21 de marzo de 2019

Las cataratas de Ekom Nkam / Camerún


Los días en Camerún iban pasando como estampidas. Todo era levantarse del catre; un apacible desayuno aunque sin dar tregua al tiempo; programar el siguiente destino si no estuviera ya previsto de la noche anterior, y moverse. No debía el mochilero entretenerse. Su estancia en el país tenía mucho que ver con tratar de conocer lo mejor posible todos sus entresijos y los lugares de cierto interés. Banales, también.
Al tratar de llegar a ciudad de Nkongsamba pretendía visitar las cataratas Ekom-Nkam, y el trayecto desde Doula, donde acababa de llegar, le iba a llevar toda la tarde. Menos mal que el minibús abandonaba esta ciudad al mediodía lo que facilitaría arribar a Nkongsamba a una hora bastante prudencial, avanzada la tarde pero sin haber oscurecido. Era realmente incómodo pisar una localidad por primera vez y hacerlo cuando ‘todos los gatos son pardos’.
Un sorprendente trayecto hasta el destino. El ‘buseto’ atravesaba pequeñas y ruidosas localidades como Mbanga, Njombé, Penja o Loum, todas ellas fortalecidas por su gran riqueza en cultivos de todo tipo, de lo más variado. Las plantaciones cafeteras que rodeaban la ciudad de destino, se veían cuasi-superadas por las plantaciones bananeras de Mbanga donde se iniciaba una ruta de grandes cultivos generados en una fértil tierra volcánica, al abrigo de una temperatura de esas que se solía decir ‘ni frío ni calor’. A lo largo de la ruta, sobre todo alrededor de Penja, había numerosos puestos de frutas frescas (plátanos, papayas, piñas,...) directamente recolectadas de las plantaciones. Valía la pena disfrutar, en las paradas que hacía el ‘taxi-brousse’/minibús, de aquellos productos que mantenían fiel el sabor a lo que en realidad deberían saber (difícil logro en estos tiempos de engaño, productos químicos y descontrol). Las piñas y papayas peladas para facilitar la ingestión eran sabrosas, aunque nunca recomendables para los viajeros por desconocerse la cadena higiénica de su pelado. Pero este viajero insatisfecho, en este viaje, ha bajado mucho el listón y se ha dejado embrujar por todo tipo de productos que fueran atractivos a la vista, independientemente de su elaboración.
Rana Goliat, fotografiada en ruta

Fue en aquel trayecto, no recuerda en cuál de las muchas paradas, donde vio aquella ‘rana Goliat’ que le dejaría un tanto tocado. Consiguió sacar una fotografía en aquel minuto, lo que da credibilidad y visibilidad a este relato, pero la sorpresa y desconcierto le duraron aún muchos minutos más. En su descargo, por el pasmo, tiene que decir que no había oído nunca hablar de semejante anuro. Otra curiosidad: esta gigantesca rana tiene la capacidad de ser reproductora de 10.000 huevos a lo largo de su vida, según le ilustra ‘la Wiki’.
Pisó Nkongsamba. Buscó un hotel para pernoctar, lo encontró rápido a un precio razonable, sobre todo de una apariencia limpia, y se dejó llevar por la magia de la ciudad. A aquellas horas todavía se podían ver sin esfuerzo los espectaculares macizos montañosos que la rodeaban, entre los que destacaban por su aislada altura y belleza el monte Manegouba, el Kupe y el Nlonako (éste, daba nombre al mejor hotel de la ciudad). Paseó además -estaban a pie de calle- por alguna artesana fábrica de aceite de palma, de insana elaboración. Remolones con las visitas, sus trabajadores eran -también- reacios a las fotos. Al final lo logró, pero le costó un buen rato de curioseo.
Fábrica de aceite de palma

A la mañana siguiente, un motorista apalabrado aquella tarde, le llevaría a las cataratas de Ekom Nkam. Con una caída de 80 metros, aquel remoto salto había servido -según informaciones- de marco de rodaje para la película de ‘Greystocke: la leyenda de Tarzán’, protagonizada por Christopher Lambert.
Y sí, el sitio era espectacular.
Visitarlo solitario o, mejor dicho, con su único acompañante, el taxista/motero, fue un verdadero privilegio. El sonido limpio del salto envolvía aquel barranco verde y frondoso, y la luz reflejada convertía aquel verde en un sinfín de tonalidades.
Y sí, el sitio era espectacular.
La tranquilidad reinante ocupaba una gran variedad de tonos, pero ninguno era el de la locura, sino que todos ellos dejaban al visitante el disfrute del silencio y reposo.
Y sí, el sitio era espectacular.
El salto de agua de Ekom Nkam fue la meta de un trayecto por un camino terrero y loco de curvas y vegetación. Una singular meta para una foto brutal, un vídeo vistoso y un momento colorista sin igual.
Al final, ascendió de nuevo por aquellas escaleras preparadas para las visitas y, desde la terraza natural que encontró al llegar, les dedicó una última mirada de admiración a aquellas cataratas ‘a lo Tarzán’.
Mochila del V(B)iajero Insatisfecho, con las cataratas Ekom Nkam, al fondo


VÍDEO




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6 de marzo de 2019

Minas de oro de Kambelé / Camerún

Jóvenes removiendo y cribando tierra

Leía en su libro-guía algo interesante sobre la población de Batouri, a unos 100 kilómetros de Bertoua, ciudad donde se encontraba (y se encontraba a disgusto en ella: no tenía nada, era ruidosa, con hoteles de diversas categorías y restaurantes pero de escaso atractivo para encontrar algo singular). Batouri, en cambio, tenía posibilidades de excursiones selváticas u observación de hipopótamos en los ríos cercanos, alguna catarata, y el poblado cercano de Kambelé, un asentamiento minero, aparecido a raíz de la fiebre del oro.
Bueno, bueno. Esto sí que parecía tener otro color para el viajero insatisfecho. No pensaba más que en recorrer esos 100 kilómetros que le separaban de aquella población. Madrugó ese día, no sólo por la intención de iniciar una nueva aventura sino por irse de aquel cutre hotel-'putiferio' que tenía unas 'cucas' como gorriones de grandes. También, se iba la luz cada media hora, la ducha era de barreño y cazo, y entresacar cierta simpatía a los empleados era una meta inalcanzable. Por todo ello, y mucho más, este mochilero madrugó.
Le sorprendió el frío que hacía a aquellas horas -aún no había amanecido- montado en moto (de paquete) en dirección al parqueadero del matatus/minibus que le llevaría a Batouri. Yendo como iba en manga corta, era un frío que penetraba por los poros como alfileres. Hizo parar al motorista, y se puso una pelliza quita-fríos.
Los 100 kilómetros que separaban ambas poblaciones eran por un camino de tierra y polvo, atestado de camiones cargados de inmensos troncos que producían, además de una espesa polvareda, cierta irritación ante la usurpación de vida que suponía para la selva camerunesa. Pero así estaban las cosas.
Cuando después de 2 horas y media arribó en Batouri pudo comprobar que los hipopótamos estaban muy lejos (a 6 o 7 horas de trayecto), las cataratas no eran tales y las excursiones por la selva no contaban con ningún tipo de organismo, oficial o privado, que las promoviera. Le restaba lo más interesante, sin duda: había alguna probabilidad de visitar el asentamiento minero de Kambelé, pero necesitaba contar con alguien que conociera la zona, los entresijos y los riesgos. No era fácil pues las gentes mineras no eran muy dadas al turismo, a la foto o al encuentro con extraños y, menos, si se trataba un blanco sospechoso 'tocapelotas'. Unos parámetros que era necesario respetar.
Alguno de los jóvenes que le acompañaban en la visita

El Hotel 'Belle Etoile', donde alquiló una habitación, era recomendable si se visitaba la zona: estaba céntrico, medianamente limpio y a un precio razonable (pero...¿qué era razonable en un hotel?: cada uno tenía, y tiene, sus predisposiciones). Allí le presentaron un motorista/guía que le podría llevar a las minas de oro que distaban unos 10 kilómetros; conocía la zona y, también, la corruptela policial que podrían encontrar en el camino y en el mismo poblado minero. Pactó un precio, después de una dura negociación. El hecho de ser 'blanco' convertía el acuerdo en un pulso de intereses que no siempre, casi nunca, sería beneficioso para el visitante. Una realidad con la que era necesario convivir. Eso sí, este leonés debería reconocer que, después del pacto, la seriedad de la palabra era precisamente eso, imperturbable.
Un kilómetro antes de llegar a Kambelé, ya pudo apreciar el ambiente que imperaba en la zona. Grupos de personas que removían tierra en los aledaños de un arroyo, y otros la limpiaban con mangueras de agua a cierta presión. Luego, la cribaban de manera artesana. Los grupos distaban unos de otros.
Al llegar al poblado, más bien un gran asentamiento de casas circunscrito al trabajo que allí se originaba, el motero/guía le llevó ante el gendarme local para que autorizara la visita o, al menos, conociera la existencia de aquel 'blanco' en los alrededores. Con cierta tranquilidad rayana con la cachaza o parsimonia, el policía se sentó, le invitó a sentarse también, y le interrogó sobre los motivos de la visita; qué iba a hacer con lo observado; para qué iba a utilizar las fotos, y otros pormenores y detalles. Lo único que pretendía tamaño interrogatorio -o eso intuía- era llegar a lo que le interesaba a aquella autoridad local: 'la mordida'. Sentados como estaban en el pórtico de una casucha, después de las explicaciones se hizo un gélido silencio. Un grupo numeroso de jóvenes presenciaba también en reposo aquel momento. Cuando le pareció oportuno, el policía le solicitó el dinero, mediante un gesto por todos conocido. Y así lo hizo, introdujo su mano en uno de los bolsillos y le entregó el montante. Estaba preparado, pues ya sospechaba que el encuentro era corruptela recaudatoria. Una vez cumplido el trámite, inició el recorrido por sendas selváticas acompañado de aquel numeroso grupo de jóvenes que presenció 'la mordida'. Estaba claro, querían también sacar tajada del incauto 'blanco' como si éste fuera su cajero automático.
Una profunda mina abandonada, horada por algún minero

Se sentía solo, abandonado a la suerte del grupo de jóvenes, con la única excepción del motorista/guía que le había acompañado desde Batouri. En él ponía las esperanzas para salir indemne de aquel trance.
Una vez traspasado el límite de las chabolas, todo el territorio que iba descubriendo estaba horadado como si fueran toperas gigantes. Aquí, había un pequeño hueco con el equipo de lavado abandonado; más adelante, un agujero de 15 metros de profundidad, con rudimentarias escaleras para bajar al fondo donde el minero encontraría su veta aurífera ya explotada, y allá, un par de jóvenes se empleaban en hacer una nueva topera. Todo el trayecto era guiado por el grupo de jóvenes que le inquietaba. Después de media hora de recorrido, de repente apareció un gran agujero en la selva parecido al interior de un descomunal hormiguero. Lo observaba desde arriba. Mucha gente en su interior. Grupos de obreros -niños, también, mujeres- realizaban su trabajo con aparente tranquilidad. Le sorprendió aquel árbol de gran tamaño caído sobre la excavación que nadie se había molestado en retirar.
Mina de gran tamaño, con árbol tumbado en su interior

Observó de lejos que el 'blanco' les incomodaba. Cuando le vieron sacar fotos gritaban, '¡no filmar!'. Mientras, los jóvenes acompañantes del mochilero le insistían en que no dejara de hacerlo. Éstos trataban -pensaba- de ganarse al final 'su mordida' o propina de rigor. Aquellos gritos de los mineros con la respuesta de los jóvenes-macarrillas derivó en una desasosegada circunstancia de violencia a punto de estallar. Los gritos de los que se encontraban en la mina eran respondidos por otros de los jóvenes que le acompañaban. Abajo, comenzaron a mover las palas y herramientas de manera amenazante. El 'motorista/amigo', en aquel crítico momento, agarró a este visitante, ya un poco 'mosca', y le apartó por una estrecha senda, evitando así que aquello degenerara en una pelea desigual. Poco a poco, según se iban alejando del lugar, los gritos y el tenso ambiente parecieron calmarse.
De aquel gran 'enclave/termitero-humano' tras unos minutos de paseo, charla, senda y vegetación se pasaba a otro similar. Grupos y grupos removían tierra, transportaban en carretillas lo batido que, luego, se encargaban otros de cribar. Lo que al final de todo el proceso quedaba, y así lo pudo comprobar en una pequeña palangana, eran unos granos de tierra bordeados por un pequeño y diminuto polvo aurífero, casi sombra. 
Nada más.
Las imágenes que aquellos duros trabajos dejaban en la retina eran plenos de estética pero también de estupor. Durante al menos 3 horas su interior sintió perplejidad, admiración, impresión y un duro pesar de cierta desolación.
¡Dura vida la de aquel minero, con resultados inciertos!. 
Todo parecía desembocar en mafia y explotación. El ambiente así lo transmitía.
Muchos niños trabajando. Mucho futuro destrozado.
¡Kambelé!, redime tus miserias y deja que la vida no destroce al sufrido minero!


Faenas artesanas de la minería


VÍDEO







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