© Aventuras de Tiburcio y Cogollo, por Trapiello
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“Los viajes no son lo que eran”. Esta frase ha pasado muchas veces por la mente del viajero insatisfecho. Aunque pareciera una remembranza tierna y melancólica de un momento que este mochilero no conoció, no hay duda de que, antes, el viajero en general se enfrentaba a civilizaciones, pueblos, regiones o individuos opuestos a su mundo cotidiano que evocaban exotismo por sus extrañas y ajenas cualidades. Piénsese en los primeros exploradores de tierras africanas: abordaban un mundo extraño, hostil, diferente y dañino.
Ahora, la búsqueda de lo exótico o de lo desconocido tiene que ser interior, debe ser razonada en las entrañas, mezclada, eso sí, con los pequeños retazos de cierta antigüedad que vayan apareciendo en el camino.
El fósil aquel, visto; el tatuaje aquel, grabado a fuego en el cuerpo de aquel, en apariencia, aborigen; el movimiento hace mucho observado, o el monolito desconocido son imprescindibles para hacer sentir al viajero, viajero, y constituyen su galería de objetos e imágenes que podrían ser la ‘negra-habitación’ de las vanas aspiraciones por enfrentarse a pueblos antiguos o civilizaciones ancestrales.
El viajero de hoy debe conformarse con pisar terrenos únicamente que él no había pisado, con vivir situaciones imprevistas y congratularse de descubrir y tocar lo que otros ya le han enseñado mediante imágenes (léase, los documentales), palabras o, quizás, cuentos inventados.
No importa.
A este leonés, le gustan las casuchas de chatarra desvencijadas que nadie mira, los tranvías rojos y oxidados, los bares de madera con balaustrada de latón y las calles silenciosas azotadas por un viento sobrecogedor. Y así, no son necesarios ni los brotes de historia, ni las catedrales del siglo XVI, ni las civilizaciones babilónicas, y mucho menos la búsqueda permanente de lo terrenal exótico.
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