'Imperial Saloon', en Batticaloa-

Batticaloa
era una tranquila ciudad (¡bueno, no tanto!) de la costa este de Sri Lanka. Nadie le recomendó visitar este enclave pero allá que fue. Tomó un autobús en Trincomale, donde se encontraba y, después de un largo trayecto, el bus le dejó en una ancha calle sin nada que hacer. No sé si alguna vez lo ha dicho pero lo primero que hace el viajero insatisfecho al llegar a una ciudad es buscarse un alojamiento digno(?) para pasar la noche, o noches. Luego, ya se organizará para visitar el sitio. Despejado del peso del macuto es más fácil pensar y decidir.
Batticaloa, en una primera impresión (no podrá dar una segunda pues se marchó al día siguiente), era una ciudad confusa. No consiguió orientarse en las pocas horas que estuvo allí y eso que dedicó la tarde y parte de la mañana siguiente a interminables y prolongados paseos. En esta urbe ribereña entre islas se veían edificios por todos los lados ¿qué era la isla grande?, ¿qué era la otra isla?. ¿este puente une dos pequeñas islas, o une la isla grande y otra isla?. Esta claro que si hubiese permanecido allí más tiempo hubiese resuelto el problema. Pero paró poco.
Pareciera que hubiera ido a esa ciudad, que abandonó en tren al día siguiente, a tomarse una cerveza caliente, solitario en la recepción de un hotel, y cortarse un poco las greñas o escasos pelos de calvo incipiente (¿o compulsivo?) que es.
-Interior del 'Imperial Saloon'-

Pues sí, así fue, se topó con la peluquería “Imperial Saloon” más bonita, más recargada, más kitsch y colorida que ha visto en su vida. Sus paredes eran todo un espejo, cubiertas de pinturas decorativas, flores artificiales, lentejuelas, filigranas, vidrieras policromadas o guirnald
as. Al fondo, Durga, la Virgen María y Buda vigilaban sin rubor a la clientela (¿quien habló de odio interreligioso?). Estanterías plateadas, brillantes y recién pulidas por una mano amiga. Prevalecía el verde en sus diferentes tonalidades pero, también, había fragmentos de pared azul. Un monumento a la exageración. Aunque no estaba en sus planes, no se resistió a dejarse retocar el escaso pelo, a mirarse en aquel festín de espejos que reflejaban estatuillas de ángeles o jarrones de colores, y, como no, a sentarse en uno de sus desgastados y desgarrados sillones. Sonreía solo, al verse proyectado en los viejos cristales de grandes historias multicolor.
-Estación de tren-

Salió alegre de aquel ‘saloon’ de estilo recargado y repujado, y, sin más, tomó un tuc tuc y, con su mochila preparada, se presentó en la estación de tren. Buen viaje!!.

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12 de septiembre de 2015

Las ‘palmyras’ de Jaffna

-Paisaje de 'palmyras'-
Si había algo que distinguía la zona norte de Sri Lanka del resto, además de ser el territorio tamil donde prevalecía la religión hindú, era su apariencia más seca, casi desértica sin llegar a ser tal. El brillante verde de la zona centro y sur del país pasaba a ser más tenue, tiraba más a un verde grisáceo cercano al ocre del hipotético desierto. Y el calor (“¿Vas a Jaffna?. Uff, mucho calor”, decían allí). Pero también si había algo que destacaba, una vez cruzado el paso del Elefante, donde daba comienzo la península de Jaffna, eran las palmyras, esas palmeras altas, y algunas, pocas, ligeramente curvadas por el viento y, siendo muy delgadas, también por el propio peso de su cresta de hojas/abanico. Era una imagen recurrente, mirara por donde mirara, las palmyras destacaban en el horizonte como mástiles de banderas izadas de bienvenida. Y no debían ser muy frágiles cuando aguantaron muy bien los envites del pasado tsunami que perjudicó bastante a aquella zona ceilanesa. Este árbol estirado junto a pequeños destrozos provocados por aquel terrible fenómeno natural, conformaban a veces un extraño paisaje. Se calculaba que había 11 millones de palmeras en la isla de Sri Lanka, gran parte de ellas ubicadas una vez traspasado el paso del Elefante. Este paso, muy conocido en la isla, era un precioso istmo entre marismas que comunicaba la península de Jaffna con el resto de Sri Lanka, por el que se luchó encarnizadamente durante la pasada guerra, de la que aún quedaban vestigios. Se llamaba así por los cientos de elefantes que pasaban por allí de camino a la India entre el siglo IV a.C. y el siglo XIX.
Aquel trayecto en autobús en busca del templo hindú de la isla Nainativu (ya contado), sirvió al viajero insatisfecho para recrearse en el hallazgo de la palmyra e impulsar su admiración por esta planta que los locales utilizaban para casi todo. Iba unida a la cultura social del pueblo tamil: “la madera -según señalaba el libro/guía- sirve para las construcciones; las hojas para hacer vallas y tejidos; la fibra para hacer cuerdas, y la savia para beber. Si se la deja fermentar unas horas, se convierte en un ponche aromático de baja graduación. Las raíces jóvenes de la palmyra -añadía- son ricas en calcio y se comen como tentempié, o molidas, en forma de harina que se usa para hacer unas gachas llamadas khool”. 
Un pequeño homenaje a un árbol que destaca, entre otras cosas, por su altura  y languidez.


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