Cuando se acercaba al Parque Nacional Tayrona -entre la ciudad de Santa Marta y la Sierra Nevada colombiana- este mochilero iba en fila india (tras el guía local, dos jovencísimas danesas y un amigo) por una vereda complicada, donde a veces -las más- la naturaleza era la que mandaba. Una larga senda de subidas y bajadas donde el sol se imponía con fuerza sobre el hombro y la espalda del caminante, a quien exprimía sus jugos como si fuera limón-cítrico.
Al llegar a la playa de Cañaveral (dentro del parque), entre trinos de pájaros que componían su propia música, los agotados viajeros se alegraron de encontrar una playita, casi piscina natural a la orilla del mar, rodeada de rocas redondas y orondas. Agua limpia, transparente, templada para limpiar los sudores del recién llegado, tranquila con sus pocos moradores y serena de espíritu para todo el que se atreviera a mirarla.
Se recorría este precioso parque nacional siempre por estrechas sendas, a veces tayronas, otras labradas a golpe de pisadas de guías y defensores de sus agrestes tierras, vestidas éstas de colores cada día para recibir al atónito visitante.
Llovía cuando al viajero le apetecía andar seco y rugía el mar cuando la tranquilidad del visitante menos lo necesitaba. Bravo el mar, el océano, bravas sus olas que obligaban a poner el cartel de “Es peligroso bañarse”.
Al final se llegaba al “Área de descanso”, que era de jolgorio nocturno mochilero, fumadero de hierbas que colocaban y de relajo musical, en largas horas de hamacas alquiladas.
Al llegar a la playa de Cañaveral (dentro del parque), entre trinos de pájaros que componían su propia música, los agotados viajeros se alegraron de encontrar una playita, casi piscina natural a la orilla del mar, rodeada de rocas redondas y orondas. Agua limpia, transparente, templada para limpiar los sudores del recién llegado, tranquila con sus pocos moradores y serena de espíritu para todo el que se atreviera a mirarla.
Se recorría este precioso parque nacional siempre por estrechas sendas, a veces tayronas, otras labradas a golpe de pisadas de guías y defensores de sus agrestes tierras, vestidas éstas de colores cada día para recibir al atónito visitante.
Llovía cuando al viajero le apetecía andar seco y rugía el mar cuando la tranquilidad del visitante menos lo necesitaba. Bravo el mar, el océano, bravas sus olas que obligaban a poner el cartel de “Es peligroso bañarse”.
Al final se llegaba al “Área de descanso”, que era de jolgorio nocturno mochilero, fumadero de hierbas que colocaban y de relajo musical, en largas horas de hamacas alquiladas.
En la lejanía, en las montañas de Sierra Nevada, se oían -en sueños- los gritos de indignación de los pueblos kogis y arzarios, descendientes vivos de la civilización tayrona.