Embelesado y sentado en aquella balaustrada, dando la espalda a un inmenso baobab y mirando a lo lejos el inmenso océano, invadido como se veía por unos entrantes de tierra, estaba insanamente feliz. Se había entretenido hacía un rato con un buen plato de mariscos, refritos y especiados en exceso, pero con sabroso paladar, y aquella cerveza fría ¡ay! Ahora estaba dejando al estómago trabajar, segregar jugos para hacer una buena asimilación, y su mente dando vueltas allá por la ionosfera de la razón.
Había llegado hacía dos días a Mahajanga, en un largo camino ya conocido, desde Nosy Be. Un experto y avispado guía le había sugerido este puerto para hacer la travesía entre Madagascar y Mozambique que quería hacer. Dijo, incluso, conocer servicios especiales desde esta ciudad hacia las islas Comores, y más allá. Lo pensó unas horas, desde la tranquilidad.
Tranquilidad
para tratar de descubrir el rumbo personal. Su rumbo.
El
caso es que decidió desandar lo andado y volver a Mahajanga. No tenía prisas, y
sí ganas de hacer algo que llenara su espacio mental.
El
lugar y el baobab tenían encanto. Ya
lo había visitado al subir, y pensó que sería un buen punto de reunión con
personajes de la mar. Resultaría más fácil entrar en contacto con la gente,
pensó. Evitar el calor era también una buena razón para cobijarse bajo el árbol
milenario, especialmente cuando aprieta a estas horas de la siesta. El paseo no
resultó tan agradable como esperaba, hacía un viento racheado que levantaba una
polvareda grisácea en remolinos espaciados a lo largo del camino. Eso sí, aquel
marisco refrito desapareció totalmente de su buche y no dio ninguna amargura
digestiva. No se veía un alma hasta donde alcanzaba la vista, a pesar de que
varias casas aledañas mantenían la posibilidad abierta de que algún espíritu móvil
apareciera, pero sus habitantes -imaginó- sestearían o simplemente se protegían
del calor y polvo.
Le
llevó más de una hora alcanzar su objetivo, pero mereció la pena. Allí estaba
el majestuoso árbol, impasible a la ventolera y dignificando todo lo que había
a su alrededor, por muy humilde que fuera. Sus dimensiones eran ostentosas,
solo el tronco ocupaba un círculo de unos 10 metros de diámetro. Enmarcándolo,
a modo de faja, la balaustrada de obra donde estaba sentado, y la parte baja de
su tronco, pintada de blanco, no sabe si con el fin de protegerle de parásitos
u hormigas.
El
lugar que ocupaba no era muy apropiado pues el baobab era el centro de una rotonda que los coches y motos bordeaban,
a veces, con un tino desquiciado de conductores de rallys. Un rickshaw se
paró y le incitó a la vuelta turística de rigor, algo que desestimó con
controlada educación y varios dala-dala
gritaron, cuando estaban frente a él, su destino. Como aquella zona, por la
hora, no era precisamente un jolgorio, extrajo de su pequeña mochila azul la
libreta de notas y se puso a escribir de manera desordenada pequeñas puntillas
y anotaciones breves del día. Ya lo ordenaría más tarde.
Cuando
levantó la cabeza tenía a dos blancos delante. Le miraron e hicieron un gesto
de saludo. Sorprendente esta actuación en África cuando dos blancos se cruzan
en la calle o se encuentran en un local, siempre surge de manera improvisada un
gesto de saludo. ¿Por qué esa distinción? Eran españoles, con marcado acento
vasco. Casual, sorpresivo y raro fue aquel encuentro. Vascos, de Bilbao y
Bermeo, pertenecían a la tripulación del “Rosyth”
que, según Jon, el bermeano, era como un camión de reparto.
-
Traemos y llevamos carga de un lado para otro, desde Ciudad del Cabo hasta
Mombasa. De aquí vamos a Beira, Mozambique, dijo. Si tienes alguna intención de un abordaje,
pídenos permiso primero, añadió según transcurría la conversación, en tono de
broma, después de que les comentara sus intenciones.
-
No. Nosotros no llevamos pasaje, remarcó el otro que llevaba un llamativo Fred
Perry rosa. Pero yo que tú me informaría antes en la oficina del consignatario.
Le
apuntaron datos, direcciones portuarias, e incluso de manera enigmática,
insinuaron ciertas posibilidades. ¡Vaya! No sé por qué me parece que las cosas
se están arreglando, pensó de manera optimista. Hablaron largo rato del
Gobierno, del SIDA, de los atentados de ETA y de fútbol. Y sí, les vió menos
inclinados a prolongadas charlas políticas que partidarios de visitas al campo
del San Mamés.
¡Aupa,
Athletic!
[Continuará].
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