30 de mayo de 2007

Viajero insatisfecho: ¿directo culpable?

Me asqueó un poco la experiencia. Pero lo peor es que opté por el camino más fácil: ¡tragar!.
Había salido en una moto (“de paquete”, por supuesto) de la ciudad de Mae Hong Son, al norte de Tailandia. El guía era como un pequeño forajido, medio salvaje, pero conducía de maravilla el singular vehículo, apropiado, por otra parte, al “numeroso tour” que había contratado: yo solo. Atravesamos un puente colgante, campos orientales con sabor oriental y pequeños ríos que con nuestra motocicleta a todo gas conseguimos a duras penas atravesar. En uno, pringamos. El tubo de escape quedó debajo del agua y hasta aquí llegamos, compañero: hasta el centro del río. Risas, y obligado empujón a nuestra motillo para salir del vengativo río.
Cero. Nulo turismo en el poblado de las “mujeres jirafa”, que era mi objetivo, pero la infraestructura montada: ticket de entrada, sonrisa del taquillero, breve reverencia de rigor, y levantamiento de la valla.
No salía de mi asombro. Le pregunté a mi loco guía si había alguna manera de evitar el trámite y colarnos por cualquier lado, no por el dinero, creedme, sino por no dar un revolcón a mis ilusiones, a mi imaginación, a mi espíritu viajero. Me lo pensé y…. ¡a tragar!.
Pose fotográfica con alguna de las mujeres, oferta de regalos artesanales, paseo por las casuchas y un vistazo a la escuela infantil. ¡Qué pena, pero había ya niñas, muy niñas, con los primeros anillos puestos!. No sé por qué me acuerdo ahora de los copistas japoneses o armenios que -leí un día- todo lo que llegaba a sus manos lo traducían de manera convulsiva. Verdaderos esclavos de su pasión traductora. Así, este pueblo, toda niña que florece en la familia rápidamente la llenan de anillos, y todos sabemos las consecuencias de esos aros metálicos. Son esclavos de otra cosa ¿del turismo? Quizás. Sus mujeres anilladas dan dinero.
¿Lo mejor?: el paisaje de los alrededores.
¿Lo más lamentable?: la explotación y los viajeros, que ahí nos hemos convertido en indirectos, ¿o directos?, culpables.

27 de mayo de 2007

Pobres, ¿o pedigüeños?

Hace unos días, paseando por Madrid, me encontré a unos mendigos, pobres, pedigüeños o “últimos olvidados” (nunca se cómo llamar a la gente que nos rodea y nos pide por calles y aceras) que con varias cajitas, y visible letrero delante de cada una, pedían a los transeúntes “PA’WISHKY”, “PA’VINO”, “PA’CERVEZA”, “PA’DROGA”. En ese momento, me sacaron una sonrisa, no sé si de crítica pero si por su originalidad. Pero al llegar a casa, pensé -haciendo un repaso mental a las entradas de esta bitácora- que nunca había hablado de mendigos, pobres, pedigüeños o “últimos olvidados” de otros lejanos países.
Hay muchos, muchísimos y de diferente orden y clasificación. Yo diría que cada país tiene su clase de pobre y mendigo. En cada sociedad se manifiesta de una manera, o de varias, pero con unas características visiblemente similares. En India, que tiene un amplio abanico de olvidados, me sorprendió ese hindú que vive en permanente oración (shadu) pero también en constante miseria; o ese otro hindú que padece linfariasis linfática o elefantiasis (también llamada “enfermedad de los pobres”), que aparentemente consume los huesos de las piernas (da miedo mirar) hasta convertirlas en una masa amorfa y blandengue, se arrastra en un carrito al ras del suelo y alarga su mano para solicitar conmiseración.
En Madagascar recuerdo aquel negro con grandes cicatrices en todas sus extremidades que se plantaba delante de mí todos los días al salir del “hotelucho” y me miraba, yo diría que con cierto odio. O en Tanzania, más concretamente, en Zanzíbar, aquel negro que con un brazo, pero sin piernas, tocaba la flauta, apoyada en un original trípode, y movía sus ojos al ver pasar a su posible clientela mientras lanzaba notas al aire. En Malawi, en Tanzania, o en cualquier parte de África, el niño que se acerca, toca la mano del viajero y cuando miras, extiende la otra buscando tu generosidad.
En Ecuador, los pobres suben al autobús te colocan cualquier golosina en las manos y después de un breve discurso solicitan que compres, como una manera de ganarse el pan. En Perú, las viejas y niños, vestidos de quechuas o aymaras u otra indumentaria típica, solicitan una ayuda.
En Brasil, medio jugando, me abordaron grupos de niños sucios.
En…..
Se podría uno preguntar ¿en qué orden morirán estos “últimos olvidados”?

Hoy, es día de elecciones. Los pobres y olvidados no votarán, Durruti tampoco lo hubiera hecho, y yo............ no lo haré.

25 de mayo de 2007

Puro ritmo


Trinidad y Tobago, esas dos islas que conforman un solo país, enclavadas en la zona donde -según opinión recogida in situ- nacen los huracanes que asolan el Caribe y el Golfo de México, fueron destino de este viajero insatisfecho. Los trinitobagueños (?) citan este hecho con orgullo, pero los científicos saben que estos fenómenos atmosféricos surgen más lejos, en el norte de África, muy cerca de las islas de Cabo Verde.
Este mochilero tiene una deuda con estas islas: nunca las ha nombrado en sus ya insistentes entradas. Pero es que Trinidad y Tobago fue un refugio después del fiasco laboral, un destino tal vez forzado, no muy deseado aunque racionalmente querido.
Contradicciones de la vida.
Al margen de las características de la zona (Trópico), estas islas son consideradas como la cuna del carnaval caribeño y sus gentes se sienten orgullosas de ello. Hablar de Trinidad y Tobago es hablar del carnaval y nombrar el carnaval es hablar de las “steel pan”.
Fue uno de los momentos que más emocionaron al viajero el escuchar por primera vez esas bandas “steel pan”, que practican durante todos los fines de semana del año en los panyards (patios) para estar brillantes en concursos, competiciones y típicas fiestas nacionales. Sus muchos componentes (40 o 50 personas) arrancan a estos característicos bidones musicales de diversos tamaños (ver fotografía grande), percusiones y sonidos imposibles. Su conjunto conforma una música envolvente, rítmica, folclórica, llena del espíritu de las lejanas selvas africanas, de donde sus habitantes se sienten descendientes. Pero Trinidad y Tobago también es calypso y socca, otros dos géneros que mezclan las reminiscencias de la esclavitud y la sátira social.
Puro ritmo.

(Allí conocí, una noche, a “Mighty Sparrow”, el rey del calypso. ¡Cierto!, era un auténtico “rey” para el país, y muy querido. Cuando nos presentaron le dije “my name is blas”, “like explosion, ja, ja, jaja,….”, respondió. Un cachondo).

22 de mayo de 2007

Una REDACCIÓN sobre África


Fragmento de la REDACCIÓN del hijo de unos amigos (14 años), contando parte de la reunión que mantuve con ellos:

En una conversación de hace tiempo, mantenida por mis padres y uno de sus muchos amigos, me llamó la atención cuando este amigo después de conversar largo rato en el salón de mi casa, aseguró en un momento determinado que ‘todas las noticias que nos llegan de África son negativas’.
Con unas fotos en la mano de su último viaje africano, creo que a Tanzania, explicaba a mis padres -nos explicaba- cada una de ellas; y no me olvido de aquella fotografía en la que un muchacho con la mano estirada hacia el fotógrafo parecía pedir más consuelo y cariño que una moneda. No se me olvidan sus ojos tristes, sus pies descalzos, y una niña, más pequeña aún, que a su lado se agarraba con todas sus fuerzas.
Y nos contaba nuestro amigo que en medio de una extensa llanura africana, el tren se detuvo de repente. Desde un poblado de cabañas que había a unos cincuenta metros de la vía, aparecieron centenares de personas, sobre todo mujeres y niños, que instalaron en pocos minutos uno de los restaurantes más campestres, aunque también más míseros, que podamos imaginar; sobre una vía muerta -decía el amigo de mis padres- y con un sol abrasador que convertía más y más brillantes las caras del negro más negro.
Mientras las mujeres se afanaban en montar sus tenderetes de comida para los viajeros que se iban apeando poco a poco de los vagones, los niños se acercaban a las ventanillas del tren siempre con las manos extendidas hacia lo alto.
Uno de esos niños era el de la foto
”.

18 de mayo de 2007

Una crónica de la agencia EFE

Multa de 845.000 euros por dejar parapléjica a una niña al retrasar la operación (titular).

Un neurólogo, una clínica, una sociedad de asistencia médica y dos aseguradoras han sido condenadas a pagar 845.000 euros a una niña que ingresó de urgencias con una parálisis parcial reversible, pero que no fue intervenida hasta cinco días después cuando padecía ya una parálisis completa e irreversible. La sentencia dice que si la niña hubiese sido operada a tiempo no habría quedado parapléjica, califica de irresponsable la actuación del médico y afirma que la clínica murciana Virgen de la Vega incumplió sus obligaciones básicas.
El juzgado de Primera Instancia Número 10 de Murcia condena también al médico M.C.E., a Mapfre Industrial, a Winterthur Seguros, a la clínica y a ASISA a pagar 30.961 euros al padre de la menor, que tenía 15 años cuando ocurrieron los hechos.
La sentencia, que ha sido recurrida, indica que A.F.R. ingresó el 21 de julio de 1999 en la clínica murciana ‘con una paraparesia provocada por compresión medular por tumor invasivo que requería una actuación quirúrgica urgente’. El diagnóstico fue realizado por M.C.E., quien prescribió una resonancia ese mismo día y un TAC el 22, resultado que se conoció el 23. La sentencia dice que la paciente debió ser intervenida, lo más tarde, el 23, ‘más la operación se realizó el 26’
.
…………………..
Para M.C.E., este “Bush de turno” dentro del mundo hospitalario que desapareció cuatro o cinco días de su puesto de trabajo, esto serán daños colaterales de una intervención quirúrgica (¡maldito!), pero para A.F.R. (15 años) fue un disparo certero que la rompió su feliz viaje por la vida y la postró para siempre en una silla de ruedas. El viajero insatisfecho habla como siempre de viajes pero, en esta ocasión, de un triste viaje por la vida.

  • I.F.T. (el padre) ha lanzado, a lo largo de estos últimos años, miles de gritos de desesperación.
  • D.R. (la madre) gritos de desolación.
  • S.F.R. (el hermano) de angustia.
  • I.F.R. (la hermana) gritos de impotencia.
  • I.F.R. (otra hermana) de triste desesperanza.

Pero A.F.R., en su silla de ruedas, ha añadido a todos estos, los de dolor, padecimiento y llanto. ¡Qué mazazo!.

A este viajero insatisfecho, B.F.T. (el tío), no le queda más repertorio de gritos, pero va a lanzar uno de asco a las actuaciones irresponsables, a los disparos certeros y a los daños colaterales.
Y ahora los culpables recurrirán la sentencia. Más sufrimiento para la pequeña, que seguro pensará “¡que esto acabe, ya!”. Pero ¿qué recurren? ¿el disparo certero?, ¿la trayectoria de ese disparo certero?. Como si fuera cuestión de prestigio ¿y el de la niña? ¡Sinvergüenzas!. ¡Malnacidos!.

17 de mayo de 2007

¡No podrán mirar al cielo!

Hace unos días me enteré, por mi periódico favorito, que los yazedis (Adoradores del Diablo), pueblo en pleno kurdistán irakí, tienen entre sus muchos preceptos, en realidad, prohibiciones (¡qué mal!), la del color azul. ¡No podrán mirar al cielo!.
¡Absurdo!.
Este viajero insatisfecho ha visto muchos cielos azules, diferentes en su marco, diversos en su intensidad, distintos en su tonalidad. Cielos azules mientras el bochornoso calor aplana la mente, al amanecer, al caer el sol…
En las laderas del Annapurna, en la cordillera del Himalaya, después de darse un agotador paseo (que nadie piense que intentó la ascensión), tuvo oportunidad este viajero de encontrarse un cielo casi ofensivo por su perfecta armonía. No encima de su cabeza, porque las nubes que cubrían los alrededores de esa mítica montaña alcanzaban también al cansado paseante, pero sí a lo lejos, donde el cielo se juntaba con otras montañas menores después de atravesar el valle de Pokara.
Un jovencísimo guía, que no lo era, me llevó hasta esa ladera por una empinada senda, moteada de casas de labriegos, pobres, trabajadores, con su cara cortada por la ventisca de altura, pero con una simpatía y sonrisa que me levantaron la moral, y el físico, después de horas de incesante subida.
Agotado, me senté en un ribazo del sendero y allí pude disfrutar de ese cielo lejano pero por el que me dejé envolver. Los yazedis lo tendrían prohibido en los preceptos de su satánica secta.
Y recuerdo ese cielo. Nada más.

13 de mayo de 2007

Medio Marañón, medio Lope de Aguirre



Este mochilero, en el año 1996, se sentía explorador, aventurero y mequetrefe, a la vez, bajando el inmenso río Amazonas, en un barco local, desde Manaos a Belem (5 días), durmiendo en hamaca (comprada, por cierto, a la salida), en el segundo piso del barco, pasando los días contemplando las lejanas riberas selváticas y aburriéndose como una lagartija al sol. Largo viaje, pero necesario para el espíritu de entonces.
Marañón y Lope de Aguirre lo habían hecho antes, maldiciendo los mosquitos y bichos raros, nada lejos de la realidad actual para cualquier intrépido turista que se acerque a sus orillas.
En días secos, aquella selva estaba infestada de mosquitos zancudos que los indios llamaban 'carapanás', sobre todo al oscurecer y en la noche. Era imposible evitarlos y algunos soldados se cubrían la cara con trapos, pero siempre hallaban los mosquitos algún resquicio en el pescuezo o en la oreja o en la mano(“La aventura equinoccial de Lope de Aguirre”, de Ramón J. Sender).
Javier Reverte, mi referente periodista aventurero, vino después y escribió “El río de la desolación”, que leí sintiéndome descubridor. Hoy, cualquiera habrá tenido su oportunidad; ayer (el del 96), yo lo sentía como experiencia vital.
Hasta aquella travesía, nunca había tirado objetos a los pobres, ni a los pedigüeños y ni siquiera a los más míseros personajes de Old Delhi, que se merecían su propia dignidad. Todo lo había entregado en las manos, sin permitirme arrojarlo como se hace con un perro callejero, pero al ver la pequeña piragua con dos niños acercarse a nuestro “autobús-de-río” y conocer sus intenciones, tiré camisetas, pantalones, bañador e, incluso, unas zapatillas que se hundieron en pocos segundos en el ancho Amazonas, sin que a los niños, agitados por el diluvio de objetos, les diera tiempo a impedirlo (ver fotografía grande). Entonces, me sentí cooperante, generoso e intrépido, nada parecido con lo que en estos momentos pasa por mi cabeza.
Rescatar esa suerte de aventura, es empequeñecer mi persona. Me lo merezco.

11 de mayo de 2007

Cuento un cuento

El viajero insatisfecho se sentaba todos los días en la misma esquina del mismo bar de siempre, con su vaso de cerveza, desconsuelo en los ojos, y en la cara, un raro mohín. No es que estuviera serio, o malhumorado, o lo hiciera por mala educación. Simplemente era así.
Se mostraba dispuesto a contar a cualquiera su vida errante (sin que nada ni nadie le apartase sus delgados dedos de su preciado cristal) y a escuchar otras aventuras -lo hacía con gusto y placer- pero no a someterse a la curiosidad de cualquier persona que se le acercara. Sus amigos le podían preguntar por qué no se cambiaba de sitio, por qué había llegado tan temprano, por qué tenía ahora esa determinada mueca, pero nunca querían saber nada de sus viajes, y no porque no tuvieran interés sino porque le conocían y sabían que de nada serviría hacer un interrogatorio. Lo habían intentado pero siempre recibían el mismo silencio y el mismo raro mohín.
Nadie entendía cómo el viajero insatisfecho, después de recorrer tantos lugares, durante sus intervalos de descanso, que eran muy prolongados, podía tener los hábitos tan estáticos que entraban en oposición con su capacidad para iniciar con cualquier disculpa un nuevo periplo.
Los clientes se renovaban, entraban unos, salían otros, pero él se mantenía siempre en el mismo sitio y a veces parecía, por su cara, añorar la última vez que visitó algún lejano país. No tenía espectadores pero todos simulaban serlo cuando, sin amigos a la vista, mantenía su mente perdida.
Al principio, sentía recelos de todos los que le cruzaban al abandonar tímidamente el local, aunque algunos se atrevían a mirarle, siempre ocultos tras unas gafas de sol o simulando colocarse la gorra y así orientar la mirada. Pasado un periodo, las primeras semanas, el viajero sentía no sólo sus recelos, sino el bisbiseo de la gente a su alrededor.
Con el paso de los días, todo iba in crescendo.
Después de algunos meses, se transformaron ya en murmuraciones, a veces, incluso en tono alto, que le llenaban de asco. Los últimos días, antes de partir otra vez a su nuevo destino, oía claramente los gritos de ¡fuera!, ¡fuera!, dichos por los clientes que le miraban. Cuando ya se despedía, con su mochila preparada para el día siguiente en un rincón del salón de casa, algunos de los que allí estaban intentaron agredirle con sendos bastones. Los más agresivos: los habituales viejos del lugar.
Se fue.
Inició una nueva huída.
Y vuelta a empezar.

9 de mayo de 2007

Agua, y más agua



El salto del Ángel

Hace días ya, me di cuenta de que llevaba ya muchas entradas contando mis patrañas viajeras en esta bitácora, a la que estoy cogiendo cariño.
Por qué utilicé tantas veces la expresión “tal vez” en ellas es un interrogante que en estos momentos no se responder. Alguien me ayudará. “Tal vez sí, en el Taj Mahal….”, “tal vez debería haber dado un salto espectacular…”, “me hubiera quedado allí un día, dos, tal vez más”. ¿Inseguridad? ¿falta de ideas?, ¿indecisión?. No lo sé.
Bueno, pues, tal vez, encontrarme a unos metros de “El salto de Ángel” (Venezuela) haya sido una de las experiencias más excitantes, donde la naturaleza se muestra más auténtica, más feroz, más vital. Es, entonces, cuando te das cuenta de que su vigor y su fuerza no tienen nada que ver con cualquier otro hecho humano. Porque la naturaleza es natural.
Miraba desde el pie de la montaña y el chorro de agua parecía formarse en las inmensas nubes que a ratos ocultaban su verdadero origen, el macizo Auyan Tepuí, el más famoso tepuí de los muchos que señorean por la zona.
¡Increíble!. ¡Impre-sionante!
Pero la naturaleza no cesó en mostrarse magistral, feroz, autónoma y libre de cualquier dominación. El posterior descenso por el río Churún, en una lancha motora en busca del campamento donde pasar la noche, fue toda una venganza de esa naturaleza que no permite mirones ni intrusos. El agua comenzó a caer del cielo, cerrado y negro de nubes, sobre nuestras móviles cabezas impulsadas por el motor de la lancha que nos llevaba a las ansiadas hamacas del descanso. Agua, agua tormentosa, más agua, ¡hasta las bolas!, agua que nos caía y agua que nos rodeaba. ¡Tremenda mojadura! Pensaba en mi cámara y mis cigarros “Habanos”, protegidos, por indicación del guía (¡qué genio!), en una débil bolsa plástica.


Cobertizo de descanso
Fue hora y media de aguacero y de sentir admiración por el timonel que nos guiaba. Todavía, ahora, pienso cómo alcanzaba a ver el cauce que surcábamos. Los arrebatos de agua cegaban los ojos del más experto navegante. Y llegamos al río Carrao, que recoge el cauce del Churún, y nuestro campamento no quería aparecer. Agua, y agua, más agua, ¡hasta los huevos!, agua espesa como un milenario cortinón que impedía divisar más allá de dos metros.
La llegada al cobertizo, campamento, o como quiera que se llame, tuvo un cierto aire patético. Los ocho o nueve que descendíamos éramos ambulantes esponjas empapadas, cada uno en busca de sus preciadas pertenencias y de un merecido descanso al margen del agua que no dejaba de caer. Abrir la bolsa y ver la cámara y el “Habanos” en perfecto estado, fue un añadido más a la feliz, pero dura aventura de conocer el Auyan Tepuí y su salvaje e inmensa cola cristalina.
Copyright © By Blas F.Tomé 2007




7 de mayo de 2007

El carril de desaceleración

El otro día estuve en la explotación ganadera de un familiar mío, primo, concretamente. Se quejaba de su situación laboral, de la personal ya conocía yo bastante. Un accidente laboral con una de sus múltiples maquinarias de trabajo, le había obligado a la amputación de su brazo derecho.
Pero mi primo se quejaba de su situación laboral. Ante la imposibilidad de mantener la explotación debido al desdichado accidente había solicitado la anulación del obligado “cupo de leche”, necesario para poder vender oficialmente la producción. De un día para otro, le anularon el imprescindible “cupo”. Y él me decía indignado:
- “¿Qué hago ahora con la leche de mi ganadería, que obligatoriamente tengo que seguir ordeñando?”.
No le habían dado el margen suficiente para aminorar poco a poco la producción lechera.
- Tengo que seguir ordeñando las vacas, pues si no, antes de venderlas, se podrían malograr. Tendré que tirar la leche”.
No le habían permitido coger el “carril de desaceleración”. Estaba saliendo de su particular autopista y tenía que hacer un giro brusco con el consabido riesgo de grave accidente.
¡Cuántas veces en la vida no se permite tomar ese carril!.
El caso de nuestros amigos (Javi y Ana), no por un problema, todo lo contrario, tendrán que dejar de viajar, al menos, temporalmente. No habrá una Gambia inmediata. Tendrán que adaptarse mentalmente pasito a pasito, poquito a poquito, a su nueva vida de triunfante espera. Ciertamente, tendrán a mano su carril para reducir velocidad y tomar la curva con seguridad.
Este viajero insatisfecho, de manera distinta, se lo planteó alguna vez pensando que imprevisibles problemas le impidieran viajar. No se puede estar al margen de las hipótesis, de las realidades de otros, del ejemplo ejemplarizante ni de los imprevistos.
¿Y si eso ocurriera?
¿Podría incorporarse, en ese caso, al carril de desaceleración?.

4 de mayo de 2007

Un control nocturno


Anoche leía a Kapuscinski. Entre sus muchas y sabrosas experiencias, cuenta cómo atravesó un control policial en la Angola de los 70, del FNLA, del UNITA y del MPLA, todas siglas de movimientos de liberación del país pero ¿también del hundimiento del Angola?:
Si los guardias son hombres de Agostinho Neto, que saludan con la palabra camarada, seguiremos con vida. Pero si resultan ser hombres de Holden Roberto o de Jonas Savimbi, que saludan con la palabra irmao (hermano), habremos llegado al final de nuestra existencia terrenal”.
¡Joder!, con pocas palabras le había puesto los pelos de punta al viajero insatisfecho.
Entonces, la imaginación le sitúa en el último día en Antananarivo (Madagascar). Nada que ver con lo vivido por el escritor polaco, nada que ver la situación en ese país isleño, pero con la oscuridad de la noche crecen los fantasmas del miedo y cualquier control se convierte en un pequeño infierno.
La última noche en Antananarivo, de lo más accidentada a nivel experiencias, le despidíó con un control policial, en los arrabales de la ciudad, donde la miseria se mamaba por todos los frentes. La noche era más noche si la rodeabas de negros desconocidos y si la iluminación de la ciudad carecía de sentido para el alcalde o regidor del lugar. El taxi (o algo parecido) que le llevaba al aeropuerto a las 3 de la madrugada (hora de meigas y brujas), llegado el momento, se detuvo de forma repentina. “Control policial”, le apuntó el joven taxista. Pasaron unos segundos y la policía debía estar allí, oculta entre las casuchas que difícilmente el mochilero visualizaba, sin perder detalle de las caras en el interior del vehículo. Miraba al chofer que parecía decir “en este momento no conviene que muestres prisa ni nerviosismo, nos debemos comportar como si nada, con correcta normalidad”. Escrutaba los alrededores con la mirada y seguía viendo oscuridad, y la negrura del conductor que también observaba los laterales y las desvencijadas casas o cabañas cercanas que apenas se entreveían. 
Eran alrededor de las 3 de la madrugada y deseaba que apareciera el policía de la oscuridad, les saludara con la palabra camarada, les pidiera el salvoconducto -el pasaporte- y, así, continuar con la ruta hacia el aeropuerto. El policía (cree que lo era) apareció por un lado y vestía un sucio anorak deportivo, le pidió el salvoconducto -el pasaporte-, lo ojeó, sin verlo pues la oscuridad lo impedía, y le alargó su mano libre abierta solicitando no sabe qué. Le puso 20 francos franceses en ella (mucho dinero para ellos). Como contrapartida le devolvió el pasaporte y le dejó continuar el viaje en la oscuridad más oscura, rumbo al aeropuerto.
Copyright © By Blas F.Tomé 2007



1 de mayo de 2007

No soy un "troll" de mí mismo

Sigo en lo mío. Esta es una entrada (post) de viajes, pero de viajes al mundo de los “troll”, y no es que quiera convertirme en “troll” de mí mismo, pero la necesidad (en este caso, el orgullo) aprieta.
Me acabo de enterar que un blog es “un grito de soledad” y estoy alucinado, indignado también, extrañado y confuso. Escribir en un blog, leído en muchos casos -no en el mío- por miles de personas, enfrentarse a una bitácora durante los días viajeros, conociendo a cientos de personas y relacionándose con ellas, salir a la calle todos los días y charlar con los amigos de temas triviales pero diarios, eso, y muchas cosas más, impiden a uno ponerse delante del ordenador para lanzar “un grito de soledad”.
Son cosas que da la vida. Sale uno a la calle, supuestamente desde la soledad, y se entera uno en cinco minutos de cosas tan “interesantes”(?) como ésta. ¿Qué necesidad tenía yo de irme a un Congreso Internacional para vislumbrar tal afirmación?.
Pues, no, Fernando Jáuregui, un blog es algo más que “un grito de soledad” y, aunque así fuera, habría que decir que “ni más ni menos que…”. Tener que escuchar semejante estupidez en una ponencia de un congreso internacional, oírle un día que no le correspondía, a una hora que tampoco, y despachar el tema en 5 escasos minutos para concluir con esta simpleza, es merecedor de todo tipo de “trolls”. En mi caso una excepción, pues estoy hablando de viajes.
Diría, no fiaros de periodistas “robapanes” -o mejor, sin ser tan duro, “ganapanes”- y no fiaros, sobre todo, de algunos progresistas que “vistan canas”, que tarde o temprano únicamente buscarán titulares.
Seguro, segurísimo que, después de esa brillante(?) intervención, pondrá “el cazo” para recibir los emolumentos por ser un famoso periodista, puesto que yo, ni poniendo una auditoria a dicho congreso internacional, me creería lo contrario.
No quiero enfadar a los que me lean: estoy hablando de viajes.