29 de septiembre de 2018

La Ciudad Perdida, ciudad Teyuna

La Ciudad Perdida, vista desde la parte alta

En esta ocasión, en este viaje, lanzarse a la hazaña de ir a la Ciudad Perdida no era una decisión del viajero insatisfecho. Por suerte (o desgracia) ya había conocido esta ciudad Teyuna (así era conocida por los indígenas) en 1996, después de un esfuerzo, en aquel entonces, de 5 días de lucha contra las subidas, charcos, lluvia, mosquitos, resbalones, ríos y cansancio, la selva era siempre un territorio hostil. Además, en fechas muy complicadas pues la zona estaba también ocupada por la guerrilla, con total falta de empatía hacia turistas y visitantes. La expedición de entonces estaba compuesta por dos personas: el guía y el mochilero leonés, 22 años más joven.
Por poner en situación al lector que no haya conocido nada de este enclave, sería necesario transmitir que se encontraba en medio de la Sierra Nevada colombiana, en un paraje selvático a orillas del río Buritaca. Únicamente era posible llegar mediante una larga caminata (con guía y contando con una infraestructura ya prevista de varios campamentos en la selva) aunque, teniendo suerte, unos pocos kilómetros iniciales podrían hacerse en motocicleta (de paquete), y otros pocos más adelante, en mula. La expedición a aquel territorio -en él, los pueblos descendientes de los tayronas  (kogis, arhuacos, wiwas y kankuamos) tenían mucho que decir- se alargaba cuatro o cinco jornadas. Duras jornadas estas, donde el descanso se realizaba en los campamentos, normalmente después de todo un largo día de caminata por sendas, estrechas veredas o trochas selváticas.
Parte del campamento 1 (1ª noche)

Las caminatas tenían todas las autorizaciones de esos pueblos tayronas que dominaban la selva, sus antiguos emplazamientos y las montañas como propiedades de sus dioses y en las que sus ‘mamos’  (una persona, un guía, un orientador de la ley de origen y representante del principio del conocimiento) ejercían un férreo control.
Ahora, esta pareja de amigos se encontraba en Santa Marta que venía a ser como el lugar ideal para organizar una excursión allí, a través de las 3 o 4 agencias que cumplen esa misión. Pero a primera hora de la mañana de la víspera aún nada estaba decidido. Ese extremo, la decisión, era más que eso, era determinación a la hora de elegir algo que hacía ilusión pero que de entrada se sabía duro en extremo. Una vez tomada ésta con osadía, ya a media mañana, comenzaba el agobio del preparatorio de mochilas y enseres para pasar 4 o 5 días en plena montaña selvática tayrona, mientras el resto del equipaje quedaría a buen recaudo. A la postre, serían cuatro. Poco equipaje, estaban advertidos, pues las jornadas eran de gran dificultad y el peso de la mochila jugaba en contra del senderista principiante. Dos 4x4 trasladarían al grupo, a la mañana siguiente, hasta la población de Mamey (o Machete) donde, ahí sí, comenzaría la aventura. Una vez ingerido el almuerzo, el guía (Saúl) dio la orden de marcha. Las primeras dos horas y media de ascensión permanente, de complicada pendiente y estable inclinación, ponían ya a prueba al grupo de atrevidos. El mochilero recordaba esta elevación 22 años antes, y hablaba con el guía de su dureza. Este se reía sin pronunciar palabra. Después de cuatro horas y media de agotadora marcha, llegaban al campamento 1. Nada que ver con el campamento donde pasó aquella lejana primera noche, excepto la ubicación y su dueño Adán. Entonces, era una casa de madera con un cobertizo adosado con varias hamacas para el descanso; ahora, eran siete u ocho cobertizos/barracones construidos entre la frondosa vegetación a lo largo de la orilla del pequeño río, afluente del Buritaca, la mayoría de ellos con sencillas literas provistas de mosquiteros para pasar la noche y unas mesas corridas delante para la cena y desayuno. Baños, retretes y duchas completaban los servicios básicos existentes. Y otra gran diferencia con lo que retenía en el recuerdo: allí pasó la primera noche en compañía del guía y del matrimonio propietario. Ahora, y en la misma noche, dormirían alrededor de 170 agotados turistas.
El turismo invasor.
Con el siseo de los mosquitos que rondaban los cuerpos embadurnados de ‘Relec’; con la noche nublada apunto de llover; con los olores puros de la selva, del bosque mixto lleno de líquenes, arrayanes, lianas, sietecueros y otro tipo de arboleda con sus helechos, bromelias y orquídeas; con el gorjeo de la multitud de aves cercanas, y -en la imaginación- con el rugido de alguno de los felinos más codiciados de la sierra (jaguares, ocelotes o tigrillos), se rindieron al profundo sueño selvático.
No va a detallar todas las peripecias del trayecto ni todos los pormenores del avistamiento, al tercer día de marcha, de los más de 1.200 escalones que ascendían a la Ciudad Perdida, partiendo del río Buritaca. Su ascenso era como la última prueba de fuego que ponía la expedición a todos los visitantes. Su subida era dura. Muy dura. No obstante, si no hubiera sido por estas escaleras ribereñas, quizás los exploradores nunca hubieran descubierto, en la década de 1970, esta ciudad precolombina, este mal llamado ‘machu-picchu’ colombiano. Si querría dejar constancia también de la inconveniencia de la lluvia a la hora de caminar; del suelo resbaladizo por el agua caída; de los numerosos arroyuelos empedrados que era necesario cruzar y, luego, estaba el río Buritaca, vadeado en cuatro ocasiones.
Poblado kogi, a orillas de la senda

La Ciudad Perdida se perdió en la época de la conquista. Diversos sucesos relacionados con nuevas enfermedades, y otros, llevaron a ello. Ahora, sus ruinas ya ubicadas, eran una maravilla. Conocida por su nombre indígena, Teyuna, fue construida por los tayronas en las laderas septentrionales de la Sierra Nevada de Santa Marta. Actualmente constituía una de las ciudades precolombinas más grandes descubiertas en América.  Se erigió, según señala la Lonely Planet, “entre los siglos XI y XIV, aunque sus orígenes se remontan más atrás, quizá al siglo VII […] Es la ciudad tayrona más grande descubierta hasta hoy y fue probablemente su mayor núcleo urbano y su principal centro político y económico. Se cree que vivieron entre 2000 y 4000 personas”.
Vadeando el río Buritaca

Nada había cambiado de cómo la recordaba, tal vez alguna terraza más descubierta, pero pocas, aunque faltaban, eso sí, muchas por descubrir. Por descontado evocaba su impresionante ubicación, en una ladera montañosa que precisamente necesitaba, para situar sus edificios, las firmes y bien asentadas terrazas construidas con rocas, vestigio que permanecía de aquel populoso asentamiento tayrona. El lugar comprendía un complejo sistema de caminos empedrados, escaleras y muros intercomunicados por una serie de terrazas y plataformas sobre las cuales se construyeron los centros ceremoniales, casas y sitios de almacenamiento de víveres.
Escaleras tayronas, de subida a la Ciudad Perdida

En 1996, en aquellas ruinas tayronas se encontraban unas 8 personas, incluidos los cuatro soldados que observaban de lejos a los tres turistas o viajeros. Ahora, en aquella mañana de primeros de agosto, vagaban por aquellas piedras unas 200 personas, casi el límite de lo permitido por las autoridades colombianas.
El turismo invasor.
Terrazas de la Ciudad Perdida

Aun sin el cuerpo recuperado del esfuerzo, al situarse en la parte alta de las terrazas, la satisfacción parecía vislumbrarse en los casi 200 rostros que por allí pululaban como perdidos en el paraíso o, quizá, en el abismo.
El regreso, por los mismos senderos y trochas, no fue menos dificultoso. Al haber inevitablemente más zonas con descensos que en el camino de ida, se podía hacer algo más rápido, pero no menos agotador.
La llegada al punto de partida, a Mamey (o Machete), fue como una liberación. Todos con todos. Todos entre todos. Risas y más risas.
Misión cumplida.

Terrazas de la Ciudad Perdida



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15 de septiembre de 2018

Cartagena de Indias, con algunos detalles

Edificio del Ayuntamiento, en la plaza de la Aduana

Antes de nada y como primera reflexión, la elección del hotel, a través de Booking, no fue lo más acertada. Y aunque pareciera una cuestión menor que en nada debería afectar, esa alternativa disminuiría a la larga la capacidad explosiva emocional al penetrar en un lugar tan en boca de todos, tan repetido, tan cacareado y tan sobre elevado a las alturas como era Cartagena de Indias.
¿Será para tanto?
El viajero insatisfecho ya conocía este enclave colonial pero habían pasado los años, muchos, y la percepción de haber estado un día allí iba empobreciéndose según pasaban ante él -apacibles y tranquilos- los edificios, palacios, las plazoletas, iglesias y catedrales.
Al hotel, en la zona de Getsemaní al lado del centro histórico, le faltaba ese glamur necesario para pasar dos o tres días en aquella soñada ciudad criolla. Una vez aposentados, no sin antes consultar a los dioses del averno sobre si era propicio y oportuno quedarse o abandonar el hotel, Cartagena, la vieja Cartagena de Indias se ofreció populosa y mimosa a los recién llegados. Un día fue centro y vida del escritor Nobel García Márquez. Allí escribió, ejerció el periodismo desde sus inicios –‘el mejor oficio del mundo’, le gustaba decir- y concibió su última morada. Como dijo quien bien le conocía “siendo de Aracataca, viajando tanto a Bogotá y queriendo mucho a Barranquilla, la ciudad que escogió como su residencia fue Cartagena”. Esta vieja urbe, ya sin su ilustre vecino, se ofrecía ahora como un refugio pleno de turistas.
La puerta del Reloj se convertiría a partir de entonces en observador del trasiego ‘turistón’ y viajero de aquella pareja inconformista de españoles. Aquella puerta, por la cercanía al ‘nada glamuroso’ hotel elegido, era de obligado paso para internarse en su parte vieja.
Si bien perderse por el centro histórico era un imprescindible, una manera eficaz de acercar el contenido monumental de la ciudad al foráneo era contratar un guía turístico que abriera sin disimulo las ventanas al conocimiento. No podría negar que hubo lo uno y lo otro. Y en Cartagena de Indias, como en otras muchas ciudades del mundo, tenían este servicio de guía gratuito. No era necesario nada más que apuntarse a través de una web. Sencillo.
La ciudad tenía muchos sitios turísticos como la puerta del Reloj, la Plaza de la Aduana, el Convento e iglesia de San Pedro Claver (“el apóstol de los negros”), la catedral Santa Catalina o el Palacio de la Inquisición. Muchos patios interiores que visitar; muchas fachadas coloniales que admirar; muchos balcones, recios balcones cargados de flores para fotografiar. Balcones originales, pocos; balcones restaurados y recuperados, casi todos. El más grande, largo, señorial y casi sin retoques el del Museo Naval del Caribe, con vistas al mar.
Un repaso por todo el recorrido la ciudad, explicando detalles, siglos, anécdotas y chascarrillos parecería aburrido e innecesario para esta entrada bloggera. Mejor, este mochilero va a destacar cosas significativas, coloniales o no, monumentales o no, de esta ciudad que para descifrar necesitaría casi guía asistido:

Los balcones y sus flores
Eran la imagen de la ciudad. Colonial. Criolla. Su vetusta construcción y sobresalientes del edificio, componían la imagen estrella de Cartagena. Sin duda, serán una de las fotografías que nunca un viajero olvidará.
Balcones y más balcones

Las palenqueras
Las famosas palenqueras, en principio originarias de San Basilio de Palenque, eran mujeres convertidas ya en uno de los símbolos más representativos de la ciudad. Nadie escapaba a la sorpresa cuando encontraba a esas mujeres ataviadas con vestidos de colores, a veces los vistosos colores de la bandera colombiana, siempre transportando una palangana repleta de productos en la cabeza, normalmente fruta.
(Preferían que las fotografías fueras precedidas de una gratificación. ¡Pillinas, pillinas!).
Palenqueras paseando por la calle

Los interesantes baluartes de la muralla
No todos los que podría tener la muralla pero sí al menos dos: baluarte de San Francisco Javier y baluarte de Santo Domingo. 
En ambos, se situaban un bar restaurante, uno de ellos de ambiente más joven, Café del Mar, donde servían frías cervezas ‘Águila Colombia’.¡Buenísimas! y necesarias, muy necesarias, créanle. Un lugar ideal para deleitarse con una puesta de sol, escuchar música en directo o mantener una acalorada discusión, en directo también.
Café de Mar / Baluarte de Santo Domingo
Cervezas 'Águila Colombia' [la foto esta tomada en Bocagrande]

Las Bóvedas
23 mazmorras construidas alrededor del año 1795 e incrustadas en la propia muralla, donde su grosor alcazaba unos 15 metros. Construidas con fines militares, en el momento de la independencia sirvieron de cárcel, depósito de armas y cuarteles para los militares españoles.
Ahora funcionaban, después de una restauración, como tiendas de artesanías, antigüedades y galerías por lo cual era uno de los lugares más visitados. Nada de espectacular belleza pero sí lugar de cierto desasosiego.
Como añadido, algunas de las calles del barrio de San Diego donde se encontraban las Bóvedas eran, a juicio de este mochilero, las más bellas calles, sin balcones, de la ciudad.
Las Bóvedas
Tiendas de recuerdos, en las Bóvedas

Un paseo por la muralla
Era uno de los muchos placeres que otorgaba esta ciudad, al turista y al local, al joven y a las familias. La prolongada brisa marina en la noche, directa al rostro, y las luces de la ciudad cercanas arropando el paseo, añadían ese punto más de bienestar y goce.
Muralla

Vallenato
Llegaba a convertirse en obsesión. Los colombianos debían de tener algún convenio no firmado con ese ritmo pues se escuchaba por todo el país. O eso, o eran forofos del grupo ‘Los embajadores vallenatos’ que pusieron de moda hace años este ritmo. El vallenato es una composición musical, mezcla de merengue, son y otros ritmos de procedencia negra, blanca e indígena. Para más opulencia, hacía pocos años había sido incluido por la Unesco en la lista del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. En honor a la verdad, no fue en Cartagena donde más dieron la turra con este ritmo.
Bailando en la calle [aunque no era un vallenato]

Skyline de Bocagrande, en contraste con las antiguas murallas
Bocagrande era esa manga playera a unos minutos de Cartagena. Se vislumbraba a lo lejos. Cuando el sol se dejaba caer sobre la bahía, se construía una imagen casi del reino de Narnia: en primer plano la muralla iluminada con sus primeras luces y al fondo los altos edificios de apartamentos y hoteles. Operaba como un relajante pero, quizás, por estar literalmente lejos.
Al fondo, el skyline de Bocagrande, desde el Café del Mar

La india Catalina
Ante la escultura en honor a San Pedro Claver, el Patrón cartagenero, donde se le representaba caminando de la mano de un esclavo negro, cosa que él solía hacer, la guía colombiana del recorrido, por algún motivo no recordado, explicaba el fuerte significado tradicional de una mujer negra, la india Catalina, personaje clave para el inicio del mestizaje en aquellos territorios, al propiciar el asentamiento español de las huestes de Pedro de Heredia en el 1533, fundador de la ciudad, después de varios intentos fallidos. La india Catalina era, además, tan conocedora del idioma castellano como de los dialectos indígenas y, cambiando de temática, también concubina de Pedro de Heredia, a quien a la postre traicionó.
Estatua de San Pedro Claver, paseando con un negro

[En otra entrada, tratará la visita al Castillo de San Felipe de Barajas, algo alejado del centro histórico].

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