Templo hindú Naga Pooshani Amman Kovil, en Nainativu
Un poco fuera de la habitual ruta
turística en Sri Lanka (aún no tiene buena prensa la estabilidad de la zona) se
encontraba Jaffna, ciudad principal y base del territorio tamil. Algunos
mensajes que recibió este mochilero antes del viaje eran que se necesitaba un
permiso especial para viajar allí, otras lecturas decían que ya no era
necesario. Con la incertidumbre de si tendría algún problema, al carecer de
todo papel especial, se montó en aquel bus en Dambulla que le llevaría
al centro de Jaffna. El viajero
insatisfecho pensaba que podría ser una ciudad sugerente y que merecería la
pena visitar aunque solo fueran dos días. Sin problemas en el trayecto, igual que en cualquier
otra parte del país, tal vez una más evidente presencia policial en la ruta
pero nada más. Ni permisos ni gaitas.
Viendo de la zona sur al llegar a
esta ciudad lo primero que se percató fue del aumento de ‘saris’ como vestimenta en las mujeres, normal por otra parte en un
área en la que prevalece la religión hindú. Por lo demás era una ciudad anodina
que carecía de encanto. Pero la idea era visitar más al noroeste las islas que
rodean la península de Jaffna, islas por cierto muy
azotadas por el tsunami de hace unos
años. Aún se veían ciertos vestigios de su paso aunque para los visitantes novatos difíciles estos de apreciar. Es más, no sabría distinguir estos daños de los
producidos por la guerra que habían librado no hacía muchos años contra los
cingaleses del sur. Pretendía visitar los templos hindúes famosos por el peregrinaje
y le devoción que el pueblo ceilanés les dedicaba.
Abordó un bus local en la
estación central a primera hora de la mañana y se lanzó a la búsqueda de
templos, como si de un extemporáneo peregrino se tratara. El bus atravesaba los
barrios periféricos de la ciudad; pasaba de isla en isla a través de carreteras
elevadas sobre un mar poco profundo, casi perecieran marismas; atravesaba campos
y campos de estilizadas palmeras, palmyras,
y paisajes que mirados con cierta atención semejaban a extensiones
fantasmagóricas. Pequeños pueblos pero, como todos los del país, con abundante presencia
de gente por todos los rincones.
Cola para subir al barco a la isla de Nainativu
Interior de la bodega del barco
El destino final era la isla
de Nainativu, donde para llegar, ahí sí, había que coger un
pequeño barco. Y los barcos daban respeto. El viaje de unos pocos kilómetros a
la isla (desde el pequeño muelle se veía a lo lejos) se realizaba en la bodega
de un pequeño buque militar -dijeron- atestado de peregrinos con caras de
cierta incertidumbre o, quizás, miedo. ¿O el miedo lo tenía este leonés al
comprobar dónde se iba a meter?. En esos
momentos recordaba las noticias de barcos hundidos por la zona con cientos y
cientos de pasajeros atrapados en su interior. Adelante valiente!. Si van ellos
¿por qué no subir?.
Se visitaban dos templos, uno
budista, discreto, y otro hindú, con sus esculturas kitsch, cuasi pretenciosas, y sorprendente colorido. Llegó en el momento
de la puja (ofrendas) y presenció un
espectáculo, más kitsch aún, lleno de
sonido y rezos en su interior. Para acceder, con respeto le pidieron se quitara
la camiseta, además de las zapatillas, y, así, luciendo sin pudor su ‘tripilla-cervecera’,
accedió.
¡Cosas de la religión hindú!.
Acceso al interior del templo hindú donde se celebraba 'la puja'
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