Copyright © By Blas F.Tomé 2020
3 de diciembre de 2020
Subira, en Mto-wa-Mbu
16 de noviembre de 2020
Playa Jabá / Costa de Marfil
Ya había contado cosas sobre la ciudad marítima de Sassandra, en Costa de Marfil, pero había dejado a un lado aquella tarde que visitó una tranquila playa (Playa Jabá) a sólo unos pocos kilómetros. Se acercó en un taxi compartido, aunque el último kilómetro lo hizo solo, pues sus acompañantes abandonaron antes el vehículo. El taxista le dejó al lado de un camino por el que -le dijo- tendría que continuar unos quinientos metros hasta alcanzar la playa.
Era
poco más que una senda entre árboles y matojos. Tenía una bajada pronunciada
hasta un pequeño charco formado, casi seguro, por las aguas de un mar
embravecido en algún determinado momento. Bordeado éste, se llegaba a la playa. El océano se veía al fondo con algunos barcos de pescadores que cruzaban
entonces y se alejaban de Sassandra. Pensó en lo dura que sería su próxima
noche pues, según dedujo, la dedicarían a la labor de la pesca.
Deja aquí un video, que relata mejor que el viajero insatisfecho lo que era la playa:
VÍDEO
27 de octubre de 2020
Mahajanga /Madagascar
Embelesado y sentado en aquella balaustrada, dando la espalda a un inmenso baobab y mirando a lo lejos el inmenso océano, invadido como se veía por unos entrantes de tierra, estaba insanamente feliz. Se había entretenido hacía un rato con un buen plato de mariscos, refritos y especiados en exceso, pero con sabroso paladar, y aquella cerveza fría ¡ay! Ahora estaba dejando al estómago trabajar, segregar jugos para hacer una buena asimilación, y su mente dando vueltas allá por la ionosfera de la razón.
Había llegado hacía dos días a Mahajanga, en un largo camino ya conocido, desde Nosy Be. Un experto y avispado guía le había sugerido este puerto para hacer la travesía entre Madagascar y Mozambique que quería hacer. Dijo, incluso, conocer servicios especiales desde esta ciudad hacia las islas Comores, y más allá. Lo pensó unas horas, desde la tranquilidad.
Tranquilidad
para tratar de descubrir el rumbo personal. Su rumbo.
El
caso es que decidió desandar lo andado y volver a Mahajanga. No tenía prisas, y
sí ganas de hacer algo que llenara su espacio mental.
El
lugar y el baobab tenían encanto. Ya
lo había visitado al subir, y pensó que sería un buen punto de reunión con
personajes de la mar. Resultaría más fácil entrar en contacto con la gente,
pensó. Evitar el calor era también una buena razón para cobijarse bajo el árbol
milenario, especialmente cuando aprieta a estas horas de la siesta. El paseo no
resultó tan agradable como esperaba, hacía un viento racheado que levantaba una
polvareda grisácea en remolinos espaciados a lo largo del camino. Eso sí, aquel
marisco refrito desapareció totalmente de su buche y no dio ninguna amargura
digestiva. No se veía un alma hasta donde alcanzaba la vista, a pesar de que
varias casas aledañas mantenían la posibilidad abierta de que algún espíritu móvil
apareciera, pero sus habitantes -imaginó- sestearían o simplemente se protegían
del calor y polvo.
Le
llevó más de una hora alcanzar su objetivo, pero mereció la pena. Allí estaba
el majestuoso árbol, impasible a la ventolera y dignificando todo lo que había
a su alrededor, por muy humilde que fuera. Sus dimensiones eran ostentosas,
solo el tronco ocupaba un círculo de unos 10 metros de diámetro. Enmarcándolo,
a modo de faja, la balaustrada de obra donde estaba sentado, y la parte baja de
su tronco, pintada de blanco, no sabe si con el fin de protegerle de parásitos
u hormigas.
El
lugar que ocupaba no era muy apropiado pues el baobab era el centro de una rotonda que los coches y motos bordeaban,
a veces, con un tino desquiciado de conductores de rallys. Un rickshaw se
paró y le incitó a la vuelta turística de rigor, algo que desestimó con
controlada educación y varios dala-dala
gritaron, cuando estaban frente a él, su destino. Como aquella zona, por la
hora, no era precisamente un jolgorio, extrajo de su pequeña mochila azul la
libreta de notas y se puso a escribir de manera desordenada pequeñas puntillas
y anotaciones breves del día. Ya lo ordenaría más tarde.
Cuando
levantó la cabeza tenía a dos blancos delante. Le miraron e hicieron un gesto
de saludo. Sorprendente esta actuación en África cuando dos blancos se cruzan
en la calle o se encuentran en un local, siempre surge de manera improvisada un
gesto de saludo. ¿Por qué esa distinción? Eran españoles, con marcado acento
vasco. Casual, sorpresivo y raro fue aquel encuentro. Vascos, de Bilbao y
Bermeo, pertenecían a la tripulación del “Rosyth”
que, según Jon, el bermeano, era como un camión de reparto.
-
Traemos y llevamos carga de un lado para otro, desde Ciudad del Cabo hasta
Mombasa. De aquí vamos a Beira, Mozambique, dijo. Si tienes alguna intención de un abordaje,
pídenos permiso primero, añadió según transcurría la conversación, en tono de
broma, después de que les comentara sus intenciones.
-
No. Nosotros no llevamos pasaje, remarcó el otro que llevaba un llamativo Fred
Perry rosa. Pero yo que tú me informaría antes en la oficina del consignatario.
Le
apuntaron datos, direcciones portuarias, e incluso de manera enigmática,
insinuaron ciertas posibilidades. ¡Vaya! No sé por qué me parece que las cosas
se están arreglando, pensó de manera optimista. Hablaron largo rato del
Gobierno, del SIDA, de los atentados de ETA y de fútbol. Y sí, les vió menos
inclinados a prolongadas charlas políticas que partidarios de visitas al campo
del San Mamés.
¡Aupa,
Athletic!
[Continuará].
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10 de octubre de 2020
Olite, o la historia de Navarra
Palacio de Olite |
¿De qué le suena?... No sabe. Los viajeros iban, en su Nissan Almera, por la carretera que les traía de Pamplona y a lo lejos de una prolongada recta se veía la esbelta y estilizada silueta del castillo ¿o era un palacio? ¿o era un Parador?
¿O
era todo a la vez?
Sede
real durante la Edad Media, los gruesos muros y torres almenadas del palacio
alojaron a reyes y princesas. Pero la historia se pierde por cantidad de
recovecos que a un inexperto como el viajero
insatisfecho le resulta difícil analizar, conocer y, por ende, explicar. El
complejo tiene mucha historia, seguro, pero también tiene muchas restauraciones
que desfiguran bastante la realidad de lo que aquello fue.
Actualmente está dividido en tres partes: Palacio Viejo (actual Parador), ruinas de la Capilla de San Jorge, y el Palacio Nuevo, que es la parte visitable del monumento. Esta parte airosa y pateada por turistas, ávidos de conocer o pasar la tarde, tiene escaleras, minaretes, torres, miradores, patios, galerías o garitas adaptadas. También almenas, cada uno de los salientes verticales y rectangulares dispuestos a intervalos regulares que coronan los muros perimetrales de este castillo y de la mayoría de ellos.
Llama la atención todo, por su experta restauración, pero a este mochilero, sin mochila esta vez, el patio de la Pajarera le resultó simpático, tapado con una red para que, a modo de jaula, los pájaros que había dentro no pudieran escapar. También apreció el patio de la Morera, fácil de identificar por una vieja morera que no puede ser tan ancestral ‘como la pintan’. No hay nada peor que los engaños y con esa morera a cualquier crédulo le tratarán de engañar.
¿600 años? Imposible. Ningún naturalista y experto le dataría con esa edad ¡Vamos a dejarlo en 80 años!
Desde cualquiera de las torres se podía divisar la viña de los frailes que llamaba la atención por su potencial productivo, pero también por su escaso cuidado. Ya hay pocos frailes en los conventos y trabajar, doblando el lomo, no está bien visto ni para los que hacen votos de piedad, pobreza y castidad.
La huerta del fraile, vista desde una de las torres del Palacio
Es muy recomendable visitar Olite, cuna de navarros con ínsulas de historia. Por otra parte, como para cualquier pueblo que necesite buscar sus orígenes.
¡Y dicen que Olite es la capital del vino!
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27 de septiembre de 2020
Bardenas reales
Nada.
Y
fue un recorrido suave, pero intenso, a la vez; bello, pero un poco deprimente,
e interesante, aunque había que positivar el recorrido.
Este
mochilero habla en estos términos porque nada más entrar coció la idea de que
allí debía cuajar un clima desértico en cualquier estación del año: veranos
calurosos, fríos inviernos y ausencia casi total de lluvias. ¿De qué vivirían
los labriegos que allí estuvieron asentados? Al menos sus casas, aparecían
sembradas y desperdigadas por aquella extensión de tierra seca, polvorienta y,
en algunos puntos, pedregosa y desapacible. Aquellas casas solitarias, sus
grandes chimeneas, escasa altura del suelo y su construcción mimetizada, hacían
pensar en una dura batalla de supervivencia de sus moradores.
Las
Bardenas
Reales conocidas hace años -de oídas- por el viajero insatisfecho, han sido siempre nombradas como campo de tiro
y lugar de maniobras aéreas y terrestres. Y precisamente aquel día de la visita
parte de la zona estaba cerrada porque ‘cazas’ del ejército estaban practicando
con sus arsenales, o experimentando sus habilidades.
Según el plano informativo que ofrecían a la entrada del parque, hay tres zonas muy definidas: La Bardena blanca, el Plano y la Negra. El recorrido en coche se centraba únicamente en la Bardena blanca que era la depresión central de suelos a menudo blanquecinos, desnudos y de aspecto desértico. Al rodar por aquel territorio parecía estar uno inmerso en una película del oeste americano sin diligencias, ni vaqueros, ni manadas de terneros atravesando la llanura. Se han filmado películas en sus agrestes paisajes, sesiones de fotos con modelos renombradas y hace poco ante estos ojos han pasado imágenes en un videoclip.
La
visita era totalmente intuitiva, no necesitaba guía y pocas sugerencias
previas. Era dejarse llevar por la ruta, por el camino pedregoso y polvoriento
y dejarse sorprender por lo que pudiera aparecer detrás de aquellos montículos
planos o al lado de las formaciones rocosas.
Lo
más fotografiado era el ‘Cabezo de
Castildetierra’, icono del parque. Se trataba de un gran pináculo rocoso, tipo
de formación denominada cabezo. Hay
más en la zona, pero éste era tan fotogénico como Kate Moss. Un cabezo es el resultado y mejor ejemplo
del proceso de erosión -viento, lluvia y frío- que durante millones de años han
sufrido estos parajes. Se producen porque en la parte superior de la formación
rocosa quedan materiales más resistentes a la erosión, como pueden ser la
piedra caliza o la arenisca, y en la inferior hay materiales más blandos, como
las arcillas.
Se
veían muchos coches haciendo la ruta, pocas motos y, menos aún, bicicletas.
En las paradas, fotos, subidas y bajadas.
Poses fotográficas, para dejar huella del paso por allí.
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7 de septiembre de 2020
Cañón del río Lobos / Soria
En la plaza mayor de Burgo de Osma había un cartel (hashtag) que decía: #SoriaQuiereFuturo. Una reivindicación muy lógica, pues las necesidades actuales son progreso, futuro, bienestar, dinero, empresas o tecnología.
¿Y
todo eso le falta a Soria?
Bueno,
a Soria, a León, a Teruel, a Ourense o a Lleida. Todas estas provincias quieren
futuro.
Conoces
Soria y no da sensación de que les falte bienestar, progreso…. Es una provincia
provinciana, con las características de los lugareños inmersas en su idiosincrasia
social. La provincia de Soria tiene una maravillosa ciudad, con un centro
cuidado y bonito; Soria tiene pueblos encantadores e históricos como
Calatañazor, y Soria tiene bellos paisajes, de naturaleza desbordante como el
Cañón del Río Lobos. Y de todo ello, mucho más.
En
el Cañón del Río Lobos pasó una mañana el viajero
insatisfecho recorriendo el bello curso del río Lobos, contorneado entre
grandes peñascos de roca caliza, donde la naturaleza ha ejercido de reina y
señora durante muchos años. Las formaciones rocosas del río Lobos son fruto de
la acción erosiva del agua. Por un lado, de desgaste y, por otro, por la
disolución de la roca.
Iba
acompañado y pudo disfrutar en compañía de las oquedades, salientes, cuevas o
canchales que el paso de los siglos había estructurado a su antojo.
Inició un recorrido matinal por Santa María de las Hoyas (Soria) cuyo acceso está situado al lado del puente de los Siete Ojos, un trayecto entre pinos que no acababa de resultar interesante. Muy arriba, donde el cañón aún no se había formado. Andando por el curso de un rio seco se hacían aburridos los pasos. Dieron la vuelta, y con el coche se trasladaron a Ucero (Soria), a la otra entrada, acceso sur del cañón. Desde el inicio, una vez abandonado el coche en el aparcamiento de Valdecea, apareció el cañón más auténtico, más impresionante y más entrañable. El cauce del río Lobo, aunque muy escaso, enseñaba entre juncos y maleza sus aguas. El gran cañón comenzaba a verse con los altos y pronunciados peñascos en las montañas laterales, cercanas en algunos tramos. La vida comenzó a aparecer en el cielo, con los frágiles y lentos aleteos y largos vuelos de los buitres leonados. Se vislumbraba, también, en las oquedades de las rocas con los cantos insistentes de los alevines y polluelos. Pedirían comida o jugarían entre ellos, quien lo sabe. Desde el fondo del cañón se veían ciertos movimientos en los nidos, pero por su enclave, lejanos. Daba igual. La vida natural y salvaje se sentía a cada paso. Un lugar protegido, maravillosamente protegido.
La
Ermita de San Bartolomé apareció de pronto en un pequeño promontorio. Era como
la insignia religiosa del río Lobos, cercana a la Cueva Grande. En el camino
bordeando el río se encontraban chopos (muchos), sauces, avellanos, endrinos o abedules,
y en sus aguas nenúfares y eneas. A un lado del cañón unas antiguas colmenas,
tradicionales, servían para hacer historia del lugar. Unas colmenas construidas
con troncos huecos que fueron implantadas allí por los templarios que habitaron.
No
se olvidará de citar al cangrejo ¿era autóctono?, que se cruzó en su camino
cuando atravesaba, por unas rocas colocadas exprofeso, el río. Tremenda alegría
al descubrir este animal tan cercano en su infancia, en sus recorridos
infantiles por ríos, charcas y arroyuelos.
Fue un agradable paseo.
Para finalizar, una parada en el mirador la Galiana, desde donde, a la sombra de unas sabinas, se podía observar el cañón en casi toda su extensión.
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16 de agosto de 2020
En tierra de exploradores (y en el recuerdo)
Uno de los edificios coloniales de Bagamoyo
Tabora era una ciudad en el centro de Tanzania. Nudo de comunicaciones para el lago Tanganica y para el lago Victoria. Árida, superpoblada y lejos de lo que se ha vendido como sueño africano, la ciudad de Tabora tiene más características de gueto que cualidades y beneficios de paraíso. Un lugar donde se mezcla la tradición centroafricana con las tendencias occidentales inmersas en la sociología como país. Si alzas la vista para ver más allá de las multitudes, las formas de vida precarias y la desigualdad, puedes conseguir observar una belleza natural, una belleza que reside en la mezcla entre naturaleza africana, sociedad plural y un cielo casi interminable. En línea recta, está a medio camino entre Mbeya, de donde venía y por donde había entrado en el país, y Mwanza, donde se dirigía. Pero el trayecto desde Mbeya había sido parecido a una odisea. Se había empeñado en recorrer la distancia entre Tabora y Mwanza, a orillas del lago Victoria, en tren. Llegar al lago en este medio tan tradicional africano y tan vapuleado por el resto de los occidentales que lo consideran mediocre, lento e incómodo, le parecía entrar dentro del espíritu de un explorador. ¡Insensata ilusión! Desde Mbeya se vio obligado a hacer una ruta en zigzag de difícil explicación en cualquier país europeo.
Mbeya-Dar es Salam-Dodoma-Tabora.
En Dar es-Salam había merodeado por la zona portuaria y por donde
partían los barcos hacia la isla de Zanzíbar. Visitó Bagamoyo, a unos cuantos
kilómetros. A esta pequeña población llegaban a finales del siglo XIX,
procedentes de Zanzíbar, todas las caravanas en búsqueda de esclavos, todas las
relacionadas con el descubrimiento del nacimiento del río Nilo, o las
expediciones de búsqueda de una ruta al Atlántico. De ahí partió Richard Burton
y su compañero John Hanning Speke en busca de las fuentes del Nilo, y también,
como no, la búsqueda emprendida por Henry Morton Stanley para localizar el
paradero de David Livingstone.
Aquí se descargaban esclavos, marfil, sal y cobre antes de ser enviados
a la isla de Zanzíbar y a otros lugares. Era el puerto de embarco y desembarco
de mercancías con la isla. Fue, en fin, punto de entrada para los misioneros,
exploradores y comerciantes árabes y europeos en África oriental y central, y
para la infame trata de esclavos.
Pidió al conductor del matatu
que le dejara en el centro. Eran unas calles de renombrada fama, algunas sin
pavimentar, y otras laterales con un conjunto de casas deshilachadas, entre
palmeras y arbustos, al margen de su historia tan relacionada con Royal Geographical Society, institución
británica impulsora de aquellos intentos por descifrar, descubrir y dar luz,
desde la perspectiva europea, a los recovecos del continente africano.
Bagamoyo es un lugar con una sólida historia, pero tiene ya poco de su
gloria pasada. Únicamente unos edificios medio desahuciados por el tiempo, el
calor y la humedad. El Viejo Fuerte construido en 1860; la primera Iglesia
Católica Romana en África Oriental construida alrededor de 1868 que poco
después serviría de tumba temporal para el explorador Livingstone antes de ser
trasladado a la ceremonia de entierro en Inglaterra; el antiguo mercado de
esclavos, y ese sabor que permanece en el ambiente de gestas, exploraciones y
explotaciones.
Aunque depende mucho de su estado, a veces, al viajero insatisfecho le atraen las poblaciones decadentes, esas
que, con aire nostálgico, dejan libre a la mente para imaginar cómo surgieron,
cómo deslumbraron y de qué colores eran sus casas cuando vivieron su mejor
época. Esa inquietud se mezcla y enturbia su mente al recordar el por qué esos
edificios están ahí, por qué fueron construidos y para qué fueron utilizados.
En el caso de esta pequeña población costera, muchas de estas construcciones
desarrollaron un papel nefasto, relacionado con lo más indigno de la
esclavitud.
Copyright © By Blas F.Tomé 2020
26 de julio de 2020
Sassandra, en la desembocadura del río / Costa de Marfil
Largo y bacheado trayecto hasta Sassandra, en la desembocadura del río con el mismo nombre. Venía de la población de San Pedro en un pequeño minibús destartalado que sorteaba, en algunos casos, o se lanzaba con decisión, en otros, a los muchos baches de la carretera. El trayecto lo hizo en el asiento del copiloto con otro pasajero más. Un poco apretados, pero al menos en primera línea de visión de todo lo que acontecía en la carretera. Suele solicitar este asiento cuando las condiciones lo permiten. Mejor que ir apretujado en la parte trasera. El minibús le dejó en la parte alta de la población. Para bajar a orillas del mar, donde tenía previsto alojarse, utilizó un taxi compartido que le ofreció una dama que iba hacia la misma dirección.
Pasó
tres noches en un pequeño hotel cercano a la desembocadura del río, compuesto
por varias casitas/cabañas, en cada una de ellas dos habitaciones. Limpio,
tranquilo y barato. Daba la sensación de estar llevado por mujeres, pues fueron
las únicas que vio atendiendo a la clientela. Escasa, por otro lado.
Muy
importante era la desembocadura del río para los pescadores, casi todos ellos
venidos del país vecino, Ghana. Allí resguardaban sus barcos del oleaje a falta
de un puerto pesquero artificial. Descargaban lo pescado a lo largo de la
playa, sistema muy utilizado entre los pescadores africanos: la arena de la playa
era su puerto de atraque y descarga. Luego, mediante un pequeño giro y trayecto,
se internaban en la tranquilidad de la desembocadura del río.
Al día siguiente de la llegada, el viajero insatisfecho contrató una pequeña piragua para hacer un recorrido fluvial por el delta y los paisajes que se veían a lo lejos. Tranquilidad y belleza, podrían ser las palabras claves para definirlo. Tuvo oportunidad de atravesar un canal natural repleto de manglares que fue como una internada directa a la naturaleza salvaje. Con el silencio que da el remo y lo cercano que están los fondos arenosos de la desembocadura observó variedad de pequeños animales, pájaros o caracoles marinos (a millares). El barquero-guía se vanagloriaba de que allí, en aquella zona, nunca pasarían hambre, pues la naturaleza ponía a su disposición multitud de productos.
Un
reposado paseo entre manglares, que a este mochilero le encantan; la visita a
un pequeño poblado de pescadores al lado contrario de la desembocadura, donde
había nacido el joven barquero, y un recorrido por el poblado de pescadores
ghaneses, fueron los parajes que pudo disfrutar aquel día. Nada espectaculares,
pero con tanto sabor africano, que no los cambiaría por la Vía del Corso, de
Roma.
En
el poblado ghanés, multitud de hornos artesanos para secar el pescado convertían
el lugar en algo especial, en un ajetreado espacio. Un paisaje de plásticos, el
aparente abandono, hornos de barro humeando, olor a pescado, el trasiego de jóvenes
portando en sus cabezas cubos con peces recién pescados, mujeres atendiendo los
hornos, niños jugando entre la suciedad y los pequeños regueros de aguas sucias,
daba el aspecto de un asentamiento entre desapacible y peligroso. Territorio de favelas, pero para una visita, un lugar curioso.
Al lado de la playa, un pequeño monolito rendía homenaje a la tripulación de MV Dumana, soldados británicos que murieron después de que este barco fuera alcanzado por torpedos frente a la costa de Sassandra, en la víspera de Navidad en 1943, durante la Segunda Guerra Mundial.
Canal de manglares |
También merecía la pena la casa del antiguo Gobernador de Bas Sassandra, en lo alto de una pequeña colina que se formaba en la desembocadura del río. Creedle si opina que era un privilegiado asentamiento para la mansión de un gobernador, o un 'jefecillo', o para cualquier persona local. La casa, a punto de derrumbe, estaba desconchada y negra por la humedad y el abandono. Un huerto cercano, cuidado, ordenado y verde de hortaliza, parecía entornar el futuro hacia el lado del optimismo.
En aquel entorno y en aquella posición era un lugar de permanente brisa marina. Muy de agradecer.
9 de julio de 2020
Kevin Carter y Alberto Rojas
Quien sea seguidor del blog ‘V(B)iajero Insatisfecho’, pero eso sí, quien sea lector a través del ordenador, con el diseño y estructura completos ante sus ojos (dice esto porque en la lectura a través del móvil no aparecen) habrá visto en la columna fija de la derecha una serie de apartados que también son fijos, su contenido no cambia, a excepción de cuando el bloguero lee un interesante libro y quiere dejarlo reflejado, o cuando inserta una nueva foto de un viaje reciente. En esta parte, que sería como el germen y fruto de su personalidad, tiene, entre otras cosas, un mapa de África; una definición de sí mismo; el archivo del blog; una foto que recibió el segundo premio de ‘selfis’ de El Viajero /El País; una foto del monasterio de San Miguel de Escalada, su ‘terruño’, y ‘Una imagen impresionante’: la fotografía de Kevin Carter, ganadora del premio Pulitzer 1994.
Esta
fotografía (un buitre acechando a una niña moribunda) que vio en su momento en
los periódicos le impresionó tanto que ha ocupado ese lugar desde la
construcción de su blog, hace ya casi quince años.
Inevitablemente
ya forma parte de su trayectoria como blogger.
El
otro día una amiga (¡Muchas gracias!, Pilar/Pipedi) le regaló el libro de Alberto
Rojas ‘África. La vida desnuda’, y la primera de sus historias sobre
este continente -el libro relata diferentes momentos de los viajes de Alberto
Rojas- es la búsqueda de esa niña (que resultó, luego, ser un niño) en Sudán
del Sur, donde fue retratada por Kevin Carter. Alberto Rojas, después de
ciertas investigaciones, se lanza en su búsqueda sin tener asegurado el éxito o
un final feliz. Hace el trayecto de cinco mil quinientos kilómetros que separan
Madrid de Ayod, una pequeña aldea de Sudán del Sur. ‘Los buitres no comen niños’ titula el capítulo de este libro, en
alusión a la fotografía premiada que representa precisamente el acecho de un
buitre al niño desnutrido y hambriento, que todo el mundo civilizado (?), al ver el realismo de la escena, da por
muerto y desmenuzado por tan carroñero animal
volador. Armado únicamente de la fotografía se presenta en la población de
Ayod, un lugar que considera el más mísero de la Tierra. Para cualquier
conocedor de África no es difícil imaginarse la capacidad de sufrimiento de sus gentes.
Y
consigue, si, después de muchas pesquisas, identificar al niño (aunque la
fotografía fue premiada como si fuera una niña). Cuando el boca a boca hizo su
trabajo -dice- Mary (una amiga) nos dio la peor noticia: “Murió hace cuatro
años. Consiguió sobrevivir al hambre, pero enfermó. Hoy vendrá su padre a
verle. Le han dicho que hay alguien que le busca por una foto de su hijo”.
Y
vino. Y le identificó como su hijo.
Kevin
Carter, sudafricano, solo sobrevivió 93 días al Premio Pulitzer.
¿Por
qué se suicidó Kevin Carter?, se pregunta Alberto Rojas, y añade “la explicación
más simple, repetida y que mejor se ajusta a la construcción de una leyenda
perfecta es la de la culpa”. La gente, a raíz del premio, le criticó “por
canalla y desalmado ¿Por qué no hizo nada? [….]. Carter se arrepiente. Carter
se suicida. Fin del cuento”.
Nadie,
en la aldea de Ayod, había visto jamás la foto ni conocía su historia.
“Gracias, Alberto, éste y tus otros escritos del libro constituyen tu mirada sobre África. Una mirada que respeta la realidad y nos hace a todos participes de esa cruda, crudísima materialidad africana”.