Playa de Gran Batanga
Más abajo de Kribi, al sur de Camerún, se encontraba la población de Gran Batanga, camino de la frontera con Guinea Ecuatorial, habitada como su nombre indígena por la etnia batanga. No pregunte el lector o el curioso de estos escritos por qué al viajero insatisfecho le llamaba la atención este nombre y, por ende, sus gentes que quería conocer. No quedaban muchos batanga que vivieran de manera tradicional. Vivían de la pesca artesanal (uno de los personajes que conoció en Kribi, Marcelo -su nombre- le aseguró que si le acompañaba podría comer las mejores ostras del mundo pescadas por un batanga como él), la agricultura y el turismo. Quedó extasiado por el ambiente relajado de sus playas, y diría más con su experiencia, por el silencio absoluto de ellas, al menos aquel día.
Cada año, durante los meses de febrero y mayo, los batanga organizaban danzas rituales en
estas playas donde rememoraban la resistencia contra los alemanes que les
forzaron a participar en la primera guerra mundial. Algo de esto le hubiera
gustado encontrar. Recordemos que, si bien breve, los alemanes dominaron
aquellas tierras durante unos años. Los batanga
tenían un gran rey que mandaba sobre todos, pero no detentaba todo el poder
sobre él, porque dependía de los pequeños reyes de los poblados; éstos, a su
vez, dependían de los cabezas de cada clan, y éstos últimos, también a su vez,
necesitaban de los de cada familia. Este modelo de gobernabilidad tribal
otorgaba orden y equilibrio en la población batanga.
Los distintos reyes y cabezas de clanes y familias, eran los guías y referentes
de esa sociedad. Se los admiraba y respectaba, y ellos hacían lo mismo con el
pueblo. Esta estructura se conservó tanto en la época colonial alemana como la
francesa así como en el primer gobierno después de la independencia.
Aunque el mochilero leonés percibió, en las horas que estuvo por la
zona -no fueron muchas- que el pueblo había asimilado la cultura occidental
(?), parecía ser que las asociaciones tradicionales, conocidas como betuta, seguían vivas en aquella
sociedad. Las betuta, que solían
reunirse todos los sábados, representaban uno de los refugios culturales y de
identidad de este pueblo que sufrió los efectos de una pronta cristianización.
El amigo batanga mostrando su iglesia
Paseó por la playa ¡qué silencio, tranquilidad y reposo!. Estaba
solitaria. Solo el batir del agua con la arena dejaba un serpenteante y leve
fragor. Conversó con un veterano batanga
del lugar que se ofreció, con simpatía y humor, a explicarle algo de la
religión presbiteriana y de la iglesia que se encontraba allí, al lado, una de
las más antiguas de Camerún. ¡Famoso debía ser el obispo que la regentaba!.
Cartel delante de la iglesia presbiteriana de Gran Batanga
Estaba orgulloso de su tierra, de su cultura, de la etnia a la que
pertenecía que se extendía hasta Campo, ciudad fronteriza con Guinea
Ecuatorial. Callejeó y observó que las edificaciones se presentaban en parte
modernas, rodeadas de vegetación, casas bajas,
muchas de madera, integradas en pequeñas fincas
de árboles y vegetación. No constituía un bello paisaje pero si desprendía
autonomía y serenidad.
Y, sí, la región podía resultar un sitio africano, tranquilo, sin
aspavientos para vivir o, quizás, para una prolongada estancia de relax.
Aquella brisa marina, casi salvaje, sin los monstruosos edificios
playeros, no podía ser mala de respirar.
Dicho queda.
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