29 de mayo de 2011

El motero viajero

Parado allí, muy cerca de la plaza de Callao, a mitad de la Gran Vía (Madrid), parecía uno de esos personajes estrafalarios y variopintos que tanto abundan por el centro de la capital.
Y lo era. O no.
Apoyado en la parte de atrás de una preciosa BMW, hacía mímica y sonreía; atendía a preguntas de la poca gente que le rodeaba con una sonrisa, quizás un poco forzada, pero con alegría comunicativa; en algunos momentos hacía exagerados movimientos, en otros, mostraba una provocativa quietud. Animado por la amabilidad del público que le rodeaba, sacaba a veces de su cazadora militar un cartel en el que pedía un donativo para seguir camino.
Luego, este viajero insatisfecho se fijó en el ‘ruteado’ mapa, convertido en objeto de reclamo, y lo miró con simpatía. 740.000 kilómetros recorridos. 138 países visitados. Diferentes banderas garabateaban simbólicamente su estancia en cualquiera de ellos. Aquel personaje, allí, en reposo aparente, se convertía, a través de esos coloridos distintivos, en viajero pertinaz.
Un cartel en correcto español decía: “Quiero entrar en el libro guinnes de los records por ser el único hombre sordomudo que lleva viajando en moto desde el año 2000 por todos los continentes”.
Ah, bueno. Era sordomudo. Y supuso que bieloruso.
Ahora sí, su mímica y su sonrisa adquirían cierto halo de ternura y comprensión.
Una sonora ausencia en sus recorridos globales: África (excepto un poco de Sudáfrica) ¿Es que no será África un continente apropiado para viajeros sordomudos?.


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22 de mayo de 2011

La cruz de Magallanes

Llegó en barco ya de noche a Cebú City, procedente de Manila (20 horas). Después de un largo descanso se perdió en paseos por las calles cebuanas. La isla de Cebú es una de las grandes islas de Filipinas, situada en el centro de las llamadas Visayas, el principal grupo de islas del archipiélago. Su historia, para los occidentales o europeos, comenzó en marzo de 1521, cuando el marino portugués Fernando de Magallanes, comisionado de la Corona española, desembarcó en la zona con la turbia intención de ‘cristianizar’ a los indígenas, antes de intentar completar la vuelta al mundo.
Y cuentan queeeeee…., Magallanes lo primero que hizo fue plantar la cruz en aquel, entonces, villorrio. Después de casi quinientos años, allí continúa alzada en pleno centro de la ciudad; y si no es la misma, que no lo es, al menos así lo creen los devotos filipinos.
Al cabo de una larga caminata, ya desorientado (suele seguir el consejo de ‘para conocer hay que perderse’), el viajero insatisfecho se sorprendió de aquel recinto, con la cruz en su interior, al observar a varios filipinos arrodillados, rezando con devoción. Muy protegida por una especie de robusto palio o templete, la rodeó y se percató del significado de aquella estilizada madera. Un escueto cartel se encargó de ello.
No conocía la historia.
(Por su altura, le fue difícil retratarla en su integridad).


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16 de mayo de 2011

Encuentro con "Tiburcio y Cogollo"



- "Al comenzar la historia, nuestros héroes, parados forzosos, tomaban el sol junto a las tapias del cementerio.
- Esta vida es una muerte –dijo un día Tiburcio. Hay que irnos por el mundo.
- ¡Andando! – respondió Cogollo.
- Y una mañana primaveral se largaron con un modestísimo bagaje y abundantes ilusiones…".
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Así, viñeta a viñeta, con una sencillez apabullante, con gran imaginación didáctica y espectacular maestría se va construyendo las “Aventuras de Tiburcio y Cogollo”, por Trapiello, su autor
Y aquí comenzó también otra aventura blogger, (¡que maravilla la gente de la blogosfera!). En un reciente ‘post’ dedicado a estos dos protagonistas del cómic antiguo (quizás 'de los sesenta' del siglo pasado), recuperados del recuerdo, en el que pedía pistas sobre esta vieja historieta, otro colega blogger que resultó cercano comentaba: ‘Era don César [Trapiello] un cura ensotanado, como mandaban los cánones, y un poco despistado. Parecía que iba y venía, enfrascado en su mundo. Siempre masticaba las palabras en su boca, mitad socarrón y mitad ensimismado’.
En otra paralela investigación ‘googleiana’ este mochilero leonés aparcó, sin saberlo, en el blog de uno de sus sobrinos: Andrés Martínez Trapiello. Después de varias dudas e intentos, decidió ponerle un comentario. Su rápida respuesta le animó: ‘El tío cura, Cesar Trapiello, la imaginación que dio vida a Tiburcio y Cogollo -decía el sobrino- estaría asombrado de que aún se recuerde aquella aventura de estos dos viajeros […] Conservo aún algún juego (son 5 cuadernillos) y para alguien que es de León, y quiere conservarlo como una joya, tengo uno reservado’.
¡Ya lo tenía!.
No había duda de que lo había conseguido. El resto fue sencillo. Una ‘quedada’ en León, un café y final feliz.
Y el viajero insatisfecho, la mañana antes de la ‘quedada’, ya en su terruño, hablaba nervioso con un amigo de infancia que le dijo ‘¿Vas a quedar con un Trapiello?. ¡Ten cuidado. Están todos locos aunque son buena gente!’. Y el sobrino-blogger del cura Trapiello, cuando se enteró del chascarrillo, se rió y lo hizo suyo.
¡Gracias, Trapiello!. ¡Sois una familia de ‘locos-buena-gente’, a la sombra de aquel ‘cura ensotanado, como mandaban los cánones, y un poco despistado’.
¡Gracias, Andrés!.




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8 de mayo de 2011

Conoció 'casi' al americano

Hace unos días leía a Manu Leguineche (¡qué grande!). Contaba en su libro una de sus anécdotas, recuerdos, durante la guerra de Vietnam.
[Hoy, esto va de recuerdos. Ya verá el lector/a o curioso/a cómo al final comprenderá que esto va de recuerdos].
Este apreciado monstruo-periodista escribía: “En una de las desembocaduras del río Mekong en My Tho, en una de las islas, vivía el monje del cocotero […] Hacía muchos años que el monje se alimentaba sólo de cocos. Su isla era refugio de niños mestizos, hijos de soldados norteamericanos y chicas vietnamitas”.
Su historia -la de Manu- detallaba éste y otros derroteros del monje y los niños mestizos. Al viajero insatisfecho le valió para recordar -también- a aquella veterana mujer vietnamita que le contó en dos o tres charlas en la terraza de un bar, en la ciudad de Nha Trang, que su amor americano se había ido hace años, la había dejado con un pequeño y no había vuelto a saber más. Ese hijo vivía, entonces, en un lejano pueblo de la desembocadura del río Mekong.
Cogió cariño a aquella mujer en las dos o tres noches que platicó su spanglish con ella. De regreso a España (Tay-ban-nha, en vietnamita) mantuvo unos meses vivo el encuentro con un repetido carteo. Ante las inmerecidas e insistentes insinuaciones en las cartas de la ya veterana vietnamita, este mochilero le contestó, en elemental inglés (no pretendía ser borde y agrio), que ‘así como el aceite y el agua no se mezclaban tampoco había lugar a más mixturas’.
No volvió a saber de ella.
¿Iba de recuerdos, o no?.


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P.D.: La fotografía está tomada en la desembocadura del río Mekong.


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2 de mayo de 2011

Vida gambiana

Puaff!, qué pedazo placer era pasear por aquella playa, desbordada de vida africana. Se veía el fragor del movimiento y el reposo sin fin. Todo mezclado como es lo africano. Era calor, sudor y fría violencia. Era pasión, sentadas sin fin y excitación repentina. Allí, con el sol a punto de caer sobre el mar, había movimiento, quietud, mercadeo, trabajo; ilusión por salir adelante, conversación, pasión por sobrevivir y, todo junto, era un grito.
Olía a pescado como huelen los peces al salir del mar pero más a pescado putrefacto y desperdicios consumidos por el sol; a pescado secado a fuego lento en los cercanos secaderos. Olía a todo eso y al África del mar.
Y a cayuco.
Llegaron a media tarde, intrigados por ver arribar a los pesqueros, a la caída del sol, a la playa de Brufut (Gambia). Era una manera de tomarle el pulso al pueblo gambiano, de conocer su estado general. En África, ese pulso se muestra en los mercados, en los puestos callejeros, en las estaciones de autobuses y, como en Brufut (ver fotografía), también en las playas.
La marea, de la que depende el loco ritmo pesquero, era propicia aquel día. Se oía a los buitres negros carroñeros y oscuras gaviotas graznar ante el abundante futuro festín de despojos. Sólo era cuestión de esperar, aunque algún atrevido carroñero ya había tomado sitio y saltaba entre corrillos de mirones, o no tan mirones.
El instante no desilusionó al viajero insatisfecho y aquella arena se convirtió frenética en una auténtica lonja costera.

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