Una vez en el centro, y ubicado ya en el hotel —una casa con siglos de historia— dedicó la mañana a sus habituales recorridos exploratorios. La herencia colonial era más que evidente, tanto en la plaza principal, con su imprescindible catedral metropolitana, como el resto de las calles aledañas. La historia de Potosí es de sobra conocida, sobre todo el periodo español de explotación de la plata en el famoso Cerro Rico, lo que originó, a posteriori y durante años, un cúmulo de críticas por parte de los locales hacia las autoridades españolas de entonces.
Una visita obligada —y verdadera
joya de la ciudad— era la Casa Real de la Moneda (entró al día siguiente), la
edificación civil colonial más destacada y protagonista de una intensa historia
a lo largo de los siglos. Nació en 1572 para organizar y trabajar la
sorprendente producción de plata de Cerro Rico por orden del virrey del Perú,
Francisco Álvarez de Toledo. La que se visitaba hoy, era una segunda
construcción barroca de 1759, con sus cinco patios. A la entrada del primero de éstos, una gran
máscara presidía el frontal. Su simbología era desconocida,
aunque se decía que representaba al dios Baco. El guía, que luego explicaría el
recorrido, vería además en el gesto de la máscara —algo mucho más difícil de
apreciar— dos partes diferenciadas: un lado, representaba el gesto triste de
los locales explotados en las minas, y el otro, el gesto sonriente de los
españoles que se llevaban la plata. Otra explicación más era que la máscara
ocupaba el espacio del escudo real español, y habría sido colocada para la mofa
popular tras la guerra de la Independencia. Dentro, se podían ver muchas de las monedas acuñadas y las máquinas de elaboración de las monedas, en particular, el "Real de a 8". ¡Toda una joya histórica!
Más lugares de visita en la preciosa urbe: la Catedral basílica; la torre de la Compañía (de Jesús); el convento de Santa Teresa, convertido en Museo sacro y de vida de claustro; el pasaje subterráneo “callejón de la pulmonía”, o la calle Guijarro y otras de la zona central con gran cantidad de casas, palacetes coloniales e iglesias.
Restaba otra actividad
estrella: No era fácil tomar la decisión de internarse en una de las minas
horadadas en las laderas de Cerro Rico, aunque había que hacerlo. Su explotación,
desde hacía cinco siglos, estaba causando hundimientos en la cima lo que, a su
vez, amenazaba la vida de miles de mineros bolivianos, pero también de los
turistas que, como un goteo constante, y diario, visitaban las minas/cooperativas
para enterarse de su funcionamiento, gastar adrenalina internándose en ellas, o
conocer al ‘Tío’ —una imagen hecha de barro al que los mineros consideraban
dueño y señor de las vetas de plata y del subsuelo—. Los obreros, entre el
miedo y la resignación, defendían su necesidad de trabajar a sabiendas del
peligro. Parece ser que, al año, al menos dos decenas de mineros morían por
derrumbes e intoxicaciones, pero eso no desanimaba al resto de los obreros.
Allí seguían trabajando (todos los días unos 20.000 mineros, en varios turnos,
aunque la cifra fluctuaba dependiendo de épocas) y abriendo galerías que habían
convertido el cerro en un peligroso queso gruyère.
Una vez dentro, la actividad
era palpable. Las vagonetas entraban (vacías) y salían (cargadas de ese
material que era una mezcla de plata, zinc, plomo y estaño) con rápida frecuencia.
Los curiosos que asistían expectantes a los trabajos tenían que arrimarse cada
poco a los laterales de la galería para dejar pasar estas vagonetas, tanto
cargadas como vacías.
Cuando este grupo (5 personas) llegaba a cierta profundidad se produjo el encuentro con el ‘Tío’, en un pequeño túnel lateral que finalizaba con su figura. Llamaba la atención, a primera vista, el colorido del pequeño dios de las profundidades, pero, sobre todo, lo que le envolvía y rodeaba: cigarros apagados, hojas de coca, botellas del alcohol casi puro (ofrendas de los mineros, solicitando su intervención y ayuda), y tiras de serpentina colgadas de los cuernos y de su falo erecto. Porque tenía, sí, un gran falo que exhibía con orgullo a trabajadores y huéspedes. El guía que acompañaba a este grupo de visitantes, hizo su particular ofrenda que era un poco más de lo mismo que allí ya existía, en cuanto a los artículos ofrecidos. Le puso en la boca un grueso cigarro encendido, elaborado de manera rústica (en algunos lugares, llamado mapacho), le ofrendó las hojas de coca, le roció con unas gotas de alcohol puro —luego dejó allí la botellita— y recitó en alto unas frases petitorias, solicitando su ayuda para aquel singular recorrido minero.
Todo un espectáculo, hasta
cierto punto, incomprensible y grotesco.
Por lo demás, el viajero insatisfecho que iba bien pertrechado de traje y casco con linterna (equipo obligado para su ingreso en la mina), se olvidó de una mascarilla que hubiera sido muy útil para el aire que allí se respiraba: denso y con muchas partículas de polvo, que hacía difícil, en ciertos lugares, respirar. Y olía.