27 de enero de 2008

No todos los caminos llevan a Roma

El Parque Nacional Tortuguero, en Costa Rica, fue un delicioso lugar para este viajero insatisfecho.
A veces él mismo se asombra de lo despistado que puede estar en un país, cuando se trata de ir a un lugar previamente decidido. Señala en el mapa, quizás, una ciudad cercana a donde piensa dirigirse. Y allí, sin más, se encamina. Pero, sobre todo, cuando los parajes son complicados “no todos los caminos llevan a Roma”. La proximidad puede no ser el lugar ideal para lanzarse al descubrimiento de un territorio cercano insensible al caminante o viajero. A veces dependerá de las lluvias; a veces, de la época turística; otras, dependerá de la propia naturaleza que cortará el paso. No siempre se llega en el primer intento.
Pero fue divertido, una vez descubierta la ruta, lanzarse con un bote a motor (de caro alquiler -otro paisano local insensible a las miserias de este mochilero-) por la multiplicidad de canales que atraviesan el Parque y que brindan al visitante una oportunidad única de conocer la exuberante flora y fauna de la zona.
Las tortugas que desovan en sus playas no las vió. La época no era propicia. Pero si se relajó en medio de esa inmensidad natural con mezclas de agua salada y agua dulce cristalina, perfectamente diferenciadas; observó incrédulo y silencioso a un colibrí explorando las flores de un pequeño arbusto, y escudriñó entre dos luces varios estrechos canales en una silenciosa piragua. Apreció la diversidad de animales que moran allí.
Preciosos amaneceres.
Amaneceres de monos cariblanca, manatíes, tapires, zopilotes, oropéndolas de Montezuma, gavilanes cangrejeros, jaguares, nutrias, perezosos de tres dedos, murciélagos pescadores, pecaríes, mapaches, y más, y más,………., y más.

22 de enero de 2008

Y si fuera la niña sagrada

Cuando sacaba esta fotografía (ver) casi le temblaban las manos. Este mochilero acababa de salir del patio del viejo templo nepalí, donde, con la disculpa de la religión y la tradición, mantenían a una niña semi-secuestrada. Esta otra niña, que vio unos minutos después asomada a la ventana del bello balcón de una calle cercana, era la viva imagen de la escena que podía haber presenciado -y no presenció- en el patio del templo.
Era la viva imagen de la niña sagrada.
La secuestrada.
Y si fuera.
Y si fuera la niña sagrada.
Si fuera la niña, la arrancaría de un tirón de semejante prisión religiosa, de semejante condena.
El templo, y su patio, era uno de los más antiguos de Katmandú. El libro-guía contaba la tradición al viajero, que se acercó, para reconocer más tarde, en sus recuerdos, haber estado allí, en Kumasi Bahal.
En esta casa, habita la diosa viviente. Es una niñita elegida hacia la edad de 4 o 5 años, dentro de una casta determinada, por su cuerpo sin defectos, su horóscopo que encaje con determinados criterios,…. Se satisfacen todos sus deseos y no sale más que para algunas ceremonias religiosas. Sobre todo no debe herirse, puesto que la aparición de la sangre significa para ella el fin irremediable de su carácter sagrado.
Por tanto, no juega, casi no se mueve y termina su carrera cuando tiene su primera regla. Se la devuelve, de nuevo, a su familia con un montón de regalos… y un poco “tocada” de la cabeza. Además, su vida quedará estropeada definitivamente ya que en la práctica nunca encontrará marido. Según una tenaz superstición, él moriría en los meses siguientes al matrimonio.
Puede asomarse a la ventana, pero está formalmente prohibido fotografiarla
”.
El viajero insatisfecho no la vio.
Vio a la otra.
A la inocente niña. A unos metros de su posible destino fatal.

15 de enero de 2008

De ronda de cervezas y ron

Si le pasa algo a mi amigo, le monto una balasera que no queda vivo ni el gallo”. Eso, o algo parecido, le dijo el joven-rancherito-venezolano al conductor del bus que llevaría al mochilero al centro de Caracas.
Ahora, desde la reflexión y el reposo, no sabe cómo llegó hasta allí (bueno, sí: despistado) pero lo que tiene claro es que jamás volverá a los ranchitos caraqueños en las condiciones que lo hizo en aquella ocasión.
Subió paseando. Miraba y miraba las casas y pequeños escaparates cercanos y, de vez en cuando, trataba de encontrar un punto donde divisar la ciudad en toda su extensión ¡Más arriba!, pensaba. Así, casi sin ser consciente de nada, se adentró en un territorio marginal, asfixiante, sorpresivo y peligroso. Cuando se encontró en pleno callejón sin salida -casi precipicio- con las caras de cuatro niños y señoras regordetas y sucias mirándole extrañadas, se dio mediana cuenta de dónde se encontraba. Dio la vuelta. Cuando se sintió rodeado por cuatro chavales bien vestidos pero de maneras provocativas -como provocativo es ser dueño de un territorio o calle sin ley- se puso a la defensiva.
La naturalidad parecía, en esos momentos, su mejor arma. Y esa naturalidad le llevó a invitarles a rondas de cervezas y ron; a dejarles la cámara de fotos como si no fuera con ellos su drama interior; a visitar una casa donde cuatro plañideras rezaban al muerto que tenían en la vecina habitación. Apuñalado, jovenzuelo, hermano del acompañante, ya casi amigo, de rondas de cervezas y ron.
Verle tieso en la cama tan moreno, casi imberbe, y oír a las plañideras rezar y llorar, llorar y rezar, fue como trazar una raya entre lo verdadero y lo falso. La muerte no era nada más que muerte, adornada con un mínimo candor de unas mujeres que, aparte de plañir, ofrecían al viajero insatisfecho arroz blanco y le invitaban con gestos a pasar al muy cutre salón. Mientras, en su cabeza, planeaba una salida digna del lugar, con naturalidad de amigo y sin sentirse trasquilado.
De allí, otra vez de rondas de cervezas y ron. Por fin, al bus. “Si le pasa algo a mi amigo, le monto una balasera que no queda vivo ni el gallo”.

11 de enero de 2008

Dakshin Kali

A unos veinte kilómetros de Katmandú estaba Dakshin Kali. Todos los sábados tenía lugar una ceremonia religiosa en honor de la diosa Kali, y allí se presentó el viajero insatisfecho siguiendo los consejos, recomendaciones o sugerencias del libro-guía “Salvat del Trotamundos”. Para recorrer estos veinte kilómetros desde Katmandú, nada mejor que un autobús local, cuya parada (bus-stop) no tenía pérdida si la mente-cuerpo-espíritu del viajero se encontraba por la zona o sus alrededores. Todo muy sencillo: seguir a los viandantes que llevaban en sus manos pollos colgados o tiraban con débiles cuerdas de rebeldes machos cabríos.
Dakshin Kali era un pequeño templo cobijado en un verde valle, más concretamente, en un verde barranco de pendientes escaleras de acceso, donde los sadhus -a veces con su particular parsimonia- hacían 'su agosto'. Todo analizado desde la distancia, pues 'su agosto' eran unas pocas monedas.
Para calmar la sed sanguinaria de la diosa Kali, muchos nepalíes se dirigían allí, ese día, para sacrificarla pollos y jóvenes machos cabríos. Ofrecerle flores, frutas e incienso.
Fue un espectáculo bastante impresionante, puesto que los oficiantes-carniceros chapoteaban en la sangre, igual que lo hizo este intrépido viajero sin querer, únicamente por su obsesión de implicarse en semejante ceremonia. Y allí se sintió observado, hasta que en lo alto de la empinada escalera apareció un grupo de turistas, que (¡Dios!) le hicieron huir de semejante templo de seducción o, tal vez, degeneración semi-carnal y cuasi-caníbal.
No vio religiosidad aparente, no entendió su significado. Más bien le pareció parafernalia de nepalíes que pretendían iniciar, así, el descanso semanal.

¿No se inician en España -a veces- los descansos festivos con sacrificios de animales de difícil comprensión?.


Copyright © By Blas F.Tomé 2008

7 de enero de 2008

Un lago de asfalto

Cuando el billete a Caracas ya estaba en su poder, el viajero insatisfecho hablaba en Madrid con un amigo que le explicaba vivencias de cuando él había estado en Trinidad y Tobago, como empleado de radio en un barco mercante. El amigo le comentaba, con un vaso de cerveza delante, que iban a cargar el barco de material asfáltico en un pequeño puerto de la isla Trinidad.
Después de Venezuela, era a donde tenía previsto llegar.
Para este mochilero, fue una larga estancia en Port of Spain, capital de esta pareja de islas que conforman un país. Tuvo tiempo de conocer la isla, hacer visitas a escondidas playas y, sobre todo, trasnochar en los panyards, escuchando música en directo.
Son muchos los motivos que impulsaban al viajero a moverse, y el acicate intelectual podría estar presente en todos ellos; pero en el fondo lo que contaba era el deseo de saber, a secas.
En uno de sus recorridos “triniteños” se acercó a conocer el puerto donde su amigo -hacía ya muchos años- cargaba asfalto y el lago natural de este material que aún existía y constituía una curiosidad turística. Una de las pocas que tenía la isla. Por otra parte, bastante poco atractiva para los cruceros caribeños que ni siquiera se acercaban a ella con regularidad.
Situado en la localidad de La Brea, era considerado uno de los lagos naturales de asfalto más grande del mundo: unas cuarenta hectáreas. Noventa metros de profundidad en el centro. A pesar de su fácil explotación y excelente calidad del asfalto natural, la extracción era de baja intensidad desde hacía tiempo pues el asfalto solía obtenerse más barato como segundo producto del petróleo. Este mochilero paseó por el lago sólido con esa sensación de perplejidad, producto de su desconocimiento, no creyéndose aún lo que su amigo le reveló -delante de unas cañas- como una curiosidad.
Producía una extraña sensación caminar por su centro, dónde máquinas -no muy avanzadas tecnológicamente- se dedicaban a recoger las capas superiores de este material para llevarlo a la planta industrial de tratamiento que se divisaba en uno de sus extremos. Al pisar por encima se veían pequeñas grietas con un cierto abombamiento que producían efecto de presión asfáltica del fondo a la superficie. Éstas, se cubrían de agua de manera natural (fotografía).

Nada espectacular.

1 de enero de 2008

El viajero también se deja engañar

A la ciudad de Mahajanga (en el noroeste de Madagascar) el viajero insatisfecho llegó procedente de Antananarivo (capital), después de un ajetreado y accidentado trayecto -de más de un día (avería, incluida)- entre saltos de bache en bache en un remozado Peugot 504, habilitado y ocupado ora por doce personas ora por quince.
Que ¿cómo entraban?.
Todavía se lo pregunta.
Después de una corta noche y mañana de profundo sueño en un hotel de Mahajanga, este viajero no tenía ganas de hacer grandes descubrimientos. Únicamente pasear por la pequeña ciudad. Hasta en eso es diferente Madagascar, sus calles llegan a ser interesantes.
Pasear, pasear, pasear, paseaaaaar….
Pero otro interés al del viajero-despistado tiene el hábil joven local. Ve negocio en cuanto asoma en la lejanía de la calle el blanco barbudo, a quien observa pasear sin rumbo por las calles polvorientas, cercanas a su hotel salvavidas.
No siempre es fácil desentenderse del incansable y simpático buscavidas, de los muchos que hay por las veredas y caminos africanos. A veces por simpatía, a veces por aburrimiento el mochilero deja que el villano (vecino del estado llano en una villa o aldea) decida cómo debe pasar la jornada.
En aquellas calles polvorientas cualquier emprendedor negocio turístico parecería alejado de cualquier viajero, pero si el buscavidas se lo sabe montar, podría organizar un recorrido por los alrededores que difícilmente realizaría una persona por sus propios medios, a no ser que el tiempo le olvidara en la ciudad un par de semanas.
Encomendándose a la buena voluntad del caza-turistas, el descubridor-viajero tuvo algunas veces posibilidades de descubrir ya parajes inolvidables.
No fue así en aquella ocasión.
Siguiendo las ocurrencias del joven -nada parecido a un plan preestablecido- en su oxidado Peugot (de poca cilindrada), este viajero vislumbró, entre otras insulsas plazas, un pequeño embalse sagrado, en medio de la nada, y plagado -a cientos- de peces, también sagrados, que ocupaban las limpias aguas de una especie de charco-oasis, ni necesario, ni maravilloso, ni auténtico merecedor de una fotografía.