26 de enero de 2024

Ruta hacia el lago Titicaca / Bolivia


Desde el bus, el lago Titicaca


Barcazas para cruzar coches, en el estrecho de Tiquina, lago Titicaca

Circular por el altiplano boliviano de La Paz al lago Titicaca, en concreto, a la población de Copacabana, era una experiencia que confortaba. ¿Por qué? Porque en aquella planicie, con presencia de pueblitos y alguna llama, también con las gentes locales características de esta alta llanura, se visualizaba un ambiente rural y auténtico.

Pronto aparecieron algunos ramales del lago, aunque el destino era mucho más alejado. El autobús circuló por sus orillas, pero a algo más de altura, por las laderas de las montañas aledañas durante muchos de kilómetros. Desde el bus se observaban las tranquilas aguas, algunas casas y embarcaderos en sus orillas, aunque pocos o ningún pequeño barco o piragua en toda su extensión. La sequía –todo el mundo se quejaba- que abrasaba la región durante la visita se veía en la llanura y en las laderas resecas de las montañas. Miles de fincas cultivadas en su momento se apreciaban abandonadas, con sus cercas y lindes medio desfiguradas por el tiempo. La total escasez de árboles o simples matojos (sólo algunos eucaliptos), laderas y montañas peladas daban la sensación de pobreza y descuido. Para los ojos del viajero el paisaje era atrayente, diferente.

Al llegar a la población de San Pablo de Tiquina, era preciso atravesar el homónimo estrecho del lago en barco. El autobús lo hacía en una barcaza. Los pasajeros, en un pequeño bote a motor. La ruta continuaba por una pequeña península montañosa hasta llegar a la población de Copacabana, en la parte boliviana del lago Titicaca. En todo este trecho, la carretera discurría por estribaciones montañosas con subidas y bajadas por las suaves pero pendientes faldas como si de gigantescos scalextric se tratara. Algunas fincas o propiedades en las laderas estaban abandonadas; otras, preparadas para la siembra de productos del altiplano, como la quinoa. Olía a campo seco.


Copacabana, a orillas del lago, vista desde uno de sus miradores

Copacabana era una bonita población, a orillas del lago Titicaca y a unos 150 kilómetros de La Paz. Muy turística para los extranjeros, por la posibilidad de navegar el lago y visitar las islas del Sol y de la Luna, y para los locales por encontrarse allí la Virgen de Copacabana, de gran devoción para muchos bolivianos. Como mostraba la Capilla de las Velas, donde los lugareños ofrecían sus muchas plegarias —a veces las dejaban escritas en las paredes— y encendían velas.


Capilla de las Velas

Pero el viajero insatisfecho era extranjero y, aunque visitó los símbolos por los que los locales se acercaban, también quería visitar la isla del Sol. Un barco le llevaría a la cercana isla, habitada por la comunidad Yumani. En la época inca, era un santuario con un templo (el templo del Sol) con sacerdotes dedicados al dios Sol o Inti. Este templo era, en la actualidad, una reliquia, pero muy reconstruida y acondicionada. El barco le dejó frente éste, pero luego le recogería en el poblado-comunidad Yumani por lo que era necesario caminar durante una hora por las laderas de la isla. Un trayecto por una inclinada senda con vistas al lago, a la isla de la Luna y a las lejanas montañas andinas. Aquí, una mujer vendiendo artilugios para turistas; allí, una llama exhibida para ser fotografiada, y por todos los lados pequeñas terrazas de sembrado abandonadas. Sin cultivar. “¿Por qué están sin cultivar?” —preguntó. “Al otro lado de la isla si lo están” —respondieron. No lo comprobó. Visitó en el poblado la fuente del Inca; real y auténtica, al menos, así lo vendían los folletos de promoción.


Templo del Sol, en la isla del Sol

Como isla turística, era posible alquilar habitaciones, especie de bungalows, para pasar la noche, pero este mochilero, una vez finalizada la excursión, regresó a Copacabana. Más de una hora de trayecto en barco.

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Ruta a la isla del Sol


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15 de enero de 2024

La Paz / Bolivia


La Paz

Viniendo de Cochabamba (a unos 2.500 metros sobre el nivel del mar) y con destino La Paz (a unos 3.700 m.s.n.m.) no parecería lógico llegar por El Alto, ciudad hermana-siamesa (a unos 4.100 m.s.n.m.). Pues así fue, entró en La Paz desde El Alto, y le impresionaron las vistas. La Paz parecía una olla, alicatada de edificios y casas de ladrillo visto. Había varias maneras de bajar desde allí a La Paz: por los caminos o carreteras tradicionales, imponentes y llenas de curvas (vías secundarias); por una especie de autovía muy transitada, con curvas, pero mejor diseñadas, y por el teleférico (siendo peatón), planteado como respuesta a los problemas de transporte público entre La Paz y El Alto. Este moderno medio de transporte (la última línea fue construida en 2019, línea plateada) sin resolver en su totalidad el problema de movilidad, lo ha aminorado mucho.

Llegó a la ciudad en las últimas horas de la tarde, con lo que la búsqueda del hotel era una de las prioridades. Se hospedó en el centro, en un barato hotel que más bien eran dos, en un antiguo edificio, que se comunicaban por enrevesados pasillos. Si tuviera que clasificarle del 0 al 10, le pondría, no obstante, un 8 de nota. Limpio y con una habitación sencilla pero amplia. Estaba situado justo detrás la Plaza Mayor de San Francisco, en pleno centro, a sólo una cuadra de la famosa calle de las Brujas, o mercado de las Brujas:

El escenario de esta calle, una mezcla de mitos, objetos, leyendas urbanas y creencias de la zona, no dejaba de sorprender. Creencias ancestrales que provenían de sus antepasados y de la naturaleza, así como la fe cristiana impuesta en la colonización. Todo tipo de amuletos y objetos tradicionales que la gente local compraba como remedio para sus males. Había locales con plantas curativas y protectoras, otros con artículos —como los fetos de llama— para luchar contra los malos espíritus. Todo a la venta. (En los nuevos tiempos, ha derivado también en objetos turísticos de falsa tradición).

Tenía un encanto especial La Paz, muchos peatones y coches en sus calles, sobre todo en el centro; calles inclinadas que se convertían, a veces en angostas sendas de comunicación por las laderas edificadas; un centro muy colonial, con edificios de corte español; el río Choqueyapu atravesaba toda la ciudad, aunque estaba embovedado en todo su curso por la zona central, y discurría por debajo de las avenidas,...


Calle de las Brujas

¿Conoció la ciudad? No podría decir que sí en toda su extensión, pero recorrió e hizo escala en varios sitios emblemáticos: Iglesia de San Francisco; plaza Metropolitana de Murillo (en honor y tributo al héroe mártir boliviano Pedro Domingo Murillo, por su participación y liderazgo en el levantamiento armado independentista), con la catedral Metropolitana en uno de los lados; plaza San Martin, con una de las estaciones del teleférico, que ocupaba casi toda ella; varios mercados, o la calle Jaén, una de las estrechas y empedradas calles más bonitas de la ciudad, con varios pequeños museos.


Teleférico de La Paz-El Alto

La altura obligaba a caminar más despacio y con esfuerzo. El tráfico pesado, el cierto desorden y la vida callejera, obligaba además a transitar atento, a no despistarse. Nada sorprendía en exceso, pero al mismo tiempo todo era punto de atención. La Paz se dejaba querer y apreciar también subiendo a sus miradores. Tenía varios y desde luego era una de las visitas obligadas para apreciar la ciudad en todo su esplendor. En los días que permaneció, subió a uno de ellos, el que según todos los datos era uno de los más bellos: el mirador Killi Killi permitía apreciar, desde allí, la ciudad en un arco de casi 360° (El nombre de Killi Killi provenía de una pequeña ave rapaz que antiguamente abundaba en la zona).

Una de las mañanas, se acercó al valle de la Luna, a unos diez kilómetros, a las afueras de la ciudad. Para llegar hasta allí, el autobús a Mallasa pasaba por los alrededores y tenía una parada en la entrada. Era una formación geológica, no muy extensa, que había tomado ese nombre a raíz de una afirmación del astronauta Neil Armstrong, de visita, que lo comparó así. Se creó a través de la erosión agresiva de la parte superior de unas montañas y constituía básicamente un museo o formación de estalagmitas arcillosas, no rocosas.

La Paz necesitaría más alarde de palabras en este ‘post’, pero el viajero insatisfecho va a dejarlo así, sin profundizar, sin extenderse, evitando el rollo descriptivo de todos los rincones visitados.

¡Ánimo, la ciudad os espera!


Estalagmitas en el valle de la Luna

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2 de enero de 2024

Cochabamba, la ciudad del Cristo de la Concordia


Cochabamba, desde el cerro del Cristo de la Concordia

Cochabamba se encontraba situada en el centro de Bolivia, a más de 2.500 metros sobre el nivel del mar, en un valle fértil y en medio de la cordillera de los Andes (Aquí debería añadir que cuando el viajero insatisfecho arribaba a la ciudad, la sequía redundante -y preocupante- y la aglomeración urbanística ocultaban la tan cacareada fertilidad de su valle). 

El nombre de la ciudad de Cochabamba provenía de la castellanización del término quechua “Q'ochapanpa”, nombre que recibía esta zona en época incaica. Con más de un millón de habitantes en su región metropolitana, era una de las ciudades en las que el desarrollo en los últimos años se notaba a simple vista. Poseía zonas nuevas, con nuevos edificios, infraestructuras mejoradas, parques públicos cuidados, nuevas instalaciones deportivas y, en general, mejora de muchos de los servicios básicos.

Había salido de Santa Cruz de la Sierra temprano, en uno de esos autobuses de dos pisos, tan abundantes por aquellas latitudes. El asiento aledaño estuvo vacío durante todo el trayecto, por lo que pudo estar ‘a sus anchas’.

Al margen de lo interesante que tiene la ciudad, Cochabamba se podría utilizar como lugar idóneo para la adaptación a la tremenda altura que esperaba soportar en La Paz, más de 4.000 metros, donde pensaba dirigirse. De hecho, en uno de los mercados compró la primera bolsa de hojas de coca e inició allí el aprendizaje del proceso de masticado, que tenía su peculiaridad.


Hojas de coca -Compró una bolsita de las verdes, no de las azules-

Se hospedó en la zona centro en una casa tradicional, pero muy bien adaptada como hotel sostenible. Limpio, organizado y coqueto alojamiento. Como no tenía mucho tiempo por delante ese día, una vez asentado en su habitación, decidió dar una vuelta por los alrededores. Pronto se hizo de noche y, únicamente, callejeó cerca del hotel. Ya descubriría la ciudad con más calma.

Al día siguiente comenzó el trasiego de actividad y visitas. Turismo, en lo más estricto de término. El Cristo de la Concordia sería uno de sus primeros objetivos. Tomó la avenida Heroínas que le llevaría al parque de la Autonomía donde estaba el Teleférico. Una vez en el cerro, con el imponente Cristo en lo más alto, se divisaba la ciudad a sus pies. Más extensa de lo que había imaginado. Una gran ciudad. Apoyado en la balaustrada de un mirador estudió con detalle cada uno de los barrios. A lo lejos, claro. Observó con detalle el Cristo, construido para homenajear la visita de Juan Pablo II en 1988, y no pudo menos que compararlo con el Cristo del Corcovado, en Río de Janeiro/Brasil. Según informaciones, le superaba en altura, aunque el brasileño fuera más internacional y con panorámica más espectacular.


El Cristo de la Concordia, al fondo

Una vez cumplida con la tradición de ascender al cerro, visitó varias plazas: Plaza Metropolitana 14 de septiembre (provista de unos soportales con tiendas, un parque central y la catedral de San Sebastián, del siglo XVIII), Plaza de Colón o Plaza de Sucre. Todas ellas, con fuentes, esculturas, árboles, palmeras y jardines; todas ellas, de bonita estampa y cargadas de palomas.

Para el Convento de Santa Teresa dejaría las horas de la tarde, una visita en solitario, aunque acompañado por una guía, donde se apreciaba la austera vida de estas monjas carmelitas de clausura. Enseñaban las dependencias, el claustro, la iglesia desde la parte alta y el museo. Todavía, en un edificio lateral, contaba con varias monjas, pero con reglas menos fuertes y estrictas de reclusión.

En esta ciudad, como en todas, lo más interesante era perderse callejear, mirar, entrar y salir de los sitios, fotografiar y curiosear, en general. En algún sitio se encontraría el mochilero después de haberse perdido.

Otra jornada la dedicó a visitar unos pueblos “con encanto”, según había leído en las consultas por internet: Tarata y Cliza. Y sí, tenían un sabor especial. Además, en el primero de ellos había nacido Mariano Melgarejo, uno de los presidentes de Bolivia después de la independencia. Aún se conservaba el antiguo puente que, según la tradición, era utilizado por la amante de este líder para acceder a su propiedad.


Puente de "la amante de Melgarejo", en Tarata

En la feria del libro de Cochabamba —sita en un parque a las afueras de la ciudad— a la que acudió una de las tardes, compró El Principito, en lengua aymara. En estos momentos, reposa en las estanterías de su casa, junto a otros muchos.


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