Llegó a Bombay (ahora, Mumbai) en autobús, una manera como otra cualquiera de llegar. Le dejó en el centro, relativamente cerca de la estación del ferrocarril, a una hora muy temprana. El sol trataba de alzar aún sus rayos en la lejanía y la ciudad aparecía con una clara penumbra matinal.
Al atravesar con respeto las calles laterales a la estación Victoria, el espectáculo era impresionante, pero por lo mísero. Allí, en la soledad y el ruidoso silencio del amanecer no había más remedio que pensar que había demasiados indios en la vida india. Aligerando el paso, el viajero insatisfecho contaba y contaba las decenas de indios que, bajo los soportales, en los setos centrales divisorios de carriles y en los escasos metros del ancho de las aceras, dormían sin orden ni concierto, o tumbados unos al lado de otros. Algunos dormitaban sobre cartones o esterillas, pero la mayoría lo hacía sin nada que hiciera las veces de colchón y sólo con algunas prendas de vestir, con los brazos cruzados debajo de la cabeza. Los niños dormían unos sobre el costado, otros, boca arriba. Arrimados a sus padres, algunos; otros, yacían, como criaturas abandonadas, acurrucados en rincones llenos de suciedad y polvo. No se veían indicios de que poseyeran bienes, sólo cuerpos, sin hatos ni carretillas. Llegó a contar, antes de doblar una esquina, que ahora su mente cataloga como divisoria, unos cincuenta y ocho, que podían ser el doble.
En aquellos momentos, algunos desentumecían ya sus músculos después de haber descansado en el duro cemento o asfalto. El mochilero caminaba con prisas, como huyendo con su pesada mochila al hombro.
¿Miedo?. No, tal vez desidia. Porque ver niños tirados como desperdicios en la acera da desidia, e impotencia.
Llevaba su cámara en la mano.
Pudo sacar unas fotografías.
Nada más.
Al atravesar con respeto las calles laterales a la estación Victoria, el espectáculo era impresionante, pero por lo mísero. Allí, en la soledad y el ruidoso silencio del amanecer no había más remedio que pensar que había demasiados indios en la vida india. Aligerando el paso, el viajero insatisfecho contaba y contaba las decenas de indios que, bajo los soportales, en los setos centrales divisorios de carriles y en los escasos metros del ancho de las aceras, dormían sin orden ni concierto, o tumbados unos al lado de otros. Algunos dormitaban sobre cartones o esterillas, pero la mayoría lo hacía sin nada que hiciera las veces de colchón y sólo con algunas prendas de vestir, con los brazos cruzados debajo de la cabeza. Los niños dormían unos sobre el costado, otros, boca arriba. Arrimados a sus padres, algunos; otros, yacían, como criaturas abandonadas, acurrucados en rincones llenos de suciedad y polvo. No se veían indicios de que poseyeran bienes, sólo cuerpos, sin hatos ni carretillas. Llegó a contar, antes de doblar una esquina, que ahora su mente cataloga como divisoria, unos cincuenta y ocho, que podían ser el doble.
En aquellos momentos, algunos desentumecían ya sus músculos después de haber descansado en el duro cemento o asfalto. El mochilero caminaba con prisas, como huyendo con su pesada mochila al hombro.
¿Miedo?. No, tal vez desidia. Porque ver niños tirados como desperdicios en la acera da desidia, e impotencia.
Llevaba su cámara en la mano.
Pudo sacar unas fotografías.
Nada más.
¿Miedo?. No, tal vez desidia, y vergüenza.
Copyright © By Blas F. Tomé 2009