28 de octubre de 2018

Parque Nacional Tayrona


 Playa en el Parque Nacional Tayrona

No estaría haciendo un ataque injustificado y sin motivo si el viajero insatisfecho dijera que al Parque Nacional Tayrona habría que desmitificarlo dentro de las oportunidades turísticas que ofrecía Colombia. Creado en 1964 aparentemente protegía 27 especies de fauna y flora únicas en la región, “al igual -decía el folleto- que 56 especies que se encuentran en peligro de extinción entre las que sobresalen el tigrillo, armadillo, venados, murciélagos, primates, aves como el cóndor, el águila blanca, […] Además de la importancia biológica del parque, sobresale por su magnitud cultural. Es un área protegida y reserva de la Biósfera declarada por la Unesco”.
Pero todo ello desde la teoría, en la práctica era difícil avistar hasta una sencilla iguana. Eso sí, tenía variedad de ecosistemas y variedad de playas; era posible hacer recorridos a caballo o andar a pie por todo el salvaje literal. Había dos claras veredas para moverse por el Parque cercanas al mar: una vereda de caminantes y otra (en algunos trayectos coincidían) de arrieros. Y en ese deambular, lo mismo podía uno encontrar un puesto a la orilla de la senda con variedad de jugos, elaborados por indígenas 'kogi', que una casa solitaria entre palmeras (Panadería Bere) cuyos dueños se dedicaban a la elaboración de un sabroso pan. Famoso era allí el pan de queso con guayaba ¡una delicia! -les dijeron, pues no lo consiguieron probar-.
¡Una pena!.
Panadería Bere, perdida entre palmeras en el Parque Nacional Tayrona

Tres días en el Parque Nacional parecían demasiados, aunque la necesidad de tener un descanso después de la agotadora aventura a la Ciudad Perdida, lo podrían justificar. El primer día, un tranquilo día de playa, en la Piscinita, y paseos por otras playas aledañas peligrosas, muy peligrosas por las continuas corrientes. La mayoría no eran aptas para nadar, aunque en algunas podía uno darse un chapuzón. Un cartel anunciador en una de ellas: “Aquí se han ahogado en los últimos años 187 bañistas, no sea usted el próximo”.
Al día siguiente, un largo paseo de vuelta desde Playa San Juan hasta Castilletes, pasando por La Aranilla (bonito baño, en una playa semicircular con grandes rocas en los extremos) y La Piscina, en la zona Arrecife, con numerosos bañistas en el agua y, otros, panzas al sol. Sin duda, gran cantidad de los encantos de este Tayrona se perdían en medio del gentío que ocupaba playas y veredas. El paseo continuó, después de un breve chapuzón, observando el atardecer y el mar, combinado con inmensas rocas y la vegetación de las orillas. El sol caía temprano en el Parque Nacional Tayrona. Una vez engullido el sol, los monos aulladores o, quizás, gruñidos de osos perezosos rompían la tranquilidad y quietud en la oscura vegetación y sembraban desasosiego en el camino por el que transitaban hasta llegar al camping de Castilletes.
Y la última jornada, visita a Pueblito, una excursión a caballo que duró casi toda esta jornada, o podría haber durado. La subida a este antiguo asentamiento tayrona hubiera sido dura si los caballos no hubieran aportado su torpe pero firme trabajo. El asentamiento en sí, después de haber conocido la Ciudad Perdida, no era impresionante. Poseía unos 250 basamentos de viviendas, similares a los ya conocidos, pero al no tener una ubicación espectacular, las panorámicas eran más anodinas.
Paseos, chapuzones, silenciosas caminatas durante tres días, y un especial recuerdo para aquella ducha de agua dulce campestre al caer la tarde (el cuerpo lo pedía después de aquellos baños en agua salada) que fue sin duda, gloria y manjar otorgados por los dioses, en esta ocasión en forma de la familia indígena que lo permitió.
Familia kogi, en Pueblito

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14 de octubre de 2018

Museo del oro / Bogotá

Poporo de oro

La ciudad de Bogotá era un caos, o quizás una palpitante capital. Tal vez, el lugar que acogía a una vibrante población, heredera de los muiscas, indígenas del altiplano colombiano. No sabe. Nunca le han gustado las ciudades y eso que siempre ha dependido de ellas en sus viajes.
Era difícil Bogotá. Era más fácil si el visitante centraba su actuación en el epicentro cultural, en La Candelaria. Y dentro de este foco, más bien al lado, un lugar destacado ocupaba el Museo del oro, ubicado allí en un moderno edificio. No sabría decir si por decisión arquitectónica o debido a diversas remodelaciones, el caso era que su fachada principal parecía reciente, un cubo de formas rectas como si fuera uno de los dados de un gigante parchís.
En su interior, haciéndose eco de la Lonely Planet, albergaba “más de 55.000 piezas de oro y otros materiales de las principales culturas precolombinas”. Había objetos de los muiscas, tesoros de los tayronas, o de los quimbayas, y también de la civilización zenú. Se supone que con la adquisición de un poporo de oro (objeto muy popular entre los indígenas tayrona), aunque aquel primerizo en cuestión era quimbaya, dio comienzo la colección.
Objetos de oro

Ante tanta exhibición de oro, y de tan variados orígenes, no era de extrañar que aquellos españoles colonizadores encendieran en su imaginación la leyenda de El Dorado. Mucho más sabiendo ahora que los muiscas eran muy dados a celebrar ceremonias y rituales en lagunas cercanas, como la de Guatavita. En estas ceremonias, los caciques o los ‘mamos’ llegaban a adentrarse en el centro de las aguas y arrojar oro y esmeraldas a las profundidades.
Con casi dos horas y media de observación de piezas, distribuidas de manera temática en tres amplios pisos, estos turistas españoles (habría más en el interior) pudieron llegar fácilmente a la conclusión de que era necesario e inevitable visitar aquel fastuoso museo. No haberlo hecho, hubiera sido una equivocación pasmosa, pues la calidad de lo que allí uno encontraba sería difícil de admirar en cualquier otro lugar.
Lo recomienda.
Todo se realizó sin prisas, con velocidad pausada. Necesario era recrearse en algunas figuras de espectacular forma y presentación, vitrinas y más vitrinas con una exhibición fulgurante de piezas. Pasear por sus galerías y salas era emprender un gran viaje al mundo precolombino. Era una muestra continua de piezas donde se podían ver los mitos, creencias, chamanismo y simbología de aquellas lejanas culturas.
El recorrido se estructuraba en torno a cuatro o cinco grandes espacios temáticos más una sala interactiva, en realidad, un espectáculo de luz y sonido que merecía la pena disfrutar.
No permitían hacer fotografías en su interior pero el viajero insatisfecho os puede asegurar que hizo algunas con el móvil, con disimulo, aunque en algún momento el vigilante le pillara en su punible acción pero, con un punto de complicidad, ‘se hiciera un poco el loco’.
Aquellos dos españoles salieron sonrientes y complacidos de aquel lugar cerrado, hermético, casi claustrofóbico pero terriblemente bello, llamado Museo del oro.
Objetos de oro



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