30 de julio de 2019

Los pigmeos baka de Lomié


La mochila verdi-azul del V(B)iajero Insatisfecho, en Lomié

No era muy difícil llegar a Lomié desde donde se encontraba el viajero insatisfecho, en la ciudad de Abong Mbang, de paso hacia la capital camerunesa, Yaoundé. Claro, también paró en aquella ciudad de nombre sonoro con la intención de ir a la Reserva Dja que limitaba con la población de Lomié.
En la estación central tomó un vehículo de cuatro plazas, donde en realidad viajaron siete más un montón de equipaje, que el gordo, opulento y simpático conductor colocó entre risas y chanzas, algunas –intuyó- a costa del ‘blanco’ mochilero. Hablaban entre ellos el idioma local.
Era una población tranquila o esa fue, al menos, la primera impresión. Una vez allí, con el polvo hasta en las orejas y rescatada la mochila entre un montón de fardos, sacos y paquetes, alquiló un moto-taxi para que le llevara al único hotel, medio decente, que había en Lomié. Estaba relativamente alejado, y un poco abandonado en cuanto a habitaciones y servicios (así es África) pero la simpatía del empleado y la tranquilidad del lugar le predispusieron a no ser muy exigente. Tampoco tenía muchas alternativas. Como único cliente, había una japonesa poco agraciada pero agradable y nada esquiva. Llevaba por la zona varias semanas, según dijo, y se dedicaba al estudio de los pigmeos baka, su vida, costumbres, asentamientos y tradiciones.
Tomó una ducha de ‘cubo y cazo’ y salió a dar una vuelta por la población. Siempre era necesario alquilar un moto-taxi pues el alojamiento estaba bastante alejado.
Ya en el centro de Lomié hizo un intento por contratar los servicios oficiales para la visita de la Reserva Dja, con la lejana posibilidad de poder avistar gorilas de llanura, pero los servicios eran muy caros para un único individuo y, entonces allí, solamente estaba este mochilero leonés y, previsiblemente, ningún viajero más en las próximas semanas.
Desistió del trekking selvático (¡otra vez será!) y, al día siguiente, se dispuso a recorrer los alrededores para visitar los muchos, aunque pequeños, asentamientos de pigmeos, a orillas de la carretera, llenos de niños, pobreza y polvo. La selva servía de fondo para todos los ‘mongulus’/vivienda pigmea. Su vegetación primera, también cubierta de polvo rojizo, quitaba autenticidad y le daba un aspecto más tétrico.
En todos y cada uno de los poblados y viviendas le recibieron con simpatía, muchas veces, según quién, mezclada de tímidas miradas. Niños en pantalones cortos, llenos de suciedad, le miraban inquietos, curiosos, a veces sonrientes; otras temerosos.
El V(B)iajero Insatisfecho estaba rodeado de niños pigmeos

En el guía-motero, contratado después de un largo regateo, eran todo atenciones. Paraba en cualquier enclave que despertara la curiosidad del viajero y le enseñaba todo con tranquilidad y sonrisas. En uno de los poblados, se encontró con un joven pigmeo que hablaba con esfuerzo pero con claridad un poco de español. Con él y sus amigos estuvo largo rato. Estaban encantados de practicar el idioma aprendido en la escuela con un parlante nativo sorpresa.
Gente afable que, sin tener gran cosa, tenía la educación de la inocencia y la sabia naturaleza que les rodeaba.
¡Larga vida a los pigmeos baka!

Copyright © By Blas F.Tomé 2019

3 de julio de 2019

Kabatoro Guest House / Uganda


Hipopótamos en el lago Edouard

Ayer, después de casi dos años de haber visitado Uganda, ha recibido un wathsapp, con un mensaje de voz de un joven ugandés que quería saludarle. Este hecho, este mensaje, le hizo recordar aquella jornada de descanso en Kabatoro Guest House, a la salida del Queen Elizabeth National Park. El emisor de la nota era un empleado de aquella guest house donde pasó una noche.
Por cierto, noche de infausto recuerdo.
[Esto que va a contar fue su experiencia, aunque sabe, por el mensaje de este empleado, que el staff ha cambiado y puede haber variado la calidad del establecimiento].
Este ‘hotelucho’ -por internet se dejaban ver opiniones de las que se deducía cierta calidad- estaba en medio de la nada, y cuando el viajero insatisfecho apareció por allí, después de visitar el parque nacional, no tenían ni agua para una obligada ducha, olía a puta-mierda, pero mierda de la auténtica, no ofrecía wifi y pasó una noche de diablos.
Eso sí, los chicos y la chica que mantenían aquello (mal, por supuesto) eran agradables y hacían lo que buenamente podían. Que podían poco. Les encomendó que arreglaran la avería del agua y a ello se pusieron con cierto ahínco, aunque pasados 20 minutos, de abrir y cerrar llaves o de subirse al depósito del agua, abandonaron el trabajo que vieron irresoluble.
Otro delito, la cerveza estaba caliente pero, después de una ducha de ‘cubo y cazo’, de esas que con un recipiente pequeño se rocía el cuerpo con el agua que hay en otro, beber una cerveza era uno de los pocos placeres permitidos en África. Mientras se ocupaba de ello, a lo lejos, dos elefantes atravesaron ligeros un claro en la espesura de la cercana selva. Después, en una amigable charla con los empleados que habían suspendido sus trabajos de arreglo de la avería, se enteró, también, de otra mancha. Si quería desayunar al día siguiente algo decente, dos huevos y un café, no un vaso de agua con regusto a inmundicia, tendría que acercarse a comprarlo al poblado cercano de Katwe.
La noche estaba cayendo en Kabatoro Guest House. El mochilero leonés se sentía perdido, solitario por gusto, en la inmensidad de África. Un ‘boda boda’ (mototaxi en Uganda) era la única solución para arribar en Katwe y comprar aquellos benditos huevos y café. Uno de los jóvenes llamó por el móvil a uno de sus amigos motorista. La espera duró unos 30 minutos.
Con tres personas montadas en la moto, circulaban por un camino lleno de baches, polvo y oscuridad. Algún ruido o berrido lejano generaba cierta inquietud. Eran los alrededores de un parque nacional que no tiene vallas y la permeabilidad de la selva podía ofrecer sorpresas.
Katwe era una pequeña localidad a orillas del Lago Edouard, en cuyos alrededores se encontraba gran parte del Parque Nacional Queen Elizabert. Al llegar a la población, como ya era de noche cerrada, al extranjero ‘de los huevos y el café’ le dejaron en una especie de restaurante local mientras los jóvenes agenciaban los productos estrella. Aparecieron media hora más tarde cuando el mochilero saboreaba una cerveza, esta sí fría. Los invitó a otra que bebieron con rapidez. Montaron en la moto y desaparecieron en la noche.
Acababan de salir del pueblo, cuando se toparon con una manada de hipopótamos que atravesaba el polvoriento camino, cortándolos el paso. Stop. Unos 20 o 30 animales, grandes y pequeños, cruzaban la vía con parsimonia. Salían, pudo saber, a pastar en las orillas del lago.
¡Peligro, peligro!
Este mochilero, allí parado, viendo pasar en la oscuridad de la noche una manada de hipopótamos a uno o dos metros de la moto, se sintió muy vulnerable. El miedo, el silencio y la poca luz que salía del foco parecían estar ensamblados con la noche. El hipopótamo sin duda era el animal más mortífero de África. Unas veces atacaba por defender a sus crías, otras porque se invadía su territorio, y otras si se sentía amenazado. Supuso entonces, y ahora, que aquella noche, perdidos en aquel paraje africano, no cumplieron para los hipopótamos ninguna de las premisas anteriores. Estos artiodáctilos herbívoros cruzaron el camino y no se sintieron amenazados por aquellos tres motorizados individuos; al menos, uno de ellos, casi petrificado en el sillín de la moto.


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