La
pasión que sienten los birmanos, las gentes de Myanmar, por una piedra que
mantiene un equilibrio inestable en lo alto de una montaña ha convertido la
zona en lugar de peregrinación, en uno de los templos más visitados (si no el
más) de Myanmar, en especial, por el turismo local. Este hecho no ha pasado
desapercibido al turismo extranjero que, por supuesto, también lo frecuenta. El
templo en cuestión es el monte Kyaiktiyo (Roca Dorada). El viajero insatisfecho
aunque ya había visto cientos de fotografías de la roca dorada quería tener la
experiencia de ponerse a su sombra y sentir, como preveía, la religiosidad que allí
imperaba. Una vez más, como en todos los templos birmanos.
Le recordaba, aunque no fuera tan evidente el parecido, a las Bismarcks Rock, a orillas del lago Victoria, en la ciudad tanzana de Mwanza. Un grupo de rocas que emergían del lago sobre las que se levantaba una especie de menhir en un -también- equilibrio inestable. En estas rocas tanzanas, paseaban de vez en cuando unos animalitos que llamaban pinkis. En la roca dorada birmana, en cambio, no paseaban animalitos pero sí las gentes de Myanmar se encargaban de tenerla, precisamente dorada, con las pequeñas plegarias en forma de pan de oro. Sólo los hombres (sólo ellos) podían cruzar un pequeño puente sobre el abismo que llevaba a la roca para colocar los cuadrados de pan de oro en su superficie.
Para hacer la ascensión a la roca desde la población más cercana, Kyaikto, era necesario tomar unos camiones, o subir andando, misión ardua y difícil ésta para cualquier persona que carezca de preparación. Estos camiones salían con gran frecuencia a lo largo de la jornada, cargados a tope de peregrinos o curiosos y serpenteaban por las laderas del monte durante 11 largos kilómetros hasta llegar a las inmediaciones de la roca. El trayecto de los camiones duraba alrededor de 45 minutos, o más, y dejaban a los viajeros-peregrinos a la entrada de un moderno telesilla que les ascendía los últimos metros, ahora sí, hasta la roca. La vuelta, sin utilizar el telesilla, se hacía completa en los camiones desde la parte más alta. Un último tramo bastante estrecho y peligroso para la subida y bajada de vehículos había forzado a las autoridades birmanas a construir aquel telesilla.
Le recordaba, aunque no fuera tan evidente el parecido, a las Bismarcks Rock, a orillas del lago Victoria, en la ciudad tanzana de Mwanza. Un grupo de rocas que emergían del lago sobre las que se levantaba una especie de menhir en un -también- equilibrio inestable. En estas rocas tanzanas, paseaban de vez en cuando unos animalitos que llamaban pinkis. En la roca dorada birmana, en cambio, no paseaban animalitos pero sí las gentes de Myanmar se encargaban de tenerla, precisamente dorada, con las pequeñas plegarias en forma de pan de oro. Sólo los hombres (sólo ellos) podían cruzar un pequeño puente sobre el abismo que llevaba a la roca para colocar los cuadrados de pan de oro en su superficie.
Birmanos en el camión de ascenso a la roca dorada
Para hacer la ascensión a la roca desde la población más cercana, Kyaikto, era necesario tomar unos camiones, o subir andando, misión ardua y difícil ésta para cualquier persona que carezca de preparación. Estos camiones salían con gran frecuencia a lo largo de la jornada, cargados a tope de peregrinos o curiosos y serpenteaban por las laderas del monte durante 11 largos kilómetros hasta llegar a las inmediaciones de la roca. El trayecto de los camiones duraba alrededor de 45 minutos, o más, y dejaban a los viajeros-peregrinos a la entrada de un moderno telesilla que les ascendía los últimos metros, ahora sí, hasta la roca. La vuelta, sin utilizar el telesilla, se hacía completa en los camiones desde la parte más alta. Un último tramo bastante estrecho y peligroso para la subida y bajada de vehículos había forzado a las autoridades birmanas a construir aquel telesilla.
Desde
la terminal de camiones en la parte alta hasta el templo de la roca dorada
había que afrontar un largo paseo por la cima repleto de vendedores de comida,
baratijas, flores, frutas, refrescos, cocos, agua,… y los viajeros foráneos
debían pasar, de nuevo, por caja.
¡Así
es el turisteo de monumentos allí, y en el mundo entero!.
Una
vez cumplido el ritual de quitarse los zapatos se entraba a una gran explanada
de mosaico, relativamente limpio (sólo relativamente) hasta llegar a la roca
dorada. Familias y familias enteras sentadas en el puro suelo adoquinado
tomaban sus bocados y bebían agua con ansiedad en botellas de plástico.
Corrillos y grupos de gente conversaban a la sombra de unos tenderetes. Unas
mujeres encendían pequeñas velas en una ristra de candelabros metálicos colocados
a la entrada de la famosa roca, que ya se veía en todo su esplendor.
El
ambiente distendido en aquella explanada donde no faltaban otros recintos de
budas, no impedía encontrarlo intimista al lado de la roca en sí. En aquellos
momentos, varios birmanos en actitud penitente contribuían a dorar la roca con
sus plegarias de oro. El día soleado convertía en más mágico aún aquel
asentamiento de dioses en aquella roca de equilibrio inestable.
Y dorada.
Y dorada.
Roca dorada, a lo lejos
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