26 de agosto de 2016

La isla de Ometepe

El volcán Concepción, desde el muelle de Moyogalpa

Ometepe era la isla más grande dentro del lago Nicaragua y, por lo tanto, rodeada de agua dulce. Era de origen volcánico y su ‘skyline’ lo formaban las siluetas del activo volcán Concepción -su última erupción, según señalaba el mapa, había sido en 1986- y del inactivo volcán Maderas. En realidad, la isla era el producto de la unión de ambos volcanes. En tiempos ancestrales sus conos emergían solitarios de las aguas pero la naturaleza es así, une y desune con total arbitrio.
El volcán Concepción desde otro lado de la isla

La mejor manera de llegar a la isla era agarrando un ferry en la ciudad de Rivas y eso hizo el viajero insatisfecho. Madrugó ese día y tomó el primer ferry que salía, cree recordar, a las 7 de la mañana. Un simpático taxista le acercó al muelle. En el trayecto le contó que conocía otro español que llevaba varios años en la ciudad y regentaba otro de los hospedajes económicos de allí y le invitó a hospedarse en él. Otra vez será, le dijo.
Después de algo más de una hora de navegación, el barco dejaba al pasaje en la pequeña ciudad isleña de Moyogalpa, justo en la base del volcán Concepción. Ya desde el barco, y durante todo el trayecto, se observaba su figura cónica casi perfecta. Planeaba regresar ese mismo día a Rivas y no iba preparado para pasar una noche, cosa de la que se arrepintió pues una vez allí se dio cuenta que la isla se merecía al menos uno o dos días más.
Carteles necesarios por posible erupción del volcán Concepción

Alquiló una ‘scooter’ y se lanzó, casi con prisas, a recorrer la isla, parando aquí y mirando allá. Como no es muy ducho en conducción de motos, siempre mantuvo una velocidad prudencial que evitaba el peligro. Una carretera bordeaba el volcán Concepción y comunicaba, además, con el volcán Maderas. Rodeando el primero se encontraba Altagracia, la otra ciudad importante.
Paseó por una playa en busca del encuadre de una fotografía que le había gustado pero que no pudo hacer pues la naturaleza sabia y arbitraria no consulta cambios a viajeros ni turistas, y visitó la laguna Charco Verde, tan anunciada, pero que resultó ser poco atractiva. Allí, y en toda la isla, se podía preguntar detalles sobre el mito de Chico Largo: antiguo propietario de Charco Verde que se volvió un personaje fantástico por sus supuestos tratos con el diablo (otro día contará la historia).
Se arrimó lo más que pudo, por el escaso tiempo disponible, al otro volcán y conoció Altagracia, la segunda ciudad isleña, donde se acercó a ver unos petroglifos precolombinos que tanto reseñaban en la guía. Al pasar con su ‘scooter’ por una de las calles se paró ante una original casa, pintada y repintada de caras conocidas: era la casa de propaganda del FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional). Chávez y el Che, entre otros, ocupaban la fachada de la vivienda, en la que se apreciaba cierto movimiento. ¿Por qué este movimiento y decoración de la ciudad?. ¿Vendrá ‘el comandante Daniel (Ortega)’, en breve?. 
No, el engalanamiento es diario, le contestaron.
Casa de propaganda del FSLN

¡Anda!. ¡Anda con los sandinistas!, y eso que este leonés oyó duras críticas hacia ‘el comandante Daniel’, especialmente de aquel personaje sui generis de Bluefiels, ciudad garífuna nicaragüense, que 'echaba pestes' del comandante.

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9 de agosto de 2016

Veracruz, al ritmo del alma

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-Puerto/Malecón-

Llegaba a Veracruz ya avanzada la mañana después de una noche completa, y de insomnio, en un autobús desde Campeche, una ciudad colonial -otra- dentro del elenco de ciudades mexicanas. Y el viajero insatisfecho llegaba a ella con la mochila organizada de alusiones históricas, la documentación mental estructurada y preparado para tropezar con lo que finalmente encontró: una ciudad portuaria con un puerto de verdad, con barcos mercantes atracados que sobresalían de las tranquilas aguas como monumentos de chatarra ideados por algún veterano maestro cubista. Un puerto por el que se podía pasear, tranquilo, aunque ese sosiego era interrumpido a veces por los jovenzuelos vestidos con pantalón corto y camiseta raída que animaban a los incautos transeúntes a tirar una moneda al agua contaminada y sucia que bordeaba el malecón, para así recuperarla ellos después de un rápido chapuzón. Siempre lograban el objetivo. La interceptaban antes de llegar al fondo, concluyó. Costumbre esta que ya había presenciado en alguna otra población, por ejemplo de Islas Filipinas, y siempre le producía una especial repugnancia y rechazo. Tanto por los jóvenes que la propiciaban como por los viajeros, casi siempre un poco soberbios, que se prestaban a esa penosa situación.

 -Zócalo, al fondo, la orquesta-

Se dejó embaucar, sí por Veracruz, por el encanto de sus calles y plazas abarrotadas de palmeras típicas y cocoteros y, al caer la tarde, el ritmo que la ciudad guardaba en sus entrañas afloraba en el Zócalo, en especial. Era la ciudad de la fiesta, de la música y los jarochos. En el escenario circular del Zócalo se situaba la orquesta, pero lo hacía con el ritual de una gran orquesta con trombón. Siempre ha pensado, ya desde niño, que una orquesta con trombón es una excelente orquesta. Y al son que rugía tranquilo, un grupo de parejas, en gran parte mayores, se animaba a danzar. Sus pasos llenos de estilo movían las miradas del público fiel que presenciaba la actuación. Así oscurecía en Veracruz. Los camareros de los bares que bordeaban la plaza, al iniciarse el ‘rompan filas’ de la orquesta, animaban a los asistentes a continuar la noche con el ritmo de las espontáneas marimbas (esos xilófonos de madera) que merodeaban por allí. Los limpiabotas en sus monumentos al betún reclamaban a los transeúntes su última intervención. Las luces aparecían ya encendidas y la ciudad se aletargaba para entrar en fase de ensoñación. Al regresar al hotel, un viejo camión de basura hacía sus paradas y un grito rebelde descuartizaba la noche en trocitos de realidad.

-Limpiabotas-

Veracruz creció al borde del Atlántico con la competencia de Acapulco en el Pacífico. El oro y la plata que salían de su puerto venían directos a España. Para acercarse a esa lucha pérfida de oro, plata, piratas y -añade- revolución, era necesario visitar la fortaleza de San Juan de Ulúa, algo que hizo una mañana en un tranvía (más bien un viejo autobús de madera). La fortaleza, tiempo atrás una isla, se levantaba ahora por los sucesivos refuerzos en forma de península frente al malecón. La primera fortificación fue un arsenal y, cómo no, una capilla pero todo ello fue robustecido durante el siglo XVIII para proteger la ciudad de los piratas. A lo largo de los años ejerció como lugar de intercambio de mercancías llegadas de Europa y también de cárcel, una de las más temidas. El guía local, incluido en el precio del transporte/tranvía, enseñaba con cierto afán morboso la celda que, además de ser considerada el infierno, era invadida por las mareas en plena oscuridad, un suplicio añadido para el condenado. Más tarde, el lugar sirvió de penal al que fuera presidente de México, Benito Juárez. Construida en gran parte de roca coralina -se apreciaba ya a la entrada- tiene en su haber una herrumbrosa, sirva el calificativo, historia.

-Fortaleza San Juan de Ulúa-

Pero olvidados del fulgor como puerto y de lo penoso como presidio, Veracruz se extendía como un soplo de vida por la zona playera, lindando con el mar que tanto la otorgó, con edificios alegres de hechura internacional. Perdía así un poco su vestimenta tradicional pero ganaba en modernidad.
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2 de agosto de 2016

Teotihuacán, un breve acercamiento

Teotihuacán es el vestigio de una civilización muerta, desaparecida pero misteriosa. Es misteriosa por su evidente poderío y misteriosa por ser la gran desconocida. También, y sobre todo, misteriosa en el cómo se extinguió. Se han planteado muchas hipótesis pero la más creíble es un posible derrocamiento de la clase dirigente teotihuacana, asociado a una brutal reducción de los recursos.
Era muy fácil visitar Teotihuacan. Desde Ciudad de México no hacía falta más que acercarse a la terminal Norte de autobuses, de donde partía, cada pocos minutos, un ‘camión’ (dicen allí) que dejaba al pasaje en una de las puertas de acceso. El viajero insatisfecho que no es muy dado a visitar piedras pasó allí, perdido entre guijarros milenarios y susurros de turistas, una mañana que resultó no ser tan sofocante, en cuanto al calor, como pensaba.
Dos inmensas pirámides y el templo de Quetzalcoatl era lo más destacado. Sucumbió al encanto de algunas imágenes talladas en las grandes piedras del templo, subió la pirámide del Sol y observó desde allí la gran planicie y la extensa calzada que unía los tres monumentos estrella. Había más. Se acercó también, ya cansado, a la pirámide de la Luna.
Fue realmente impresionante, aunque este leonés nunca lo reconocerá públicamente, pero deja aquí una muestra en vídeo de lo que fue la experiencia.


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