17 de febrero de 2018

Betel, vasijas de agua, thanakha… / Myanmar

Mujer birmana, embadurnada con el thanakha

Al pisar un país, el que sea, un país que mantenga en su vida diaria ancestrales tradiciones, el visitante siempre encontrará cosas que le sorprenderán. Myanmar era un país que aún rezumaba autenticidad, pureza, verdad y realismo por todos los poros, o casi. Un país que lejos de mantenerse apartado del turismo lo estaba sabiendo asimilar. No será fácil. Pero un país que mira a los ojos del foráneo con simpatía ya tiene su mérito ganado, en un mundo globalizado lleno de inconvenientes, desatenciones y desplantes.
Hay cosas que a los birmanos (o gentes de Myanmar) les va a ser difícil de apartar de sus vidas. Son cosas que este mochilero vio como imbricadas en la cultura, trabadas en lo cotidiano de sus vidas y solapadas a sus movimientos más elementales. Cosas difíciles de relegar. Con seguridad aquellos habitantes birmanos de etnias diferentes, de pueblos dispares (bamar, kayan, kachin, karen o moken) no serán tan desleales con sus tradiciones como han sido los hispanos con alguna de las suyas. ¿Qué ha sido de la popular práctica de beber el vino en bota? (ji). ¿Quién se hubiera atrevido, hace años, en la época de los abuelos, a despreciar una ronda y no empinar el codo?. Esta pasión corría por las venas (?) del castellano, manchego, extremeño o catalán. Esto sí que ha sido un irreverente desplante generalizado a una tradición popular.
Pero siguiendo con este pueblo lejano, los birmanos si mantenían aún esas cosas que les unían con su pasado; y entre sí, al presente, sin dejar de proyectar su yo hacia el futuro. El viajero insatisfecho señalaría tres cosas especiales, había muchas más, que le sorprendieron: masticar betel, las vasijas de agua y, también, el thanakha.
Masticar betel era una tradición, seguro, entremezclada con una adicción humana que para el foráneo era difícil de entender. Era un pastiche/potingue compuesto por la nuez de betel, una pasta blanca de cal y unas especias, todo ello enrollado en una hoja que, una vez injerido, los birmanos masticaban sin cesar. Había numerosos puestos de venta en las ciudades, en las poblaciones importantes o en pueblos más pequeños. Era una costumbre, quizás un adictivo vicio que utilizaban para aguantar más, sentirse mejor o, simplemente, por su sabor. Quién sabe!. Sin duda era una de las cosas que más pronto el visitante veía y evaluaba al pisar suelo local. No podía retraerse a esas dentaduras de color negro sanguinolento. Los escupitajos morados y rojizos por todas partes llamaban la atención y terminaban siendo algo habitual para los ojos del turista o viajero.
Quizás, relacionadas con la costumbre del betel (es una impresión, no puede constatarlo) estaban las vasijas de agua que había por las calles, por los barrios y por los lugares más concurridos. Una aparente costumbre que podía partir de la necesidad de enjuagarse la boca después de masticar y rumiar el conocido betel. O, tal vez, fuera una hermosa tradición nacional que pretendía dar agua (gratis) al que lo necesitase. Una amabilidad. Este mochilero tomó multitud de instantáneas de estas vasijas pues su visión le hacía aflorar su escasa ternura natural.


Vasijas de agua, en una calle de cualquier ciudad

Y el thanakha, un ungüento que aplicaban en su cara, sobre todo las birmanas -también los birmanos- para protegerse del sol y como cosmético natural (no exento, cree también, de una dosis de moda temporal). Este producto surgía de frotar un trozo de una rama de un árbol sobre una pulida piedra a la que echaban un poco de agua para que con el frote dejara una fina pasta de un tenue color amarillo. Se aplicaba luego a las mejillas y una raya sobre la nariz. Algunas jóvenes esbozaban bellas figuras o siluetas en su rostro a modo de maquillaje singular.
No olvida, una cuarta: el longyi. La prenda tradicional por excelencia, la vestimenta que a todo visitante llamaba la atención. Los había de todos los colores, lisos, a cuadros o estampados. Los había, además, que identificaban una determinada etnia local. Así, un longyi con rayas horizontales era seña de identidad de los karen. Siendo como era el icono de todas las tradiciones locales, esta prenda merecería, casi, un libro mayor.

Dos instantáneas de las vasijas de agua



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6 de febrero de 2018

Los gatos saltarines / Myanmar (Birmania)

Una de las entradas al monasterio, desde el interior

Que el turismo (o el individuo ejerciendo de turista) es un poco estúpido en todas sus facetas y segmentos es algo sin duda constatable. Cualquiera que se dé una vuelta por ahí y ejerza un poco, solo un poco, de observador se dará cuenta de ello. Y este mochilero cree que se incrementa cuando el individuo/turista se mueve en grupo haciendo las vulgares ‘turistadas’. Debe de haber algo irracional en ciertos movimientos de este personaje, el turista, que siendo europeo, privilegiado social e internacionalmente y con cierto dinero/prestigio en el bolsillo, tiende a hacer el memo en cuanto se encuentra en un país, diría (‘entre comillas’), en desarrollo. Con estas afirmaciones, en apariencia rotundas, este leonés no pretende ser un fustigador con el resto de los mortales/viajeros e inmunizarse así mismo, envuelto en una farsante piel fina, ni tampoco pretende ser chismoso o arrogante enviando dardos envenenados al resto, pero…. 
En los alrededores del lago Inle, en Myanmar, había muchas cosas visitables. Podía uno descender de la barca y contemplar ciertas maravillas, o no, y sin andar muchos metros, incluso allí mismo a orillas del lago. Este era el caso de Nga Hpe Kyaung (monasterio budista del Gato Saltarín). “Este monasterio es famoso por sus gatos saltarines, entrenados para saltar a través de aros en las horas muertas entre recitales de escritura”, según señalaba ‘la lonely planet’ (el libro-guía), pero luego advertía que hoy en día se ven pocos gatos saltando ya que la nueva generación de felinos prefiere dormitar, a diferencia de sus energéticos antecesores, que ya habían pasado a mejor vida.
Cuadrilatero central con diferentes budas

El viajero insatisfecho entró, descalzo por supuesto, al monasterio del gato saltarín. Dentro, en aquella inmensa sala, toda ella de limpia y oscura madera que no importaba pisar con los pies desnudos (no siempre se podía hacer de manera higiénica), había una buena razón para la visita ante aquella gran colección de Budas en su interior. La gran sala de meditación de madera albergaba estatuas de estilo shan, tibetano, bano y de Inwa (muy antiguas), también de madera y colocadas formando un cuadrilátero en la zona central. Había una, sobre todo, muy venerada pues multitud de birmanos se postraban ante ella al entrar al monasterio. Al fondo había otro Buda que sorprendía por la ofrenda que tenía ante sí: una enorme sandía que incluso, a aquellas horas de la tarde, apetecía saborear. 
Pero a la derecha, nada más entrar, sobre una gran jarapa/alfombra había dos o tres gatos adormilados, sufriendo, uno de ellos, las caricias de dos jóvenes rubios (él y ella) que ensimismados no paraban de atusar la piel al paciente felino. Otro de los misinos permanecía tumbado, con la evidente desidia impuesta por la monotonía de la tarde. Pero hete aquí que un grupo de turistas nórdicos, por su pinta, daneses o noruegos (¡o a saber!), entró en el recinto en tropel. Uno de estos individuos al localizar a los animales, cámara en mano, se dirigió al gato (¿saltarín?) para hacerle unas decenas de fotos. Se acercó aún más, y le propinó al animal unos tiernos golpecitos (“¡levántate y salta!”, parecían decir) ante la pasividad gatuna. Insistía en su terca intención con sucesivos toques de atención al gato, mientras éste le observaba con felina mirada. Fotos y más fotos, de este individuo y del grupo de descendientes de antiguos germanos o sármatas que le acompañaban, a los felinos allí adormilados. Sin duda, el guía les había contado la anécdota sobre el monasterio y sus gatos domesticados, o habían leído ‘la lonely planet’. Sin duda, el veterano europeo quería llevarse a su tierra natal la foto del gato saltarín, haciendo cabriolas exclusivas para él. Pero no fue así. 
¿El turismo es estúpido, o no?. 
Este humilde mochilero no puede enseñaros una foto de los ‘gatos saltarines’ (?) pues por despiste o vergüenza ajena olvidó hacer.

Uno de los Budas con una sandia como ofrenda



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