28 de abril de 2024

Las cataratas de Maletsunyane / Lesoto


Locales 'basothos', en sus caballos

Descendió del minibús que le traía de Maseru (capital de Lesoto) en Semonkong, una pequeña población de no más de seis mil habitantes. La brisa fresca se unía al poco calor reinante, generado por un apacible sol en este asentamiento, que estaba a una altura de unos 2.200 m.s.n.m. Eran aproximadamente las 10 de la mañana. Lo primero que hizo fue buscar un lugar dónde dejar la mochila grande y pasar la noche siguiente —traía una dirección, encontrada por internet, Bonnini Homestay—. Y lo encontró, con la ayuda de una amable joven semonkongesa (?). Lo regentaba otra simpática joven de sincera sonrisa y de sugerencias y consejos desinteresados. Le ayudó en la breve estancia y le hizo una exquisita cena, con cordero y verduras. Se movía ella de un lado a otro siempre con su especial mokorotlo sobre la cabeza: un sombrero cónico trenzado con paja o un tipo de hierba local y rematado en la punta con un diseño intrincado. El edificio del homestay había sido construido no hacía muchos años y ofrecía unos servicios mínimos. No tenía ducha ni lavabos (se utilizaba el sistema de “cubo y cazo” para la higiene corporal) y el wáter, bastante alejado, era en modo compost.

Pastor, en su montura

¡No pasaba nada!

Una jornada de turismo sostenible.

La llegada a esta población era con el fin de visitar las cataratas de Maletsunyane, y a ese propósito se encomendó nada más dejar la mochila grande en la habitación. Pero el trayecto al salto de agua era largo. Se atravesaba la población, después se cruzaba un arroyo, en cuya orilla estaba Semonkong Lodge, el más prestigioso alojamiento de la población, y luego se iniciaba, por unas estrechas sendas para caballerías y ganado, la ascensión a las montañas que rodeaban la zona. Por una de estas veredas, de subidas y bajadas, circulaba el viajero insatisfecho en la búsqueda de las cataratas. Respiraba un aire extremadamente puro y lo notaban sus fosas nasales. Desde el primer momento, se daba cuenta de la gran altitud, a la que normalmente no estaba acostumbrado a vivir: hacía algo más de brisa fresca de lo normal y al mirar alrededor veía montañas imponentes, algunas más bajas que el punto de observación. Otras, más altas.


Gran barranco

Desde una de las partes más altas del trayecto, divisaba todas aquellas montañas de suaves picos y verdes laderas y algunos rebaños de ovejas pequeñas en tamaño, que eran la raza de Lesoto. De ellas extraían la lana con la que se hacían las numerosas mantas que los locales llevaban habitualmente por aquellas latitudes. A veces, de coloridos variopintos; otras, no tanto. Se cruzó con cantidad de pastores y labriegos montados todos ellos en sus apuestos caballos y enfundados en las austeras mantas de lana. También, con sus pasamontañas calados.

Amables, y alguno de ellos sonriente, saludaban al mochilero con simpatía.

Y llegó, después de dos horas de caminata, a las cataratas Maletsunyane. Un gran barranco se divisaba antes de llegar al salto. Éste se formaba al caer el agua de uno de los arroyos al gran despeñadero.

¡Espectacular!


Cataratas de Maletsunyane, Semonkong

Se veía alejado, pero imponía.

Con poca agua, pero aun así de gran belleza.

Se sentó en una de las rocas y dejó pasar los minutos. En silencio. Esperando oír al agua golpear el fondo, pero, no. Era silencio sobre el silencio reinante. Era la paz absoluta, enmarañada entre los picos, valles y laderas.

(Las fotografías completan más la información descrita).

VÍDEO


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17 de abril de 2024

Lesoto, un nuevo país


Cocodrilo, monumento en el centro de Maseru

Entraba en Lesoto por la frontera de Maseru Bridge, una de las más habituales y concurridas. Venía de Bloemfontein, una insulsa ciudad sudafricana (capital de la provincia del Estado Libre de Orange), donde había llegado el avión de Ciudad del Cabo. Tomó este medio de transporte porque la distancia entre estas dos ciudades, en autobús, le hubiera llevado unas 24 horas. Excesivo tiempo perdido y demasiado cansancio para iniciar este periplo sudafricano. 
No se arrepintió. 
Atravesó el río que separaba ambas fronteras (sudafricana y lesotense) y, sin más, se encontraba a las afueras de Maseru, capital de Lesoto. Encontró un alojamiento, una guesthouse, que consideró cara para un país como éste, pero allí arribó después de visitar varias y todas ellas de presupuesto elevado. Eso sí, estaban super limpias y ofrecían unos servicios muy cualificados (B&B).

Maseru tenía varios mall (comerciales), un aspecto de cierta prosperidad, pocos atractivos turísticos y era una deslavazada ciudad, con subidas y bajadas por los diferentes cerros que la rodeaban. Intentó visitar el Royal Palace, pero eran necesarios una serie de permisos: la burocracia le desanimó. Ante este panorama, se lanzó a conocer Thaba Bosiu, a unos 30 kilómetros de la capital (el libro-guía lo proponía, y un barato taxi, la solución), en el corazón histórico y espiritual del reino Sotho, pero resultó ser algo tan artificial, que más bien hubiera debido visitar por la noche, donde las actuaciones folclóricas (incluso picantes, según alguna información recibida) eran lo más reseñable.


Escenario, en Thaba Bosiu

Al regresar a Maseru, ya de noche, se desorientó y, sin dirección de su hospedaje, se dedicó con el taxista a tratar de localizar la guesthouse, sin conocer siquiera su nombre. Menos mal que, después de multitud de llamadas (tenía el teléfono en el llavero de la habitación), se dignaron en contestar, si no la noche la hubiera sido diferente. Aquí no terminaba esta lamentable aventura: cuando el taxista se fue, se dio cuenta de que había olvidado la cartera en el coche, donde llevaba el pasaporte y un buen monto de dinero.

Debería levantar el vaso y brindar por aquel taxista y su amigo acompañante, que decidieron regresar —animados por la llamada telefónica de la dueña de la pensión— con los objetos perdidos del viajero insatisfecho (pasaporte y dinero). Comprobó que tenía todo en regla, les dio las gracias más efusivas y les gratificó con un buen montón de lotis (moneda lesotense).

¡Que nadie critique a este pueblo de gente buena y honesta!

Durmió, con la mente reprobatoria hacia sí mismo por este tipo de olvidos (el primero en su larga vida viajera), y a la mañana siguiente abandonó la capital en dirección a Semonkong, a unas cuatro horas de trayecto.


Cerveza "Maluti", de Lesoto


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6 de abril de 2024

Jujuy, provincia argentina


En la población de Tilcara

Había visitado el salar de Uyuni y, según lo decidido (no siempre el viajero insatisfecho tiene las cosas previstas de antemano), abandonaría Bolivia para internarse en Argentina. Fue fácil. Un autobús le llevó hasta Villazón, en el lado boliviano; en el lado argentino se encontraba La Quiaca. Cruzó la frontera andando. Del lado argentino no le pusieron ningún tipo de sello de entrada en el pasaporte, se suponía que todo estaba informatizado. Después de esperar unas horas (no muchas) en la estación de La Quiaca, tomó un autobús hacia la ciudad argentina de San Salvador de Jujuy, aunque se bajaría en otra población anterior, pues le pareció el sitio más cercano a ciertos lugares recomendables y visitables.

Era noche cerrada en Tilcara, y no solamente eso, llovía a mares cuando descendió del bus, lo que dificultaba los movimientos para encontrar algún sitio donde pasar la noche. No llevaba nada previsto, aunque sabía que en los alrededores de la estación había sitios baratos y cómodos. Pero llovía, y no se podía mover de la estación hasta que al menos aflojara el chaparrón. Estuvo un buen rato esperando y cuando la lluvia no fue escandalosa se lanzó a la calle en busca de ese alojamiento. Encontró uno.


Pucará de Tilcara

Tilcara era una pequeña población en la provincia de Jujuy, con cierto aire turístico pues por los alrededores las montañas contenían escondrijos que eran populares, bonitos y con encanto. Además, en la misma población había un sitio arqueológico famoso, el pucará de Tilcara. Ubicado en un morro en la confluencia de dos ríos, fue el lugar ideal que eligieron los antiguos pueblos tilcaras para defenderse de los ataques, ya que dominaba el cruce de los dos únicos caminos del lugar. En las faldas más accesibles de este morro construyeron altas murallas. Los pucarás no solo tenían fines defensivos sino también sociales y religiosos. Desde esa altura podían controlarse los campos de cultivo circundantes y las viviendas de los campesinos en los terrenos bajos. Lo inspeccionó el último día, y observó que estaba reconstruido en exceso. 


Cerro de los catorce colores, Serranía de Hornocal

Antes, aparte de admirar los alrededores, fue a visitar en la serranía de Hornocal, la montaña de los catorce colores, que según se había documentado, era un lugar de especial belleza. Todas las montañas erosionadas circundantes tenían esas capas de diferentes colores en los sedimentos, pero el Hornocal era algo especial por el número de tonalidades. Y así fue. Tomó un autobús interurbano que le llevó hacía el norte, a Humahuaca, la población más cercana. Allí todo estaba ya organizado (numerosas ofertas de muchachos para contratar trayecto) lo que facilitaba el alquiler de un 4x4 compartido para hacer los últimos kilómetros hasta el mirador. Lo hizo con tres jóvenes argentinas, simpáticas y muy agradables, amigas entre ellas y, a partir de entonces, también las consideraría sus amigas. Una bella cordillera esta de Hornocal. La variedad de sus catorce colores, o quince, o doce, ¡qué más da!, le daba un aire de montaña de cuento de hadas, por allí habría pasado Alicia (“en el país de las maravillas”). Capas y capas de diferentes tonos: amarillos, ocres, rojizos, e incluso, verdosos o azulados. Una delicia visual.

En Tilcara, también, comió la mejor milanesa de llama, que probaría en todo Argentina.

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