Había salido en una moto (“de paquete”, por supuesto) de la ciudad de Mae Hong Son, al norte de Tailandia. El guía era como un pequeño forajido, medio salvaje, pero conducía de maravilla el singular vehículo, apropiado, por otra parte, al “numeroso tour” que había contratado: yo solo. Atravesamos un puente colgante, campos orientales con sabor oriental y pequeños ríos que con nuestra motocicleta a todo gas conseguimos a duras penas atravesar. En uno, pringamos. El tubo de escape quedó debajo del agua y hasta aquí llegamos, compañero: hasta el centro del río. Risas, y obligado empujón a nuestra motillo para salir del vengativo río.
Cero. Nulo turismo en el poblado de las “mujeres jirafa”, que era mi objetivo, pero la infraestructura montada: ticket de entrada, sonrisa del taquillero, breve reverencia de rigor, y levantamiento de la valla.
No salía de mi asombro. Le pregunté a mi loco guía si había alguna manera de evitar el trámite y colarnos por cualquier lado, no por el dinero, creedme, sino por no dar un revolcón a mis ilusiones, a mi imaginación, a mi espíritu viajero. Me lo pensé y…. ¡a tragar!.
Pose fotográfica con alguna de las mujeres, oferta de regalos artesanales, paseo por las casuchas y un vistazo a la escuela infantil. ¡Qué pena, pero había ya niñas, muy niñas, con los primeros anillos puestos!. No sé por qué me acuerdo ahora de los copistas japoneses o armenios que -leí un día- todo lo que llegaba a sus manos lo traducían de manera convulsiva. Verdaderos esclavos de su pasión traductora. Así, este pueblo, toda niña que florece en la familia rápidamente la llenan de anillos, y todos sabemos las consecuencias de esos aros metálicos. Son esclavos de otra cosa ¿del turismo? Quizás. Sus mujeres anilladas dan dinero.
¿Lo mejor?: el paisaje de los alrededores.
¿Lo más lamentable?: la explotación y los viajeros, que ahí nos hemos convertido en indirectos, ¿o directos?, culpables.