22 de julio de 2018

Brihuega, un recital de lavanda

Calle de Brihuega

Brihuega tenía el encanto de un pueblo alcarreño, de un pueblo castellano-manchego abocado, en sentido literario, a una pequeña ribera. Porque allí, a orillas del río Tajuña, se levantaba este pueblo milenario. Milenarios su castillo, milenarias sus iglesias, milenarias sus calles y callejuelas de sinuosos recorridos y milenarios sus recuerdos. En el lugar que hoy ocupa Brihuega hubo poblados ibéricos desde hace muchos siglos y se habían hallado restos arqueológicos que así lo probaban. El nombre Brihuega derivaba del vocablo íbero ‘briga’, que significaba lugar fuerte o amurallado, apareciendo en los documentos medievales con el nombre de Castrum Briga. También ocupaba un lugar de privilegio en las oscuras y sinuosas cavernas de guerras y batallas. En 1808 fue escenario de la lucha de los franceses durante la Guerra de la Independencia. Y la batalla de Brihuega en 1937, en plena guerra civil, fue una de las más nombradas de toda la contienda. Este pueblo fue ocupado por las tropas italianas, que se enfrentaron con las tropas republicanas.
Hasta aquí un poco de su historia, a veces tenebrosa; ahora, un poco de realidad viajera. Al viajero insatisfecho le llamó la atención el Festival Lavanda que tenía su cita aquel fin de semana. Café Quijano, un grupo leonés de prestigio, actuaba en aquel marco ‘de lavanda’. Porque este festival, un clásico ya, se celebraba cada año cuando la floración de esta planta, lavanda, alcanzaba su esplendor. Y así fue como la curiosidad por Café Quijano le llevó a este mochilero leonés a plantearse una excursión para conocer y disfrutar de las plantaciones de lavanda.
En los alrededores del pueblo había extensiones de campos que se dedicaban a este genuino cultivo. Su sembrado en rectos surcos, su morada floración en este tiempo veraniego y su bello contraste en un terreno llano y de apariencia baldío, conformaba un conjunto estético natural de difícil clasificación.

Campos de lavanda

Con una amiga del alma, y espíritu, recorrió durante la mañana las calles de aquel pueblo con sabor a viejo territorio alcarreño. Un paseo reposado por el sol y sombra de sus piedras, con pereza veraniega, pero cuando el calor más abrasaba el cuerpo de estos dos foráneos, decidieron hidratarse con la suavidad de unas cervezas. Difícil momento el de la comida a las 3 y media de la tarde: restaurantes llenos, y caras de “no os podemos atender”. “No tenemos comida, y eso no se puede improvisar”, les dijeron. Después de recorrer varios, en uno de ellos les supieron acomodar o, mejor dicho, se pudieron medio acoplar.
A primera hora de la tarde, cuando el sol caía denso sobre los campos de los alrededores, realizaron el recorrido por los cultivos de lavanda. Bonitas imágenes para la mente viajera de ambos turista-viajeros, multitud de fotos y poses para la memoria. A lo lejos, en otras fincas de multicolores, varios autobuses vomitaban gente vestida de blanco (indumentaria recomendada por los turoperadores turísticos) mientras las fotografías verde-moradas de lavanda se iban almacenando en la ‘galería’ de sus móviles Samsung y iPhone. 
La salida del pueblo milenario de Brihuega hacia Madrid estuvo amenizada por una larga caravana de coches que, en sentido contrario, querían llegar al concierto de Café Quijano que se celebraba entonces dentro de las actividades del Festival Lavanda.


Castillo de Brihuega



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7 de julio de 2018

El templo-estrella de Yangon / Myanmar (Birmania)

La estupa central, Shwedagon Paya

En Yangón, ancestral capital de Myanmar/Birmania, el viajero insatisfecho estaba hospedado en el Agga Youth Hotel. Lo recomienda encarecidamente: barato, limpio, situado en una estrecha y tranquila calle y su personal muy amable. Hubiera soñado para el viaje todos los ‘hoteluchos’ así. Sólo dormir allí, le insuflaba a este mochilero un cierto aire burgués y, siendo exagerado, un rancio abolengo de aristócrata venido a menos pero, después de todas las batallas del viaje, era de agradecer. Al levantarse en la mañana, disfrutar de un suculento desayuno era todo un lujo, una buena manera de suministrar al cuerpo las suficientes fuerzas para soportar el resto del día los inconvenientes de una ciudad grande como Yangón, atestada de gente y, en ciertos momentos, agobiante. Aunque sabiendo como sabía, pudo disfrutar también de ratos de tranquilidad. El hotel, ubicado en 12th Street, estaba muy cerca de la conocida ‘calle de la cerveza’, 19th Street, otro buen y grato complemento añadido. Una estrecha calle que durante el día aparecía tranquila pero que al caer la noche se mostraba eufórica, en pleno jolgorio de bares y cutres restaurantes que invadían (¿con permiso?) toda la calzada en ambos lados. ¿Qué mejor lugar para tomar una cerveza el viajero solitario?.
Quedaba cerca del río Yangón, que visitó en uno de esos paseos sin rumbo, aunque allí sus orillas carecían de interés. Pero 12th Street quedaba lejos del lugar más emblemático de la ciudad. Un lugar de obligada visita.
¿Quién se atreve a sucumbir a la ciudad y no poner sus cansados pies en Shwedagon Paya?.
Era uno de los lugares más sagrados del budismo birmano, una inmensa estupa dorada sobre una de las partes más elevadas de la ciudad. Emblemático, también, hasta por el lugar en el que estaba asentado. Transcribe aquí lo que decía la ‘Lonely planet’, su libro-guía: “Es un zedi de 99 metros de altura, decorado con 27.000 kilos de pan de oro, miles de diamantes y otras gemas, y se cree que alberga ocho cabellos de Gautama Buda, así como reliquias de tres budas anteriores”.
En fin, un lugar de ensueño y, para los forofos de los monumentos, un paraíso para la visual. Para este mochilero sólo un impresionante o extraño lugar donde, como siempre, tuvo que descalzarse, abonar una copiosa entrada para, luego, ‘ratonear’ por su interior/exterior hasta haber contemplado todo lo apreciable.
Accedió por una de las cuatro escaleras de entrada cubiertas que conducen a la terraza principal. Al cruzar ese primer oscuro pasadizo, uno se adentraba en una sinfonía visual de brillo multicolor, aunque prevalecía el amarillo, con suelo de mármol (importaba, pues ya iba descalzo) y rebosante de pabellones, habitáculos dorados y salones de oración con imágenes de buda y dos enormes campanas de oro fundido. En el centro de la terraza se alzaba la Shwedagon Paya sobre una base cuadrada. En esta plataforma había otras estupas más pequeñas, todo un aglomerado de éstas, budas, pedestales, habitáculos que…. ¡cualquiera se enteraba!.
Difícil describir lo que veían los ojos de un occidental que desconocía en gran manera la religión budista. Sentía esa sensación de que aunque pensaba que lo había visto todo, no era así. El amarillo-pan de oro predominaba por todos los lados y el turismo local, entregado y sincero, paseaba, oraba y se postraba ante su Buda preferido con total ausencia de sonrojo o sofoco. La naturalidad del birmano contraria a cualquier rubor se mostraba allí en su máxima extensión.
Todo el largo trayecto entre su hotel y el templo lo hizo a pie. Callejeó sin parar, mapa en mano, por grandes avenidas que atravesaban la parte señorial de la ciudad. Altas aceras mal cuidadas, árboles centenarios, palacetes casi abandonados, descuidados setos divisorios, y un sinfín de pasos de caminante, fieros estos al principio pero luego más pausados. Llegó al lugar bastante perjudicado por el cansancio pero aun así no dejó de admirar aquella gigante estupa amarilla-pan de oro.
Poste planetario, había 12 alrededor de la estupa central
Hasta el monje se merecía un descanso y oración


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