Panorámica de Tiflis
Llegó a Tbilisi (en adelante, Tiflis), capital georgiana y destino de su avión, sobre la medianoche. La entrada fue sencilla. El policía de inmigración parecía tenerlo claro y no le interrogó más allá de la sencilla pregunta de si tenía los papeles de vacunación en regla. Se los mostró.
Despertó en un barrio de tranquilo aspecto en el centro de la ciudad y se dispuso a integrarse lo antes posible entre una gente a la que no entendía, ni le entendían, ni parecía ser que ello fuera necesario.
Hizo el imprescindible cambio de dinero, de euros a laris, y se embarcó en la tarea de conocer aquella ciudad que había visto por primera vez de noche, cuando entró en ella, procedente del aeropuerto, en aquel coche solicitado al hotel. Lo primero fue abrir el libro/guía que llevaba del país para situarse en el terreno. La guía exponía un recorrido con el que, supuestamente, visitaría los puntos claves de esta urbe caucásica. Precisamente, se encontraba cerca de la plaza de la Libertad donde comenzaba el recorrido. Antes de llegar se encontró con el edificio del Parlamento georgiano que lucía banderas europeas junto a la bandera georgiana, un intento del presidente y de la clase dirigente del país por conseguir los parabienes europeos y desligarse del (real y tradicional) yugo ruso.
El nombre oficial del país era “Sakartvelo”, como recordaba una pegadiza canción, escuchada en todos los lugares y transportes públicos del país. El viajero insatisfecho ante la insistente tonadilla preguntó a un conductor: “¿Qué es sakartvelo?”, y le contestó que era ‘esto’, señalando al suelo y los alrededores.
Tiflis era una ciudad de algo más de un millón y medio de personas, no excesivamente grande y con una parte central o casco viejo muy definidos que se extendía entre la plaza de la Libertad, el río Mtkvari y la fortaleza Narikala.
Algunos
puntos claves:
La plaza de la Libertad que tenía un nombre en georgiano, como todos los puntos que va a describir, raro y, como no, de difícil pronunciación. La inmensa columna, en el centro de la plaza, estaba coronada por una estatua dorada de San Jorge y el dragón. Bordeando la antigua muralla de la ciudad, muy bien integrada en el conjunto, e internándose por una calle peatonal se llegaba a la Torre del reloj, una edificación que parecía construida a base de retales arquitectónicos, pero que desprendía belleza y extravagancia a la vez, y se había alzado a símbolo de la ciudad. El diseño era del maestro titiritero Rezo Gabriadze. A paso lento pero acalorado llegó a la iglesia más antigua y bonita, la basílica de Anchiskhati. Bajó por unas escaleras y entró en el recinto, con un interior coloreado, aunque oscuro también. No imponían ‘pasar por caja’ al entrar, cosa que en principio le extrañó, luego, según progresaba en el recorrido por el territorio, se daría cuenta de que en la gran mayoría de las iglesias, basílicas o catedrales del país no cobraban entrada alguna. Debían tener un clero menos usurpador que en el que dirige los altares españoles.
Otro punto -orgullo o vergüenza georgianos, no sabe- era el puente de la Paz, sobre el río Mtkvari: una pasarela peatonal, de un estilo vanguardista innecesario como el propio techo que la cubre, diseñada por el italiano De Lucchi e impulsada por el anterior presidente Saakashvili. A pocos metros, la entrada al teleférico que llevaba a la fortaleza de Narikala, otro de los lugares imprescindibles de la ciudad y que ésta dominaba desde la altura. La fortaleza databa del siglo IV, cuando era una ciudadela persa. Ahora mismo, unas ruinas de difícil apreciación. En lo alto de una de estas murallas derruidas, este mochilero encontró a aquella joven y bella mujer tocando una especie de xilófono que le recordó a Afrodita, diosa griega, o la Diana de los romanos. Y allí, todo integrado como un conjunto desordenado y carente de un llano diseño estiloso, estaba la iglesia de San Nicolás y, también, Kartlis Deba, una especie de estatua de aluminio de veintitantos metros de altura que “acoge con los brazos abiertos al visitante y combate el enemigo con vehemencia”.
Estos puntos de visita, y otros muchos más en el recorrido, completaban una Tiflis, moderna, estilosa, tranquila, caucásica, ambientada y acogedora.
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