24 de diciembre de 2016

Java y Sumatra ¿a que suenan a piratas?.


Islas (miles), volcanes (decenas), terremotos (cientos), orangutanes (muchos), exotismo (variado), revueltas musulmanas (cruentas), tsunamis (desoladores), selvas (interminables), etnias (con muchas raíces),…. Todo esto y mucho más lleva en su mente el viajero insatisfecho al inicio de este viaje a Indonesia, aunque le gusta más hablar de Java y Sumatra. A la vuelta, seguro, traerá otras impresiones mucho más personales y certeras, no tan generales como las planteadas al principio.
A través de sus numerosas islas, el pueblo indonesio está conformado por distintos grupos étnicos, lingüísticos y religiosos. Los javaneses son el grupo étnico más grande y políticamente más dominante. Ha desarrollado una identidad definida por la diversidad étnica, el pluralismo religioso dentro de una población de mayoría musulmana y una historia de lucha. Indonesia es el país con más musulmanes del planeta, aunque tiene islas, como Bali, que mantienen una mayoría hindú.
No quiere visitar el país a la loco, en unos pocos días, sería inútil. Visitará una o dos islas, las que más le apetezcan. El resto seguirá manteniéndolas en su mente como algo posible y futurible. Pero así son los viajes, instrumentos para darse cuenta de que el territorio es inabarcable.
Pero sobre todo, sobre todo lo que quiere es dejarse sorprender.
Lleva en su mochila varios libros para intimar con ellos en las largas noches indonesias; entre ellos, ‘Senderos de libertad’, de Javier Moro, al que tiene un poco abandonado pero con ganas de terminar.
Y así, sin pena ni gloria, tomará el vuelo al lejano Oriente.
Algo es algo.

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14 de diciembre de 2016

Isla de Holbox

Calle en la isla de Holbox

Para llegar a la isla de Holbox, en el yucatán mexicano, era necesario acercarse a la población de Chiquilá. De allí, con intervalos de media hora, salían ferries hacia la isla que más parecía un arrecife surgido del océano. Un centenar de kilómetros antes de llegar a Chiquilá había conocido a tres jóvenes argentinas que también se dirigían, curiosas, al supuesto paraíso. Tomaron juntos el autobús y, desde entonces, por un motivo u otro tuvieron varios encuentros casuales en la isla. Eran muy agradables y para el viajero insatisfecho fueron un destello de alegría y jovialidad. Mientras el mochilero se trasladaba hasta la isla en el ferry, ellas lo hicieron en lancha rápida pero en la búsqueda de un hotel para dormir se volvieron a encontrar. Al final pasaron dos noches en el mismo hotel y se encontraron varias veces en los tranquilos paseos por la pequeña población de Holbox.
El lugar era ideal como punto de partida para conseguir avistar al tiburón ballena pero en aquel momento de la visita las salidas estaban prohibidas por los obligados períodos de descanso para que el bicho pudiera reproducirse con tranquilidad, aunque entonces varios carteles turísticos ofrecían erróneamente el paquete. No tuvo, por tanto, la suerte de realizar una excursión en barca por las aguas cercanas, pero si aprovechó para relajarse en la extensa playa que, tal vez por la época, estaba relativamente tranquila.
El ambiente turístico de aquella pequeña isla hacía que los lugares para dormir y comer fueran por lo general algo más caros que en el resto de México. Son los peajes a pagar, a veces, en los viajes ‘a tu aire’.
La primera noche, poco después de llegar, cenó junto a las amigas argentinas en uno de los restaurantes de la playa. Fue una larga plática sobre experiencias personales en el mundo viajero de cada uno. Ellas habían abandonado el trabajo y monotonía en la ciudad de Rosario (Argentina) para lanzarse en su coche por todo Sudamérica. A México habían llegado en avión desde Colombia, después de haber aparcado su coche allí. Lo tomarían de nuevo al regreso. ¡Qué envidia de viaje!. Este leonés, por su parte, les habló de sus largos recorridos por África y les infundió, o al menos eso le dijeron, el gusanillo de su pasión africana. Algún día irían, se atrevieron a decir, aunque por cuestiones de rutas aéreas les resultará muy caro viajar a este continente.
¡Gracias, Ana, Magda (o Meg) y Carol!.


Playa de la isla de Holbox
La estrecha y alargada isla (unos 20 kilómetros de largo por 1 o 2 kilómetros de ancho) estaba bordeada por una inmensa playa en el lado que daba a mar abierto. Cercanos a la playa, multitud de pequeños hoteles turísticos, construidos la mayoría de ellos lejos de los cánones de los grandes ‘resort’ y manteniendo cierto exotismo como columnas de madera de rudo tallado o techumbres de paja. Recorrió con paciencia gran parte de la orilla arenosa, incluso se metió en el agua a darse varios chapuzones. Fue un largo día de buscada soledad, por otra parte muy habitual, hasta que el sol descendió sobre las aguas cercanas del océano. Y lo hizo con bellas maneras. Entonces, con una cerveza y una sentada en una especie de malecón de cemento moldeado por las olas, se atrevió a internarse en lo más profundo de su alma viajera.


Puesta de sol

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2 de diciembre de 2016

Choluteca, como punto de partida

Graffiti publicitario en Amapala

Nada más entrar en Honduras, procedente de Nicaragua, el viajero insatisfecho se hospedó en Choluteca, o Villa de Jerez de la Frontera de mis Reales Tamarindos de Choluteca, una ciudad muy cercana al Pacífico y al golfo de Fonseca.
Desde la frontera con Nicaragua viajaba en un minibus con dos cholutecanos, padre e hijo, que le contaron anécdotas sobre la ciudad y sobre un español que había construido una urbanización para los más necesitados de la zona, sitio que aún se mantenía en pie y donde perduraba también el prestigio popular del personaje. Siente, en esta ocasión, no poder dar el nombre del mecenas pues, aunque se lo dijeron, su memoria ‘hace aguas’. Le hablaron del paso del huracán Mitch que había afectado, y mucho, a la ciudad y alrededores, incluso le señalaron las zonas más afectadas que mantenían aún alguna casa medio derruida. Los cultivos de camarones quedaron destrozados -en parte ya recuperados- y barrios enteros se removieron bajo un aluvión de lodo.
Manglares, camino de la isla del Tigre

Pero nada especial que ver en Choluteca. Durmió como un lirón en uno de sus hoteles más emblemáticos aunque, por supuesto, de precio 'baratón', y se lanzó a visitar los alrededores a golpe de autobús. Protagonistas de aquella área: la gran cantidad de manglares que eran el hogar o criadero de numerosas aves y demás bichejos. El autobús que le llevaba a la isla del Tigre donde se dirigía, dejándose llevar por las sugerencias del amigo Adalid, conserje del hotel, atravesaba cerca de varias lagunas cuadriculares para el cultivo del camarón y numerosas zonas de manglares. Para arribar a dicha isla era necesario abordar, en el puerto de Coyolito, una de las muchas lanchas rápidas que a modo de transporte público llevaban a las gentes a la isla y, en concreto, a la pequeña ciudad de Amapala, en la base del volcán del mismo nombre.
Amapala tuvo su momento de gloria y apogeo a finales del siglo XIX y primeros del XX y de ello quedaban vestigios como las antiguas casas de madera en las que vivían los grandes capitanes de barcos, marinos y otros personajes de renombre o, al menos, así se lo trasmitió aquel individuo que le abordó en medio de la calle cuando de manera pausada visitaba la zona. Alemanes y franceses llegaron a vivir atraídos por el comercio y hasta se dice que en algún momento pernoctó en la isla el afamado Albert Einstein. Viviera o no viviera allí el famoso científico, el lugar mantenía ese aire trasnochado de tiempos mejores.
Pasó parte del día perdiendo el tiempo por allí y regresó, mediada la tarde, por los mismos medios a la Choluteca que había abandonado a primera hora de la mañana.
 Casas de madera de los marinos, en Amapala
Placa, en una de las casas


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23 de noviembre de 2016

Chihuahua, la ciudad de Anthony Quinn


Antes de nada convendría dejar claro que la ciudad, y el nombre, de Chihuahua no tiene nada que ver con la famosa raza de pequeños perros falderos. En realidad, el topónimo quiere decir “lugar seco y arenoso” y, precisamente, en la zona comenzaba el desierto de tierras áridas que llevaba a Estados Unidos, a Nuevo México y Texas.
La localidad nació con el nombre de San Francisco de Cuellar para luego pasar a llamarse San Felipe el Real de Chihuahua. Se fundó gracias a las riquísimas minas de Santa Eulalia cercanas al emplazamiento, situado en la confluencia de los ríos Chuvíscar y Sacramento. Actualmente, canalizado su lecho con esmero y, en el momento de la visita, con el cauce seco.
Al arribar allí en el autobús que le traía de otra población del mismo estado (Estado de Chihuahua), el viajero insatisfecho se encontró con el problema ya recurrente de buscarse un alojamiento para descargarse del mochilón un rato y pasar alguna noche. Preguntó a un joven vendedor de tacos y perritos calientes que le indicó, cree que con cierta sorna, un hotel barato. Luego resultaría ser un ‘putiferío’. Como no lo encontraba, se acercó en la calle a otro individuo a interrogarle por el sitio. El personaje le miró, y dijo “¿pero en ese tugurio te quieres hospedar?, búscate otro sitio porque de ahí, si sales, sería con lo puesto” (no fueron exactamente estas palabras, los mexicanos hablaban utilizando su jerga). Y le indicó otro hotel de mejor calaña.
Después del alojamiento, todo fue visita, recorrido, miradas, paseos por la ciudad ‘más perra’ de todo México: Chihuahua.
Quinta Gameros

Le pareció una ciudad tranquila, llena de elementos históricos. Incluso situándose uno desde la lejanía, por ejemplo en España, la ciudad tenía cierto recuerdo a películas de vaqueros y mexicanos, a acciones revolucionarias, a paseos a caballo de Pancho Villa y a diálogos mexicanos de Anthony Quinn. Le resultaría difícil definir su sociedad pero tenía algo que le parecía cercano, algo afín.
Visitó la Quinta Gameros, una casa señorial que decían era la mejor muestra de ‘art noveau’, o quizás rococó, en México. Diseñada por un arquitecto colombiano para la familia pudiente Gameros, nunca fue habitada por sus dueños, debido a la revolución mexicana que la confiscaría tres años para instalar en sus dependencias el cuartel general de Pancho Villa.
De allí, a la casa-museo de Pancho Villa, gran héroe de la revolución, eran al menos seis o siete cuadras.
Cerca. Aunque llegó, preguntado y preguntando.
Doroteo Arango Arámbula (1876-1923), así se llamaba, fue un campesino pobre, huérfano, con escasa formación, bandido, líder del movimiento revolucionario del norte (al mismo tiempo que lo hacía Emiliano Zapata en el Sur) y el único que consiguió invadir una parte de los Estados Unidos saliendo victorioso. Murió ‘baleado’ en 1923.
Coche en el que asesinaron a Pacho Villa

Y allí, en su casa-museo, digna de una reposada visita, se podía admirar el coche, cosido a balazos, donde el gran revolucionario murió.
Pero aún había otro personaje mítico en la villa de Chihuahua, y ese personaje era Anthony Quinn. Allí nació en plena revolución mexicana, y allí era venerado entonces. Una estatua, en uno de los parques más visitados de la villa, rememoraba su trayectoria cinematográfica, inmortalizada como Zorba el griego, bailando el sirtaki.
Estatua de Anthony Quinn, en Chihuahua


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11 de noviembre de 2016

Zacatecas virreinal

Zacatecas, vista desde el teleférico

Zacatecas (México) era sin duda una ciudad en la previsión mental de visitas del viajero insatisfecho. Con tanto tiempo en territorio mexicano no hubiera podido justificar a sí mismo el no pisar esta ciudad -y sus calles- llena de referencias históricas, turísticas y sociales.
En el año de 1546 la ciudad comenzó a formarse gracias a que un grupo de españoles descubrió su gran riqueza minera de plata y oro que produjo numerosas corrientes migratorias y auge económico. Y en 1993 la UNESCO declaró su centro histórico como “Patrimonio Cultural de la Humanidad”, siendo la primera ciudad mexicana distinguida en dicha categoría. Hoy es una población de unos 150 mil habitantes, o más.
Hasta aquí, la consulta a fuentes más expertas que los conocimientos del mochilero. A partir de aquí, contará brevemente lo que más le impactó y lo hará con el punto de vista crítico que le pudiera pedir el cuerpo.
Llegó a primerísima hora de la mañana, después de una dura noche de autobús procedente de Chihuahua. Despistado, dormido y cansado se encomendó al buen hacer del primer taxista que pilló en la ‘terminal camionera’ (como suelen decir por allí) para que le solucionara de manera barata la cama de los días siguientes, un hotel económico y céntrico. Pensaba estar al menos dos o tres noches en la ciudad. Y lo hizo bien. El hotel, dentro de la cadena Hostelling Internacional, estaba enclavado en una bonita casa colonial y tenía de todo, entre ello, alguna habitación barata y limpia. Siempre ha pensado este mochilero que un sitio agradable hace también viaje. Era mucha la diferencia entre estar en un sitio cómodo y limpio o en un ‘hotelucho’ con total falta de encanto y lleno de ‘cucas’ voladoras. ¡Que los ha visto!.
Había muchos rincones que visitar en Zacatecas. Nada más bajar a la calle, después de una buena ducha, se apreciaba que la vieja ciudad era todo un vestigio colonial: los edificios, las calles, las aceras y su cuidado corazón central histórico. Se podía visitar la catedral, el palacio de Gobierno contiguo, el templo de Santo Domingo, el Museo Rafael Coronel o la antigua mina El Eden, se podía callejear sin rumbo o subir, como no, al famoso cerro de la Bufa. A éste se llegaba en un teleférico que cruzaba la ciudad desde otro cerro, el del Grillo, más asequible y cercano al centro. Unas bonitas vistas de la urbe en el trayecto y, también, desde el cerro de la Bufa. Allí encontró la figura de Pancho Villa, a lomos de su monumental corcel.
¡Qué sorprendentes imágenes de sus ídolos construyen los pueblos!.

Figura de Pancho Villa a caballo, en el cerro de la Bufa

Desde el teleférico, como si el mochilero estuviera situado en un drone (vehículo aéreo no tripulado), veía el entramado de calles, palacetes, patios y antiguos corrales: todo un mundo que hacía referencia al intenso periodo colonial español.
Entró en el museo Rafael Coronel que ocupaba un antiguo convento franciscano, pasando así de antiguo lugar de evangelización de pueblos indígenas a muestrario de una inmensa (no ha visto otra igual) colección de máscaras de ritual y máscaras festivas. Y visitó la mina El Edén, más parecida a un centro turístico que a una mina real, aunque, a decir verdad, tenía de ambas cosas.
En fin, Zacatecas era, sin lugar a dudas, un ciudad visitable, una reliquia ‘de piedras’ de la época colonial, nada parecido a las ‘piedras’ mayas o aztecas que también pudo examinar durante su recorrido mexicano.

Máscaras en el Museo Rafael Coronel

Catedral

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30 de octubre de 2016

Las ruinas de Copán


Estela A

De Copán pueblo a las ruinas no había un kilómetro de distancia. Incluso era un agradable paseo por una senda pavimentada de piedras, de la que los locales estaban muy orgullosos. Aquellas ruinas de Copán eran lo más significativo que los mayas habían dejado en el -ahora- territorio hondureño. Tenían la decoración más barroca dentro del arte maya y los relieves de las estelas se habían conservado bastante bien. Sin duda, con un obligado cuidado y mimo de los expertos.
Escalinata de los jeroglíficos

Los arqueólogos opinan que Copán tuvo que estar habitada en el periodo preclásico, debido a su situación estratégica y a la fertilidad de los campos, pero nada se ha encontrado al respecto. La historia del sitio no parece empezar “hasta el año 435, cuando asumió el poder Yax Kuk Mo y dio origen a una dinastía que alcanzó su apogeo entre los años 600 y 750”, según dictado del libro-guía.
El viajero insatisfecho no podía faltar a la cita con ‘las piedras’ aunque como ya ha reconocido varias veces no son su particular tendencia. Como había llegado a buena hora, dejó su mochila en un hotelucho del pueblo, un pueblo de inevitable aspecto turístico, y se encaminó por la vereda hacia aquel vestigio maya. Después de abonar el correspondiente importe de la entrada, le recibió una ceiba (árbol) plantada por la princesa Sayako en su visita a Copán en el año 2003. Originariamente una pequeña planta, ya había alcanzado una considerable altura.
¡Valiente recibimiento!.
Ceiba, plantada por la princesa Sayako

No menos estrambótica fue la despedida de la que se encargaron aquellas ‘guaras rojas’ (papagayos) de tan tropical estampa y color. Pacíficas y mansas, aunque tan inmundas como las palomas de las ciudades, se dejaron fotografiar sin dedicarle al mochilero una miserable mirada.
Guaras rojas


Entre el recibimiento y la despedida, un bonito recorrido por el lugar y, sobre todo, una detenida, pausada y atónita mirada por las estelas mayas. Diseminadas como estaban por todo el recorrido, parecía una obligación pararse ante todas ellas. La verdad era que merecían esa detenida observación. No olvida la escalinata jeroglífica, con sus figuras y símbolos tallados, hasta cierto punto bien conservados, que hablaban de la riqueza cultural de los mayas. Ni Tikal, en Guatemala, ni Palenque, en México, tenían aquella opulencia decorativa.
Un vídeo rodado al mejor estilo pausado, aunque torpe, completa esta breve entrada.



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19 de octubre de 2016

La bahía de Trujillo

Fortaleza de Santa Bárbara, en Trujillo
A la ciudad hondureña de Trujillo, topónimo muy ligado a la ‘conquista’ española (hay varios ‘trujillos’ en la geografía americana), llegó un día de mal humor y cabreado con el conductor del ‘buseto’ que había agarrado a primera hora de la mañana. Un trayecto de 3 horas desde la ciudad de La Ceiba se convirtió en uno de 8 por las indiscriminadas paradas, a veces durante más de media hora, a la espera de conexiones con otros minibuses o simplemente de un mayor número de pasaje. 
Parecía ser que no le cuadraban las cuentas.¡Cosas de la desorganización del transporte en la mayoría de los países de la zona, y en especial de Honduras!. Ya lo decían los nicaragüenses: “cuando pases la frontera, las esperas serán mayores pues los colectivos/minibuses hondureños no parten hasta que están full”.
Trujillo era una tranquila ciudad costera caribeña de Honduras que tenía pocos atractivos aunque su convulsa historia ‘la vendían’ los manuales como relevante para recorridos turísticos. Cristóbal Colón desembarcó allí en 1502 lo que suponía que los hondureños celebraran de vez en cuando festividades y aniversarios, puesto que, en realidad, se consideraba el primer asentamiento importante en toda la América continental. Allí cerca, en Punta Caxiñas, los españoles, capitaneados por el genovés, pisaron por primera vez tierra firme del continente americano. 
La fortaleza y la ciudad pronto recibieron los ataques piratas y algo más tarde la llegada de los garífunas, negros huidos de los barcos de esclavos para evitar precisamente la esclavitud. Así se mostraba entonces la ciudad durante la visita del mochilero, con cantidad de pobladores de origen garífuna y, en cuanto a su arquitectura, un gran número de edificios y calles de la zona centro con ese encanto colonial, antiguo y simple pero sólido.
Entrada al Cementerio Viejo

El 14 de agosto de 2002 tuvo lugar en la bahía de Trujillo un acto relevante: se celebró el V Centenario de la llegada a la mencionada bahía de Cristóbal Colón y reunió lo más granado de la sociedad hondureña, con el presidente Ricardo Maduro a la cabeza. Allí dejaron para el recuerdo una muy ‘kitsch’ estatua de Colón, que miraba a la bahía con ese aire de poderío dominador. Otro hecho trascendente, y recordado por todos, fue la captura y ejecución en 1860 del famoso mercenario William Walker. Precisamente, en la fortaleza de Santa Bárbara -aún mantenía algunos cañones de recuerdo de otras épocas gloriosas- fue fusilado. Y en el Cementerio Viejo, abierto únicamente para las visitas, se encontraba su tumba.
Tumba de William Walker

El viajero insatisfecho, además de piedras y efemérides, quería conocer la parte más alejada de la extensa bahía que, según informaciones, poseía un gran banco de estrellas de mar más o menos fijo. Se acercó en un taxi (no eran excesivamente caros) y lo intentó. Incluso el propio conductor le dijo que hacía unos días había estado con su familia y había visto muchas. No tuvo suerte, o por la hora, era al atardecer, o por cualquier otra circunstancia. Lo único que vio fueron dos o tres peligrosas rayas que tenían la fama de clavar su aguijón al mejor estilo escorpión. 
Ah!, y el conductor, un tiburón en la misma orilla. Lo duda. Él no lo vio.
Raya en la playa

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7 de octubre de 2016

Leyenda de Chico Largo

Laguna Charco Verde, con el volcán Concepción al fondo

En la isla de Ometepe, dentro del gran lago Nicaragua, había una leyenda que hablaba sobre Chico Largo, antiguo propietario de Charco Verde, una laguna que entonces promocionaban dentro de la ruta de interés turístico por la isla. Como en otro ‘post’ había prometido contar la historia, va a cumplir con su palabra.

Se cuenta que durante la conquista española en estas tierras, un personaje que habitaba en lo que hoy es la comunidad San Juan del Sur, Francisco Rodríguez, conocido como Chico Largo, hijo de una curandera llamada Úrsula, o mamá Bucha, retomó los conocimientos y costumbres de sus ancestros y a orillas de la laguna Charco Verde practicaba rituales de brujería, curandería y reencarnación de su propia persona en diferentes animales.
En una de sus andanzas, convertido en venado, se dirigió a las áreas aledañas conocidas como el mirador del diablo, sin saber que a la comunidad habían llegado dos experimentados cazadores, y que esa misma noche saldrían de cacería hacia el mismo lugar. Al pasar la medianoche, uno de los cazadores visualizó un venado y empuñando su escopeta y afinando su puntería hizo un certero y mortal disparo contra el animal, ignorando que en este se encontraba la humanidad reencarnada de Chico Largo. Seguidamente ambos cazadores se dedicaron a la búsqueda de venado herido, siguiendo los rastros de sangre que dejaba en la hierba en su huida fatal. La búsqueda se tornó cansada e infructuosa y llegó hasta el amanecer. Con la luz del día lograron ver cómo las huellas de sangre se perdían al borde de la laguna, precisamente en el lugar donde toda la comunidad comentaba que Chico Largo practicaba sus rituales, por lo cual los cazadores desistieron de la búsqueda y temerosos regresaron al pueblo donde contaron todo lo ocurrido.
Al amanecer, Chico Largo estaba en su rancho con una herida mortal, esto impedía que realizara los ritos que le devolvieran su humanidad. Mamá Bucha, experta bruja y curandera, hacía todo tipo de oraciones y brebajes para ayudar a su hijo pero, a pesar de ello, al poco tiempo murió: ‘mitad hombre, mitad venado’. Mamá Bucha mantuvo en secreto lo ocurrido y a la sombra de la noche, tomando en sus propios brazos el cuerpo sin vida de su hijo, lo sepultó a la orilla de la laguna, en el lugar donde Chico Largo realizaba sus rituales. Al pasar el tiempo los vecinos descubrieron lo ocurrido relacionando la desaparición de Chico Largo y el relato de los cazadores. Mamá Bucha se vio obligada a contar la verdad y decidió con los vecinos extraer el cuerpo y realizarle cristiana sepultura, llevándose la gran sorpresa que en el lugar solo encontraron las sábanas y la ropa de vestir manchada de sangre.
Aún hoy en día, alguno de los habitantes de la comunidad de San José del Sur afirma que el espíritu de Chico Largo se pasea por los senderos de este magnífico lugar, la laguna Charco Verde”.

El viajero insatisfecho paseó también, como el espíritu de Chico Largo, por esta laguna hoy más famosa por la leyenda que por el supuesto atractivo promocional, aunque conserve aún un bello entorno.


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26 de septiembre de 2016

San Juan Chamula, el pueblo del misticismo mágico

-Iglesia de San Juan Chamula-
 
Estaba dispuesto aquella mañana de domingo, mes de septiembre, a introducirse en el misticismo mágico de San Juan Chamula, pueblo tradicional del estado mexicano de Chiapas. Posiblemente la comunidad ‘tzotzil’ más visitada. 
Desde San Cristóbal de las Casas, donde se encontraba, agarró un minibús-colectivo, medio que utilizaban allí para desplazarse a los cercanos pueblos, y se presentó en el mercado. Como era domingo lo encontró especialmente ambientado, reunidos allí todos los habitantes de los pueblos y comunidades cercanos. A lo lejos, por las vecinas montañas, se hallaban diseminadas multitud de casas. El murmullo que oía era ‘tzotzil’ (nadie parecía hablar español; pero sí, todos lo entendían y hablaban, o casi todos), mientras atravesaba puestos de frutas, de telas, de herramientas de labranza, puestos de comida, vendedores de zapatillas, puestos de helados al sol, hierbas secas (no conocía sus nombres), lana de borrego -muchos montones- de la que estaban elaborados las faldas de las ‘chamulas’ y los chalecos (o algo parecido) de los ‘chamulos’ o, quizás, ‘chamulanos’. La falda de las mujeres, color negro; el chaleco de los hombres, color blanco.


-Mercado de San Juan Chamula. En primer plano, puesto con lana de borrego-
 
La visita iba para el mercado pero, en especial, para la iglesia. Ha dicho que estaba dispuesto a introducirse en el misticismo mágico de San Juan Chamula. Por 25 pesos mexicanos (poco más de un euro), pagados en la oficina de turismo situada al lado de la iglesia (si no impedían la entrada), los foráneos podían visitarla. Una manera de rentabilizar los incordios de los visitantes en sus rituales, sin duda. Era un lugar muy peculiar, en cuyo interior estaba terminantemente prohibido fotografiar (las señales visibles lo indicaban: no cámaras, ni móviles, ni gafas o gorras). La arquitectura del templo era de estilo colonial clásico (como casi todas las iglesias del estado de Chiapas), pero con la particularidad de no contar con bancas para sentarse, pues los habitantes oraban de rodillas, o acuclillados, y creaban en conjunto una atmósfera mística muy especial al mezclarse rituales prehispánicos/mayas con los de la evangelización católica.
La entrada inicial al recinto interior fue espectacular por lo abigarrado del acervo, por el humo reinante y también, como no, por ese inevitable misticismo mágico desprendido ante tantas figuras, velas encendidas entre la penumbra y los 'chamulos' en multitud de posturas.
Lo buscado por el mochilero.
La única nave de la iglesia estaba decorada con velas -cientos- de diferentes tamaños y colores. El suelo, todo él recubierto de una fina capa de hierba verde recién cortada, solamente en ciertos lugares (varios), donde habían hecho un hueco, el mosaico aparecía lleno de diminutas velas blancas encendidas, en forma de altares. Uno de los ‘tzotziles’ se encargaba de ir encendiendo las velas unas con otras, mientras se oía a su alrededor un suave ronroneo de oraciones en idioma ‘tzotzil’. Allí, en cada uno de esos pequeños altares, oraban sentados o arrodillados decenas de personas, algunas con gallinas en sus brazos. Para andar era necesario estar muy atento para no pisar alguna vela o mano que se encontrara apoyada en el suelo. Todo estaba arremolinado. Cierto, si, con un ordenado desbarajuste.
Los laterales de la nave, o recinto interior, estaban repletos de imágenes de santos (a veces con extraños nombres) en hornacinas de madera, algunos de ellos repetidos. San Pedro Mártir, San Pablo Mayor, Arcángel San Miguel Menor, San Pedro dueño de la llave (por supuesto, portaba una en sus manos), San Pablo Menor, Pastor, Santa Martha, Santa Magdalena y Sagrado Corazón Mayor. En una única hornacina aparecían, los tres juntos, San Judas Tadeo, San Pedidor y San Juanito (por orden de exposición y tamaño). También estaban allí representados Santo Tomás, la Virgen de la Encarnación, Arcángel San Miguel Mayor y, aunque en diferentes cajones, Santiago, junto a San Lucas y San Mateo, y delante de ellos (algo que le extrañó), además de las numerosas velas, la figurita de un caballo -parecía salido del rancho ‘El Miedo’ de Doña Bárbara- y la de un jaguar -también por los alrededores del mismo rancho-. Todas las figuras de santos, absolutamente todas, llevaban colgado de su cuello un espejo, debido a la creencia de que servían para reflejar la maldad. Preguntó a uno de los presentes sobre este detalle y le comentó que los ‘chamulos’ no hacen confesión con un sacerdote, si no que realizan autoconfesiones para lo que necesitan que sus faltas se reflejen en los espejos.
Mientras el viajero insatisfecho estuvo en su interior, se celebraba también una misa, con apariencia de rito católico, pero únicamente en la parte delantera de la iglesia. El sacerdote oficiaba ante un grupo de personas, todos ellos de pie. Rodeándolo. Mientras, en el resto de la iglesia, se homenajeaban a otras devociones distintas y se multiplicaban los altares de velas en el suelo. Cada uno a su rollo. En el decorado del altar mayor o central, San Juan Bautista ocupaba el lugar principal, rodeado de San Juan Menor y de otra figura que no identificó. Y es que en San Juan Chamula el predilecto de su devoción era San Juan Bautista, no Jesucristo, que lo tenían entre las imágenes con el resto de los santos. El mismo San Juan Bautista presidía la pila bautismal en una de las esquinas, donde en aquel momento esperaban varios padres con sus bebés en brazos.
Al tratar de abandonar el templo, una fila de músicos tocando tambores, guitarras (rudamente elaboradas), arpas grandes (muy utilizadas en el folclore mexicano), y otros instrumentos, precedidos de una especie de incensarios de latón que multiplicaban el humo interior, le impidieron por unos momentos salir. Parecían 'Los tigres del norte', en uno de sus 'corridos mexicanos'.
Un lío. Un barullo total.
El humo que envolvía toda la nave, provocado por algo parecido al incienso y al humo de los cientos/miles de velas, le añadía al marco de las múltiples celebraciones un aire encantador, embaucador, casi brujo.
No pudo sacar fotografías, en vista de las estrictas prohibiciones. Y más cuando comprobó que al sacar su libretilla moleskine’ para apuntar algo, un personaje con cara de pocos amigos se le acercó y lo impidió. "Tampoco se puede escribir. También lo prohíben", le dijo.
Ah!. Uno de los que elaboraban altares y encendían las velas en filas en el suelo, al pasar junto a él le preguntó, “¿de dónde procedes?”. El mochilero, en medio de ese ambiente de prohibiciones, con la mosca tras la oreja o, quizás, con el miedo en el cuerpo, le contestó, “soy español”. Y el personaje en cuestión sonrió y le saludó efusivo.
“- ¡Mirad que si le da por recordar el violento pasado colonial español y embrutecerse!”.


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15 de septiembre de 2016

Batopilas / México

El mirador de la virgen y el cañón de Batopilas al fondo

Creel y Batopilas eran dos pueblos, alejados entre sí, de la sierra Tarahumara mexicana. ¿Por qué el viajero insatisfecho les trae juntos a este mismo artículo? Pues porque desde primero viajó al segundo, a través de una parte de la sierra. En Creel, antes, visitó un asentamiento o comunidad tarahumara, pueblo que mantenía aún vivas sus tradiciones como hacía cien o doscientos años, quizás como siempre. Basaban su mantenimiento en maíz, papas y frijoles, y eran estos los productos sembrados que rodeaban sus pequeños poblados familiares. Vivían de estos tres alimentos y, también, de lo que recaudaban en sus incursiones a poblaciones más grandes vendiendo sus rudimentarias artesanías y también, como no, del limosneo. Eran un pueblo aún marginado pero, según opiniones recogidas, no por el gobierno que les concedía subsidios de mantenimiento, aunque, basándose en esas mismas fuentes, ellos malgastaban en bebidas u otros derroches, en especial los hombres. 
(Como pareciera que esta describiendo su versión, añadiría que era una visión poco creíble). 
Una gran parte de los tarahumara habitaban en cuevas, algunas explotadas turísticamente. No todas. Pero eso sí, todas ellas con sus paredes rocosas negras del humo de sus necesarios fuegos ante el frío nocturno que a veces hacía en aquella inhóspita sierra.


Interior de una cueva donde vivían los tarahumaras
Uno de los desprendimientos que cortaban la carretera

Desde Creel a Batopilas el autobús se deslizaba por una aceptable y serpenteante carretera entre valles y barrancos. Fue sobre todo la barranca del Cobre que era necesario cruzar la que impactó al mochilero. Un corte bestial de precipicios rocosos, monumentales, recios, soberbios que la carretera zigzaguea con ingenio del experto que la construyó, convertidor, seguro, de veredas en caminos asfaltados. Se atravesaban pequeños pueblos de simpáticos topónimos como Samachiche, Basigochi o Kirare. Pero Batopilas estaba al fondo de un cañón que llevaba su nombre. El autobús, en lo más alto del impresionante corte, se lanzaba lento pero firme por la carretera recién construida hacia el profundo valle. Las recientes lluvias habían provocado multitud de desprendimientos y derrumbes, algo normal pues los cortes que las máquinas modernas habían dado a la montaña aún no habían asentado y cimentado. Paciente, con sensibilidad hacia el peligro que aparecía en cada curva, el bus avanzaba lento acariciando el barranco y dejando a veces a su izquierda y otras a su derecha un precipicio de espectaculares vistas. Y miedo.


Cañón de Batopilas

Como tenía ganas de una instantánea pausada, sin el incesante movimiento del motor, pidió una parada al conductor. “Cuando entre el pasaje va algún extranjero suelo hacerla en el mirador de la virgen”, le replicó. Así lo hizo. Una gran roca en medio de la carretera, justo al lado del mirador, hizo más fácil justificar la parada ante el resto del pasaje. Fascinante el cañón que se extendía en toda su amplitud y ante sus ojos. Unas fotografías y, de nuevo, el autobús continuó con su marcha. La vegetación que rodeaba la ruta iba cambiando con la temperatura, cada vez más suave y tropical. Con el paso de los minutos de descenso, las extensiones de pinos y otra vegetación montañosa se iban transformando en plantas tropicales. Cerca de Batopilas se veían papayas, naranjos, mangos,… Y calor, mucho calor. Un microclima en la región.
El origen de tan apartada población tenía que ver con los españoles colonizadores y con la plata que encontraron en sus alrededores. Visitó una de las minas abandonada hacía años, a la que accedió unos metros, después de ascender una pronunciada montaña entre cactus candelario; tomó unas cervezas con el que hizo de guía y con otro correligionario que apareció, y se retiró a descansar. En la pequeña pero coqueta plaza había un museo que enseñaba antiguas fotografías y utensilios mineros. Nada especial pero generaba, por su sencillez, ternura. 
Al viajero le gustó la temperatura de Batopilas, su emplazamiento en la ribera del río del mismo nombre, la tranquilidad que despedía el valle y la simpatía de la gente que se encontró. 
Bonito regalo, aunque lo abandonó al día siguiente. 
Ah!, y no se veían turistas. 
Ni se les esperaba.


El malecón al lado el río, en Batopilas, estirado pueblo que se divisaba al fondo


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4 de septiembre de 2016

Por las orillas del lago Atitlán

El lago Atitlán y uno de los volcanes al fondo

Era muy temprano cuando en Panajachel decidió hacer una caminata hasta el poblado más cercano, también ribereño del lago Atitlán. El pueblo era Santa Catarina Palopó. Se agenció un palo (¡¡un palo!!), cual peregrino del camino de Santiago, y se lanzó, no sin cierto reparo y pereza, carretera adelante. Sabía que eran 4 kilómetros y ese reto era realmente fácil. Ida y vuelta serían aproximadamente 2 horas a paso tranquilo más lo que prolongara su visita al poblado. Unas preciosas vistas del lago le iban acompañando todo el trayecto y, al fondo protagonistas, los volcanes de San Pedro, Tolimán y Atitlán, en orden de menor a mayor altura. Los tres eran figuras cónicas perfectas que se alzaban al otro lado del inmenso lago. Circulaba por una carretera asfaltada y, de vez en cuando, le cruzaban coches y motos en ambos sentidos. También, como no, gente local que se dirigía andando a no sabría qué lugar. Mientras caminaba no oía apenas nada. Ni mugidos de ganado o res alguna. No había. Ni el croar de las ranas o sapos. No vió ninguno. Ni siquiera una sinfonía de grillos. Dónde estaban los grillos?. En cualquier llanura más seca y apropiada, seguro. A un lado, el lago, y al otro, una alta montaña frondosa y verde, en alguno de sus tramos -pocos- un maizal plantado donde parecía imposible. Siendo un poco exagerado, tal vez, con algún tipo de arnés. 

Mujeres en Santa Catarina Palopó

Llegó a Santa Catarina Palopó en el tiempo previsto, paseó por sus calles, se acercó al muelle que recibía las embarcaciones y observó la escasa actividad que allí reinaba o, al menos, eso apreció. Como física y mentalmente estaba 'entero' se animó a continuar hacia el siguiente pueblo, San Antonio Palopó.
¡Quién dijo miedo! Eran 4 kilómetros más.
Se convenció asimismo de que la vuelta la tenía asegurada en transporte público pues durante el trayecto había visto varios pic-up cargados de gente local, intuyendo que era su habitual medio de transporte. El libro-guía hablaba de la gran producción de cebollas en San Antonio Palopó y dos kilómetros antes el viajero insatisfecho comenzó a oler este producto hortícola. ¡Imposible!, pero ¡cómo es la capacidad de sugestión humana!. El pueblo estaba encaramado en la ladera de la montaña y llegaba hasta la misma orilla. Desde lejos pudo apreciar la gran cantidad de terrazas que acompañaban a las casas en su ascensión por la ladera. Supuso que las terrazas eran de cebollas. Así era. Alternaban su anárquica subida ladera arriba con las viviendas, aunque la mayoría de ellas estaban más bien a un lado del poblado. En ese afán de conseguir una buena fotografía paseó por sus estrechas y empinadas calles o sendas escalonadas, unas veces de cemento, otras de adoquín y, como no, otras escavadas directamente en firme de la tierra o roca, buscando esa perspectiva que le dejara una buena instantánea para el recuerdo. No lo logró.


Vista general de San Antonio Palopó
Primer plano de las terrazas de cebollas

Algún obrero trabajaba entonces en ellas pero nada especial o espectacular. Eso sí, en su recorrido de curioseo se encontró con gente muy amable que sin hablar muy bien el español (su lengua autóctona era el cakchiquel) preguntaban y hasta ofrecían una visita a sus casas, eso sí, con el escondido interés de conseguir unos quetzales (moneda guatemalteca) de propina u ofrenda.
Una última mirada quieta y pausada a los volcanes que ofrecían orgullosos su silueta al otro lado del lago, entre nubes los tres, y se montó en la pic-up que le traería de vuelta, ya un poco cansado, a Panajachel.


Mercado/plaza de San Antonio Palopó



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