9 de abril de 2021

Atravesando fronteras


Ejemplo de transporte local

Musoma, en Tanzania, a orillas del lago Victoria, no daba para mucho más, aunque esta afirmación esté llena de las ganas que tenía de aterrizar a aquella otra parte de Tanzania donde el recorrido turístico tiene el mayor aliciente, al menos, para mucha gente. En el otro lado, la ciudad de Arusha era centro de expediciones al Serengueti y Ngorongoro. Se levantó sin prisas pues sabía que tomaría un transporte, el dala-dala, pasado el mediodía. Le daba pena abandonar aquel hotel que tenía cierto encanto y alguna que otra comodidad. No muchas. Pero con pena o sin ella, tenía que lanzarse con ánimo y valentía, enfrentarse a la realidad.
Después de comprar el billete en una de las casetas de venta y comprobar que su equipaje quedaba bien situado en el sucio maletero, el viajero insatisfecho se subió al autobús que le llevaría a la frontera y más allá. En el bus ya había un buen número de tanzanos o keniatas ¿quién sabe?, que esperaban su salida. El papeleo en la frontera fue sencillo, aunque le echó un cable el ayudante del conductor, y como su destino era de nuevo Tanzania, en la frontera keniata hicieron el control mínimo imprescindible. En la mayoría de los casos, fueron bastante más estrictos con los propios locales.
Poco después del cruce de fronteras, cayó la noche de un plumazo. Tuvo la suerte de que nadie se sentó a su lado en ese trayecto y pudo viajar relativamente cómodo, piernas estiradas, sin olor humano cerca y posibilidad de ejercitar el cambio de postura sin molestar a nadie. 
Pensó en su mochila grande, la pequeña la llevaba a su lado, que era todo su equipaje. La última vez que la había visto fue antes de cruzar la frontera cuando aquel servicial muchacho (por interés) se la trasladaba, del dala-dala al autobús. En la frontera vio examinando equipajes, sacando unos y metiendo otros en las tripas del bus, pero él -inconsciente- ni se acercó a controlar sus bultos. 
“¡Rezaré porque esté viajando conmigo!”.
En mala hora se acordó de la mochila. Pasados unos minutos, el autobús se detuvo. Desde el asiento que ocupaba, en la mitad del autobús, no llegaba a percibir nada, pero alguien cerca dijo ‘¡Police!’. Se despejó, sin más. Una vez caída la noche, con la tranquilidad reinante en el interior, salvo alguna charla lejana que no molestaba, su cuerpo cómodo se había relajado y estaba a punto de caer dormido. Pasaron unos segundos y el policía debía estar allí, oculto en una casucha situada al lado del control observando al autobús y a su conductor. Miró al que tenía al otro lado del pasillo que parecía decir “no conviene que muestres nerviosismo, debemos comportarnos como si nada, con total normalidad”. Escrutaba también por la ventanilla los alrededores, pero únicamente a la oscuridad negra alcanzaban sus ojos. Algún comentario en el interior se alzaba ante la desconcertante espera, aunque sólo hubieran sido unos segundos, quizás, minutos. Deseaba que apareciera el policía entre la oscuridad para salir de aquella incertidumbre. Como si hubiera leído sus pensamientos, un joven entró en el vehículo por la puerta delantera, algo alejada de donde se encontraba. Portaba un extraño medio fusil, o corto fusil, que parecía llevara incrustado al pecho. Con señas y miradas, quizás alguna palabra que desde donde estaba no oyó, fue ordenando y revisando la documentación del pasaje delantero. Era el único blanco que iba en aquel autobús de negros. Rebuscó en su mochila de mano para dar con el pasaporte, sabiendo que el policía iba a alcanzar su asiento en un corto espacio de tiempo. Con un gesto le solicitó la documentación. Le miró, ojeó el pasaporte y le preguntó por el destino. Le dijo, “Arusha”, en Tanzania. El joven militar siguió revisando al resto de los acompañantes de detrás con su pasaporte en su mano. Al volver hacia adelante, con una seña le indicó que le acompañara. Bajaron del bus. Debía mostrarle -dijo- el contenido de su equipaje, es decir, el revoltijo de calzoncillos y calcetines sucios, sus raídas camisetas malolientes, zapatillas arrugadas y todo el resto de innecesarios cachivaches que portaba al viajar. El ayudante del bus le ayudó a localizar su mochila entre todas las maletas y fardos en los bajos habitáculos. Una vez, localizada y colocada en el suelo, le ordenó sacar despacio su contenido. Otro policía que apareció a su lado, vestido con un sucio anorak deportivo, le pidió el pasaporte. Lo ojeó de nuevo, sin verlo, pues la oscuridad lo impedía y le alargó su mano libre abierta solicitando no supo qué. Puso 20 dólares que tenía en el bolsillo en ella. Como contrapartida le devolvió el pasaporte, le hizo cerrar la mochila, le ordenó subir al autobús y les dejó continuar el viaje en la oscuridad más oscura rumbo a Nairobi. Después, a la frontera tanzana y a Arusha. La ‘mordida’ se había consumado.
Se despertó en Nairobi cuando la tenue luz de aquellos focos le impactó en los ojos.

Copyright © By Blas F.Tomé 2021