27 de abril de 2019

El territorio batanga / Camerún

Playa de Gran Batanga

Más abajo de Kribi, al sur de Camerún, se encontraba la población de Gran Batanga, camino de la frontera con Guinea Ecuatorial, habitada como su nombre indígena por la etnia batanga. No pregunte el lector o el curioso de estos escritos por qué al viajero insatisfecho le llamaba la atención este nombre y, por ende, sus gentes que quería conocer. No quedaban muchos batanga que vivieran de manera tradicional. Vivían de la pesca artesanal (uno de los personajes que conoció en Kribi, Marcelo -su nombre- le aseguró que si le acompañaba podría comer las mejores ostras del mundo pescadas por un batanga como él), la agricultura y el turismo. Quedó extasiado por el ambiente relajado de sus playas, y diría más con su experiencia, por el silencio absoluto de ellas, al menos aquel día.
Cada año, durante los meses de febrero y mayo, los batanga organizaban danzas rituales en estas playas donde rememoraban la resistencia contra los alemanes que les forzaron a participar en la primera guerra mundial. Algo de esto le hubiera gustado encontrar. Recordemos que, si bien breve, los alemanes dominaron aquellas tierras durante unos años. Los batanga tenían un gran rey que mandaba sobre todos, pero no detentaba todo el poder sobre él, porque dependía de los pequeños reyes de los poblados; éstos, a su vez, dependían de los cabezas de cada clan, y éstos últimos, también a su vez, necesitaban de los de cada familia. Este modelo de gobernabilidad tribal otorgaba orden y equilibrio en la población batanga. Los distintos reyes y cabezas de clanes y familias, eran los guías y referentes de esa sociedad. Se los admiraba y respectaba, y ellos hacían lo mismo con el pueblo. Esta estructura se conservó tanto en la época colonial alemana como la francesa así como en el primer gobierno después de la independencia.
Aunque el mochilero leonés percibió, en las horas que estuvo por la zona -no fueron muchas- que el pueblo había asimilado la cultura occidental (?), parecía ser que las asociaciones tradicionales, conocidas como betuta, seguían vivas en aquella sociedad. Las betuta, que solían reunirse todos los sábados, representaban uno de los refugios culturales y de identidad de este pueblo que sufrió los efectos de una pronta cristianización.
El amigo batanga mostrando su iglesia

Paseó por la playa ¡qué silencio, tranquilidad y reposo!. Estaba solitaria. Solo el batir del agua con la arena dejaba un serpenteante y leve fragor. Conversó con un veterano batanga del lugar que se ofreció, con simpatía y humor, a explicarle algo de la religión presbiteriana y de la iglesia que se encontraba allí, al lado, una de las más antiguas de Camerún. ¡Famoso debía ser el obispo que la regentaba!.
Cartel delante de la iglesia presbiteriana de Gran Batanga

Estaba orgulloso de su tierra, de su cultura, de la etnia a la que pertenecía que se extendía hasta Campo, ciudad fronteriza con Guinea Ecuatorial. Callejeó y observó que las edificaciones se presentaban en parte modernas, rodeadas de vegetación, casas bajas, muchas de madera, integradas en pequeñas fincas de árboles y vegetación. No constituía un bello paisaje pero si desprendía autonomía y serenidad.
Y, sí, la región podía resultar un sitio africano, tranquilo, sin aspavientos para vivir o, quizás, para una prolongada estancia de relax.
Aquella brisa marina, casi salvaje, sin los monstruosos edificios playeros, no podía ser mala de respirar.
Dicho queda.

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9 de abril de 2019

Subida por las aguas del río Lobé / Camerún

Desembocadura y cataratas del río Lobé

Parecía Kribi, área playera más popular y turística de Camerún, ‘la zona del cuento de la Cenicienta’ o algo similar. No era muy playero este mochilero (ni lo es) y, por tanto, para acercarle a la playa era necesario hacer un delicado acto de persuasión. Durante el viaje hablaba con gentes variopintas, sin duda, y todas ellas parecían mandarle a Kribi. Sin ser eso verdad era como una especie de seducción inducida de la que parecía no poder escapar, analizaba el viajero insatisfecho en sus cábalas nocturnas. Al final, decidió que sería uno de los lugares a visitar ¿cómo iba a irse del país sin haber conocido Kribi? No fue el destino final de su viaje, como en algún momento pensó, pero si pasó dos días por la zona tratando de conocer, vivir, palpar su realidad que no era muy diferente a cualquier otra zona del país. Eso sí, el mar y las playas estaban allí para disfrute del turista embelesado y tranquilo. 
Inexistente, entonces.
Nada más llegar a la población, cumplidos los trámites de búsqueda de alojamiento, salió a dar la vuelta de rigor y, como “todos los caminos llevan a Roma”, en la playa apareció como alma en pena dispuesto a pasar las pocas horas de luz paseando por la arena. Allí mismo descubrió aquel barco fantasma, abandonado al oleaje, al óxido y a la descomposición. Daba pena observar aquel pecio, allí varado y mantenido en aquel estado de abandono, quizás burocrático de la Administración camerunesa. Y pensó ¡qué fácil sería destruir el mundo!

Barco en la playa de Kribi
De regreso a la casa donde se hospedaba, organizó la protección de su descanso nocturno, colocó con esmero la red antimosquitos alrededor de la cama, se internó en su interior asegurándose de no dejar hueco de acceso para los malvados/malditos zancudos, y durmió placenteramente.
La mañana siguiente la dedicaría a recorrer los puntos más interesantes del lugar. Entre otros, visitó la desembocadura del rio Lobé que vuelca sus aguas al mar, y muere, formando un sinfín de pequeñas, y no tan pequeñas, cataratas. No eran, en esencia, espectaculares, pero sí un accidente natural muy peculiar en los ríos del mundo conocido.
Como su intención era ascender un trecho el río Lobé, poco por encima de la desembocadura, unos metros antes de formarse las cataratas, alquiló una piragua después de mucho regatear itinerario y precio. Pretendía ascender por el cauce sin prisas, de una manera silenciosa, sin el ruido constante de un motor. Quería hacerlo a remo, y sabía que se podía. Allí comenzó aquella mañana de relajación, calma y sosiego. Ya sabía que remontar el río, enmarcado por la espesa jungla ecuatorial, parecería una escena sacada de algún pasaje de “El corazón de las tinieblas”, la novela de Joseph Conrad, ambientada en el África Ecuatorial. En aquel preciso momento, era donde se encontraba.
Piragua en el río Lobé
El piraguero no hablaba mucho y se dedicaba con desvelo a su trabajo: a remar con calma. Se dejó llevar por la naturaleza que rodeaba al río y a la piragua. Árboles de todo tipo y vegetación de toda calaña pasaban lentamente delante de los ojos de este viajero. En las orillas había montones de redes trampa, entonces en desuso, para la captura de peces y crustáceos marinos. En una de ellas, apilada junto a otras muchas, un pequeño varano, incauto él, había caído en la trampa y se removía con nerviosismo al verse observado. Tal vez, no se había encomendado a la Mami-Wata y por eso quedó atrapado. La mayoría de los pueblos que vivían a lo largo de la costa del golfo de Guinea creían en la presencia de divinidades acuáticas. Hoy en día, a pesar de la difusión de cristianismo, la creencia en la Mami-Wata, un ser femenino parecido a una sirena de los mares, seguía viva entre las gentes del litoral.
Después de una larga media hora de remo, el conductor de la piragua le ofreció visitar un poblado pigmeo que habitaba cercano a la orilla. Ya había visitado varios poblados de esta etnia a lo ancho del país, por lo que desestimar la oferta era del todo comprensible. Y mucho más después de que el propio piraguero le asegurara que las gentes de este primer poblado, acostumbrado ya al turismo, eran insaciables pedigüeños de dinero. ¡No, gracias! Un segundo poblado, más lejano, parecía ser más consecuente, menos cansino y, aunque sabía que no iba a llegar a él, agradeció que así fuera. No todo tenía que ser resuelto con dinero (o sí).
El avance por el río Lobé fue un total éxito para las pretensiones de este mochilero: disfrutó de la naturaleza, se deslizó por sus aguas en silencio, oyó el canto de algún extraño pájaro y observó al martín pescador, con su largo pico, lanzarse con éxito a la captura de algún cándido pececillo.
Allí, nada que organizar, nada que decidir, nada que solventar, cosas éstas que realizaba como una máquina todos los días para mantenerse en pie.
En ruta.

Vista de la playa de Kribi, desde la terraza de uno de los hoteles


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