Estaba en Ilha Moçambique, una isla, una ciudad. Aquella mañana encontró lo que buscaba, la casa de los esclavos, documento viviente -o mejor moribundo pues estaba abandonada a su suerte, ubicada en la ciudad de piedra- y monumento histórico que sirvió durante varios años en la época de la esclavitud como lugar de almacenamiento de esclavos. Se mantenían allí por un período indeterminado, bajo un régimen de “cuarentena”, con el objetivo de recuperar sus fuerzas y nutrientes antes de ser vendidos a comerciantes. Según fuentes orales, muchos de los esclavos murieron allí mientras esperaban a sus futuros jefes.
Comercio vil y vergonzoso, en aquellos siglos (XVII y XVIII), no
solamente por la intervención de los esclavistas árabes y europeos sino por la
responsabilidad de los propios africanos, sobre todo jefes y reyezuelos que, por
el sentido de posesión y por intereses también económicos, participaban y
facilitaban este mercadeo. Estos jefes africanos consideraban a los súbditos
como objetos de su propiedad y comenzaron a intercambiarlos por abalorios,
collares o armas de fuego. Primero serían los siervos condenados por su propia
ley penal, pero luego se extendería, ante la generosidad de los traficantes, a
todos los miembros de la comunidad o tribu en su condición de vasallos.
Constituía todo un entramado de caza mayor pues el negrero o esclavista pagaba,
como ahora se paga en los safaris de caza, por raptar jovencitas, hombres
musculosos o niños con futuro prometedor. No tenían nada más que penetrar en el
interior del territorio africano, surtirse de un buen grupo y en condiciones
infrahumanas traerlo a la costa donde comenzaba la distribución hacia el
exterior en barcos negreros. Obligados a caminar, como muestran algunos
documentales, atados y maltratados, al llegar a Ilha Moçambique, a aquella casa
de los esclavos que visitó el viajero
insatisfecho o a cualquier otro paraje costero, serían lavados y acicalados
para una minuciosa y detallada inspección de los compradores. ¡Tremendo!
También conoció la residencia del poeta portugués Luís de Camões que
¡pásmense!, poco antes de su ocupación había sido lugar de subasta de esclavos,
donde eran vendidos o comprados.
¡Cuántos recodos tenían aquellas viejas calles!
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