21 de julio de 2013

La desembocadura del río Mono

Pescador de gambas en la desembocadura del río Mono, Benín
A este mochilero leonés le cayó simpático el nombre de aquel lugar, al sur de Benín: desembocadura del río Mono. Además, tenía relación con otro no menos simpático topónimo. El lector, tal vez, no lo aprecie así pero la zona donde se ubicaba se llamaba Gran Popó.
Dos mágicos nombres por el precio de uno.
En cuanto llegó a Gran Popó, se planteó conocer la dichosa desembocadura. No tardaría mucho en ver la oportunidad de conseguir una barca, eso sí, compartida con parejas y otros solitarios mochileros.
¡El conductor o patrón hablaba español!.
Y no solamente eso, ¡le gustaba hablar español!.
El estuario del río era sin duda una preciosa excursión en sencilla piragua a motor (podría haber sido a remo), casi exploratoria de las bocas del Rey (otro topónimo mágico), lugar de gran belleza ecológica y puerta donde el río Mono se peleaba con el océano Atlántico por mezclarse con sus aguas.
Las grandes concentraciones de manglar se veían bellas y frondosas, también misteriosas, como siempre dice el viajero insatisfecho cuando transita por territorio de manglares. Todo ello facilitaba la reproducción de abundantes bancos de peces y crustáceos por lo que era frecuente ver a artesanos pescadores, en sus pequeñas piraguas unitroncales y endebles, inmersos en la pesca de langostinos y gambas, siempre cerca, muy cerca de los verdes y boscosos márgenes. Las grandes extensiones de tranquilas aguas que se formaban alrededor de aquel delta cobijaban muchas aves migratorias y, según dijeron, una gran población de hipopótamos que, dicho sea de paso, no consiguieron avistar.
El recorrido también incluyó la visita a una apartada comunidad local donde la fabricación de sal era la principal ocupación de las mujeres lugareñas. El proceso de elaboración era un original y artesanal sistema de filtración a través de tierra arenosa y posterior proceso de ebullición. En unas particulares ollas de alumnio al fuego se hervía el agua de gran concentración salina que al evaporarse por la fuerte temperatura dejaba una pasta blanca en el fondo del recipiente.
Fabricando sal en la desembocadura del río Mono, Benín
El grupo salió de allí con kilo y medio de sal cada uno, pagada y adquirida. Una manera de ayudar a aquellas afanosas mujeres.
¡Va por ellas!.
La excursión [última en Benín] por aquel territorio cálido, húmedo, rodeado de agua y vegetación terminó, cómo no, con el grupo viajero a la sombra de una soberbia palmera cocotera ‘libando’ el líquido de un coco recién cortado.
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9 de julio de 2013

Bocas del toro

Al salir del embarcadero de Almirante

Si había un sitio en Panamá que recibía visitantes con asiduidad ese lugar se llamaba
Bocas del toro, archipiélago caribeño con abundante infraestructura turística pero con posibilidades de una relajante y económica visita, asequible a cualquier maltrecho bosillo.
El mochilero leonés no acostumbra a meterse en esos embrollos pero las referencias del lugar eran bastante buenas y decidió acercarse a dar una vuelta. Este conjunto de islas se encuentra muy cerca de Costa Rica por lo que partiendo desde Panamá City era necesario atravesar todo el país. La noche es, a veces, buena compañera de viajes y el viajero insatisfecho decidió tomar un autobús en la capital que le lanzó hacia un nocturno y kilométrico recorrido.
Panamá no es África pero el 'buseto' que le transportaba, siguiendo los parámetros africanos, se averió a medio camino cuando aún no había amanecido. Otro microbús enviado desde la siguiente ciudad en la ruta les sacó de aquel atolladero.
Isla Colón, vista desde el mar

El gran centro de visitantes del archipiélago era la isla Colón, donde se podía llegar en bote desde Almirante, pequeña ciudad costera. Precísamente allí le dejó el autobús con 4 o 5 horas de retraso. Como el libro guía decía que la isla Colón era un buen punto base, donde se concentraba la ‘rumba’ nocturna -otro de los atractivos del lugar- allí se asentó el mochilero leonés. Para tranquilidad y ambiente más auténtico era mejor la isla Bastimentos pero, según pudo comprobar al día siguiente, esta isla era un santuario, demasiado santuario de la placidez. No creyó que hubiera coches, al menos no tuvo noticia de su existencia. Además, sus calles eran estrechas, cementadas eso sí, y con pocas posibilidades para vehículos de cuatro ruedas. Pequeños hotelitos a la orilla del agua y edificaciones con un aire sureño estadounidense que rezumaban reposo y bonanza, completaban un ambiente mortecino y casi aburrido.
La conexión entre islas se hacía en minúsculos taxi-botes que pasaban por los diversos embarcaderos de madera con total falta de horario y escasa puntualidad. Pero las prisas en la isla Bastimentos y en la isla Colón eran nulas. Un buen ron local en el bar aledaño al embarcadero podía ser, y de hecho lo fue en ocasiones, una buena manera de matar la espera.
Isla Bastimentos

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