África nunca será la
misma para quien la abandone y regrese años más tarde. Aunque no es tierra de
cambios, y si hubiera alguno, tal vez sería para peor. No es veleidosa (si
bien, ¡es dura la violencia africana!, ¡la más dura!.) pero al haber alumbrado
no solo hombres, sino razas, y criado no solo ciudadanos, sino civilizaciones -unas mueren y al instante otras resurgen- África puede ser desapasionada,
indiferente, cálida o cínica, repleta de una sabiduría excesiva.
Ha atravesado por
diferentes etapas: hoy, podría ser la tierra prometida; mañana, podría
volverse de nuevo una tierra oscura, retraída, desdeñosa e impaciente, y así
hasta el infinito. En la familia de los continentes, África es la hermana
callada y meditabunda, cortejada durante siglos por imperios de caballeros
errantes, a los que ha rechazado uno tras otro, en virtud de su sabiduría y de
cierto hastío por la inoportunidad. Ayer, cortejada por anglosajones,
portugueses, alemanes o belgas; hoy, cortejada y explotada por chinos. Y el
ciclo de los cambios, sin haberlos, continúa.
Todas las naciones se
arrogan su derecho por África, pero ninguna la ha poseído por completo. Con el
tiempo, no muy lejano, la tomarán o, quizás, la asfixiarán, que puede convertirse en sinónimo.
¡Cuantas veces ha
escuchado el viajero insatisfecho
decir a un africano en momentos de contrariedades: “Esto es así, esto es
África”!, con ese sentido continental que tienen sus gentes.
El ghanés se siente
africano.
El etíope se siente
africano.
El tanzano se siente
africano.
El beninés se siente africano.
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