Calle principal de la ciudad
Antes
de pisar sus estrechas calles, el viajero
insatisfecho ya había oído hablar de la ciudad de Lamu pero no había
generado en su mente un dibujo parecido a la realidad y eso que había paseado
por Old Town, en Nueva Delhi, y se
imaginaba algo así. Nada que ver. Las calles de Lamu, más bien el
laberinto de Lamu, no tiene nada que ver con lo visto en otras ciudades. Sus
angostas calles destilaban tranquilidad, tal vez la calle principal podía ser
un poco más movida, pero no en exceso. El hecho de que no hubiera vehículos a
motor, únicamente pequeños burros de carga, le daban un aire de reposo aunque
este fuera un abigarrado reposo. Sin duda alguna, perderse por sus calles era
una experiencia singular. Algunos viejos con sus tejidos topis observaban al mochilero, una mujer con su hiyab cubriendo su rosto se cruzaba en
silencio, un borrico cargado de sacos de arroz adelantaba al caminante o una
joven musulmana le observaba a lo lejos pero al cruzarse con ella apartaba su tímida
mirada o, incluso, se introducía en su casa. Y eso que los habitantes de Lamu
estaban acostumbrados a las visitas. La isla era atractiva para el turismo
europeo, entonces minimizado por los efectos del terrorismo de Al Shabaab. El turismo no suele ser
valiente con la violencia. Hasta cierto punto comprensible.
Calle de la ciudad
Y
el leonés miraba a lo lejos la estrecha callejuela por la que avanzaba mientras
ojeaba los canalillos de aguas que recorren como una auténtica red todo el entramado
de calles y callejas. Un leve hedor a desagüe, a veces algo más fuerte, no le
impedía admirar todos los recodos, las casas construidas con desechos de coral,
las puertas 'swahili' talladas hasta extremos increíbles o los porches pintados de un
amarillo mostaza que mantenían al fondo una moderna puerta de entrada a una vivienda
local. La tranquilidad era absoluta. Solamente el viajero se despertaba de una especie de ensueño con el trote de algún pollino provocado por algún zagal con prisas o
cuando las pisadas de algún viandante se dejaban escuchar con cierto eco. Todo
lo demás era armonía, era ensimismamiento, era admiración por lo que se veía y se
oía, o más bien, por lo que no se oía. Era, ya lo había dicho, reposo.
Lo
más transitado, sin duda, era el paseo marítimo, el paseo que se abría a aquel
mar, también tranquilo por el entramado de islas que amortiguaban su fuerza. Y
allí, en un lado del paseo, se encontraba el único museo del mundo dedicado a
los burros (The monkey sanctuary). Aquellos días, el museo/corralillo
albergaba una decena de équidos, pequeños y, en apariencia, pacíficos que
comían tranquilamente lo que un joven les había echado en el pesebre. Parecía
que hubieran sido domesticados allí por los siglos.
Paseó y paseó al
atardecer por sus calles, en un incansable paseo por un mundo ya casi olvidado,
a punto de extinguirse.
Museo de los burros
Puerta tradicional 'swahili'
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