Le sorprendió a este mochilero que el café estuviera tan
implantado en Etiopía. Quizás su sana torpeza de conocimientos sobre el país
contribuyera a ello, pero alrededor del café había todo un ceremonial y,
también, todo un mundo artesanal. Significativo era que la portada del
libro-guía que llevaba al viaje era una fotografía de un pote de cerámica
dedicado a ese particular ritual, pero ni por ello se percató antes. En varios mercados visitados y en el mercadeo
callejero era habitual encontrar el puesto de artesanía del café que se
componía, casi exclusivamente, de decenas o centenares de potes utilizados para
la ebullición del preciado café.
Era también llamativo ver en ciertos restaurantes y en
determinados días finas hierbas verdes extendidas como alfombra por toda la
entrada: este detalle anunciaba que allí se oficiaba la ceremonia del café, una
tradicional forma de hospitalidad.
A este viajero insatisfecho le dedicaron, en
una casa particular, casi dos horas de una bonita tarde etíope a este ritual
que observó sin perder detalle, disfrutó y agradeció por lo mucho que suponía
para el alma acogedora del pueblo etíope. Miraba absorto la sonrisa amable de
la joven encargada de ello, y a su también adolescente hermano, por quien
entonces fuí invitado.
¡Gracias, Abraham!.
Abraham y su hermana, durante la ceremonia del café
Los granos de café
eran tostados en una sartén sobre un brasero vegetal, mezclándose el aroma con
el desprendido por el incienso que acompañaba toda la ceremonia y que el
hacedor lanzaba hacía el homenajeado con un suave movimiento de una verde y
sencilla rama, a modo de abanico. Después los granos eran machacados en un
mortero, y añadidos a una cafetera negra de estrecho caño donde finalmente el
agua se llevaba a ebullición.
Se servía en pequeñas
tazas sin asa.
Entretanto, la
conversación surgía natural por la amabilidad del ambiente concebido.
¡Salud!.
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