30 de abril de 2016

La playa de Shela, Lamu

Playa de Shela

El día en Lamu era de lo más relajado y tranquilo. El hecho de que no hubiera carreteras ni vehículos a motor en la isla, sosegaba la mente del viajero insatisfecho, tranquilizaba el espíritu e imponía una rutina sin prisas ni agobios. Estuvo allí dos días, tres noches. Se levantaba con uno de los tostones parlantes que impone el muecín (hombre que desde el alminar de la mezquita convoca en voz alta a los fieles musulmanes para que acudan a la oración). Luego, desayunaba opíparamente en un restaurante cercano, semi-autoservicio y repleto de gente local que se ponía ‘hasta las cejas’ a esas tempranas horas, o no tan tempranas. Por pura inercia, el mochilero hacía lo mismo que ellos. Más tarde, bien alimentado, se acercaba al dique que estaba enfrente y esperaba a que algún caza-turistas le ofreciera una barca para ir donde en ese momento le llevaran. El primer día se fue a la cercana playa de Shela. Ya en ruta, la pequeña embarcación bordeaba la isla muy cercana a la costa donde se veía, a escasos metros, a la gente transitar por un largo paseo, a veces, pequeña senda. Ya en la playa, pudo comprobar el escaso turismo existente. Una inmensa playa de varios kilómetros de extensión lucía totalmente vacía, ni una sola toalla tendida sobre la arena, tan solo en el largo paseo se cruzó con dos turistas, en apariencia jubiladas, que iban detrás de un perro que brincaba sobre la orilla y ladraba de vez en cuando al sol. Dos jóvenes de la isla cargaban de arena las alforjas de unos obedientes y pacientes burros, único medio de transporte y carga de la isla. Les sacó varias fotos aunque ya les había hecho muchas en la ciudad. Bueno, es más, fueron los protagonistas fotográficos durante la estancia en la isla. ¡Ya quisiera Angelina Jolie haber sido tan fotografiada!.

Cargando de arena las alforjas

La playa de Shela estaba bordeada de unas bonitas dunas, protegidas por el Departamento de turismo keniata, aunque entre ellas ya había construido un palacete -de manera ilegal, seguro-  un personaje ‘oversea‘ (de ultramar). Simulaba, un fortín medieval y en aquellos momentos un obrero limpiaba la arena del acceso y acondicionaba las plantas del jardín. Se acercó y le preguntó quién era el propietario. Le dijo que era una persona oversea, alemán para más señas, que venía de vez en cuando.

Construcción en la playa

¡Turismo invasor y destructor de dunas de arena protegidas!.
¡Posiblemente, todo un acto de corrupción que conocemos bien de cerca en este país, muy a la altura de su tradición turística!.
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16 de abril de 2016

Llegada a la isla de Lamu

Muelle de la ciudad de Lamu
El autobús dejó a los pasajeros en Mokowe, en el dique donde partían los botes hacia la isla de Lamu. Serían aproximadamente las cinco de la tarde. El viajero insatisfecho estaba cansado después de once horas de autobús desde Mombasa, gran parte del trayecto por carreteras sin asfaltar o, en ciertos tramos, con una especie de recuerdo de asfalto que generaba profundos baches. Al bajar del autobús comenzó la pelea de jóvenes por captar al cansado mochilero hacia la lancha rápida o hacia el más lento y tradicional bote. Se decidió por este último, no porque fuera más barato sino porque las travesías o viajes siempre decide hacerlos con el pueblo llano, con la gente humilde. ¡Ya tendrá tiempo de gastarse los euros en otro tipo de necesidades básicas!.
La isla de Lamu se veía a unos cientos de metros del dique nada más, pero para llegar a la ciudad y su dique de acceso era necesario bordear sus aguas unos cuantos kilómetros, unos cinco. El bote, atiborrado de pasajeros, semejaba una de las muchas pateras que salen en televisión. En la lenta espera hasta que el bote se hubo llenado, los operarios cargaron todo tipo de bultos y repartieron los siempre necesarios chalecos salvavidas. Este leonés, único blanco entonces, acaparaba las miradas del resto, en especial, de niños, siempre curiosos, y jóvenes. Se entretuvo filmando la estática escena con su minúscula cámara y, posteriormente, ciertas partes del trayecto. Sentía la tranquilidad entre los pasajeros, eso sí, pudo apreciar ciertas miradas que no mostraban mucho aprecio al saberse observados por la cámara que, por cierto, iba disimulada en extremo. Aun así no pasó desapercibida. Pero nadie franqueó más allá de esas miradas o se mostró molesto y contrariado en exceso.
El bote bordeaba lentamente la isla con ese ruido cansino de su pequeño motor. Hasta que apareció la ciudad de Lamu, la costa permanecía solitaria, sin atisbo de vida humana. Fue aproximadamente media hora de trayecto en el que, si bien se sintió examinado, tampoco dejó de hacer lo suyo: observar. La isla de Lamu era de mayoría musulmán, y así se apreciaba en el pasaje que se dirigía a casa, en especial, a las mujeres con sus llamativos trajes y discretos hiyabs/velos, y también, como no, en algunos hombres pertrechados con sus urdidos topis.
Cuando arribaron a puerto, su mente ya iba predispuesta para comenzar la batalla de encontrar una ‘guarida’ donde pasar la noche. Fue muy fácil. La escasez de turistas en la zona había bajado los precios y acuciaba a los propietarios para salir en busca de posibles clientes. Rápidamente encontró uno que le ofreció una ‘guest-house’ apropiada a sus requerimientos y condiciones. Y para allá se fue.
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Trayecto en barco, recorrido por la ciudad y sus angostas callejuelas, y alrededores:



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8 de abril de 2016

Entretenido en la lectura de “Viaje sin mapas”

Graham Greene hizo un viaje exploratorio, o simplemente un viaje como viajero, desde la capital de Sierra Leona, Freetwon, a la capital de Liberia, Monrovia. Fue un arriesgado viaje por selvas, valles y terraplenes que contó en un libro titulado ‘Viaje sin mapas’.
En él está ahora el viajero insatisfecho.
Corría el año 1935 cuando un Graham Greene con apenas 30 años, con la cabeza llena de ideas románticas sobre el continente africano, llegó a Liberia, país de nuevo cuño que Estados Unidos había fundado con la intención de devolver a África un contingente de esclavos liberados. Era un territorio apenas explorado, “a caballo entre la naturaleza salvaje y la moderna sociedad organizada, que luchaba por establecer sus señas de identidad tras sacudirse el yugo colonial”, como bien dicen en la presentación de este libro.
Una expedición de este tipo era arriesgada pues como reflexiona él mismo sobre la marcha a pie, “no pude evitar acordarme de que el hombre que iba delante era el que mayor peligro corría de que le mordiera una serpiente, pero el hombre de atrás corría el peligro del ataque de un leopardo, pues, según dicen, los leopardos te saltan siempre a la espalda”.
Sus descripciones resultan, a veces, oníricas, excéntricas o locas:
  • Las mujeres de la aldea bailaron para nosotros esa noche a la luz de las estrellas al compás de una música de maracas. No fue una danza encantadora; no eran bailarinas encantadoras sino ancianas demacradas que se daban palmadas en las nalgas huesudas en una especie de charlestón; pero estaban alegres y felices, y nosotros nos sentíamos felices también y, mientras ellas se daban palmadas y tocaban las maracas y reían y saltaban, bebíamos agua hervida caliente con whisky y zumo de lima, y la atemporalidad, la irresponsabilidad, la libertad de África empezaban a afectarnos al fin”.
Tiene, de vez en cuando, una complicada prosa este Graham Greene, pero es sin duda, aunque por ahora solo haya leído unas cien páginas, un libro apasionante. 


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