África, ese país soleado del que hablan los documentales, esa realidad teñida de pobreza, de acantilados marrones, de animales con rayas y manchas, de matanzas, inmensidad verde de árboles altos y de copa plana, carreteras rojizas y personas de piel negra y brillante. Ese continente lleno de vitalidad, oportunidades e iniciativas. Esa capacidad de sus gentes para luchar contra las adversidades, para asumir decadencias, apuros y desganas. Ese África es el que va llegando al corazón. Aun sin conseguir entrar en la profundidad de su alma (¿Quién puede entrar en la cueva donde la osa cuida de sus oseznos?), dedicarle un tiempo de observación, teñida de cariño, culpa a todos de sus problemas. Siempre presentes.
¿De dónde eres?, le preguntó a aquel muchacho al atravesar la frontera entre Malawi y Tanzania. «Soy africano», contestó con orgullo, como una identidad de familia, identidad de raza y filiación de territorio, de pueblo. No dijo soy de Malawi, o tanzano. El joven africano, el adulto, la mujer o el anciano que mira de frente lucha, es consciente de su dependencia de la tierra y se siente subyugado por la naturaleza y sus tradiciones. Porque depende de sus antepasados, de los dioses de la tierra, de los seres invisibles que no acreditan existencia, y depende, también, de sus semejantes, del jefe de su poblado o del patriarca de su estirpe. Es un eslabón en la cadena que une los mandatos pasados, con el progreso del futuro. Y, si sabe transmitir, logrará penetrar en el misterio de las cosas de la vida.
El africano tiene la fuerza material, más que eso, espiritual, aprendida de niño. La mamma protege al pequeño, le alienta en su más tierna infancia y le aplaca en su juventud.
Háblame de los niños africanos, le preguntó un rapaz hace unos días. Le contestó: «Los niños en África no lloran». Le miró perplejo. Su mirada le acusaba.
África es un continente joven. El niño ha oído hablar a sus padres o a sus abuelos de la lucha por la emancipación. ¿Qué mejor enseñanza que esa? No se les ha olvidado que son púberes en libertad, o que la tuvieron y la perdieron. Ahora, hace un instante, la han vuelto a recuperar, pero según transcurre la frase, la vuelven a perder por el expolio, el manejo y la manipulación que viene de fuera, que interfiere en su rumbo. Pero al momento, las luchas aparecen y África vuelve a retomar las cuerdas de su futuro. Un verdadero diente de sierra, de subidas y bajadas, de ascensos al cielo y descensos a los infiernos de la explotación.
¡Fuerza, África! Para dejarte aupar si fuera preciso, ¡fuerza, África! Para preservar los valores tradicionales: el sentimiento de pertenencia al clan; el valor para provocar el encuentro personal, ya sea en una reunión bajo la sombra de un tendido de pajas o bajo las ramas de un árbol colosal; la caricia a la mano que te da de comer, llamada tierra, o la comunicación personal, en el diario encuentro en las calles, en las plazuelas o en la huerta que labrar. ¡Fuerza, África! Para luchar contra los tópicos, estereotipos y paternalismos, y salir fortalecida de la lucha.
¿Qué es una pasión? Una pasión es comprensión o entendimiento, pero, también, cerrazón. Su pasión por África tiene mucho de comprensión; de sentir la cercanía; de estudiar los aspectos físicos y las manifestaciones de la sociedad (sin ser antropólogo); de abstraerse a su olor, mezcla de hierbas medicinales, agua encharcada y fuerte sudor humano. La pasión del viajero insatisfecho por África es entender, hablar de su fuerza con naturalidad y quitar miedos preconcebidos.
Satisfecho de haber logrado conocer un poco el continente, en la variedad de países hasta ahora visitados. De haber sufrido, mínimamente, las inconveniencias de la vida diaria. El día a día africano es, a veces, concienzudo, demoledor y desesperante. Pero, con pasión, difuminó lo sufrido.
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